Félix de Azúa
En nuestros comentarios sobre el robo de obras de arte, especialmente sobre ladrones nazis y coleccionistas judíos, puede parecer que el asunto del latrocinio artístico sea sólo cuestión de gente patibularia. Alguien podría creer que los compradores de la mercancía robada son jefecillos de la guerra asiática, mafiosos rusos, falsos coroneles británicos en matanzas africanas, traficantes de opio afgano… Ni soñarlo.
En un comentario de Hugh Eakin publicado por el New York Review de mayo, aparece el cliente irreprochable, esa institución por encima de toda sospecha que es a donde va a parar la mercancía más valiosa. Dicho en plata: aparece un perista intocable.
El Princeton Museum of Art, el Boston Museum of Fine Arts, el Metropolitan Museum of Art, el J. Paul Getty Museum… todos ellos poseen piezas robadas, todos han sido descubiertos por las policías americana e italiana, todos están negociando con el gobierno de Roma la devolución de las más escandalosas.
Se trata de antigüedades griegas y etruscas desenterradas en excavaciones clandestinas por ladrones de tumbas de guante blanco, personajes que podrían aparecer en cualquier película de James Bond tomando un Martini en compañía de ricos armadores griegos o campeones de tenis en la terraza del Grassi.
Alguno de ellos, como el magnífico Giacomo Medici, multado en su última condena (diciembre de 2004) a pagar diez millones de euros por robar en yacimientos piratas, es tan sólo un eslabón en la cadena de directores de departamento museístico americano, subasteros de Londres, anticuarios suizos, arqueólogos italianos, jefes de la mafia siciliana, en fin, un espléndido personal de Maserati y Patek Philippe. Esta gente fue la que puso en el Met de Nueva York la crátera conocida como “Muerte de Sarpedón” (griega del siglo VI aJC), por la que el Museo pagó un millón de dólares de 1972 sabiendo que se trataba de una pieza robada. Treinta años más tarde, tiene que devolverla.
Hay una impagable fotografía de Giacomo Medici -cincuentón, sienes plateadas, sonrisa seductora, barriguita, un De Sica barato-, junto a la cratera del Met. No pudo resistirse. Tiene la vanidad del cazador de leones que posa junto a la fiera abatida, para la posteridad.
En la densa organización criminal figura también una pareja de millonarios, Barbara y Lawrence Fleischman, cuya colección de antigüedades donada al Getty como benévola cesión en 1996, era probablemente una falsa colección en la que se ocultaban las piezas robadas por encargo. Luego llegarían al Museo por vía benéfica.
De este asunto, lo que me parece más asombroso es que las instituciones culturales hayan adoptado métodos de millonario mafioso, de ricacho criminoide, con tal de aumentar sus colecciones.
Un comportamiento que pone de manifiesto la tremenda transformación de los fundamentos burgueses. Si los museos fueron en su origen centros educativos, hoy ya muchos de ellos sólo persiguen el enriquecimiento y la presencia mediática, exactamente como cualquier club de fútbol.
Ya lo sabíamos, pero no está mal tener ejemplos irrebatibles para cuando aparece (porque siempre aparece) un funcionario diciendo que no nos pongamos pesados, que todo son exageraciones.