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Autoayuda para psicópatas

Por 15 de junio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

¿Y qué pasa si el mundo no te da lo que te prometió? ¿Si sientes que mentir es la única manera de sobrevivir y te niegas a hacerlo? ¿Si continuamente te parece que los humanos funcionan según reglas que te sobrepasan? Si te sientes así, quizá sea hora de que le pegues un balazo al presidente de EE. UU. 

Al menos, esa es la tesis de El asesinato de Richard Nixon, una demoledora diatriba contra el sueño americano que cuenta con una sobrecogedora actuación de Sean Penn en el papel de Sam Bicke. Bicke es un hombre cuyo universo se resquebraja y se cae en pedazos mientras él hace inútiles esfuerzos para comprender por qué, o al menos, para encontrar un culpable:

progresivamente pierde a su familia, pierde su trabajo, pierde sus sueños. Y decide culpar al hombre que aparece todos los días en la televisión hablando de lo grande que es su país y sus habitantes, el hombre que en sus discursos pinta un mundo que él ya no es capaz de reconocer.

La ficción nos ofrece historias inventadas para refugiarnos de nuestra realidad, que por lo general necesita un poco más de emoción. Pero la buena ficción nos devuelve a la realidad mejor equipados para vivirla, con una reflexión sobre lo que ella ha hecho con nosotros y lo que nosotros podemos –o no- hacer con ella. Por eso, la ficción es peligrosa, porque rasga silencios y nos muestra cosas que no queremos ver de nosotros mismos, cosas que, dichas directamente y sin tapujos, serían demasiados duras de digerir y admitir.

Así, en una lectura obvia, la historia de Sam Bicke es un alegato contra América, el reino del dinero donde la mentira es el principal bien de consumo. Pero una lectura más profunda y dura afecta a cualquier adulto de cualquier país, porque todas las sociedades organizan su propio teatro a su medida. Y al que se cae del escenario y ve las cosas desde la platea, luego se le hace muy difícil reincorporarse a la función.

Bicke es cualquier persona que se ha sentido en algún momento obligada a afeitarse el bigote para verse seguro de sí mismo, a usar una minifalda y dejar que le metan mano para conservar el trabajo, a mentirle a sus clientes para venderles cosas que no necesitan, a pensar que, para ser un ganador, basta con creerlo. Y todas las mañanas mira a ese hombre derrotado en el espejo y se pregunta cómo va a esconderlo de sí mismo hasta que caiga la noche.

El personaje de Bicke, por eso, va enloqueciendo en la medida en que se vuelve más lúcido. Señala lo que funciona mal en el sistema, denuncia lo que apesta a su alrededor, pero la gente que lo rodea solo quiere mantener su trabajo, solo hace lo que puede por ser feliz con las cosas como están. La agudeza de Bicke solo le sirve para aislarse progresivamente y alejar de sí a quienes ya decidieron aceptar las reglas del juego sin chistar. Al abrir los ojos, no se acerca a la verdad. Sólo se precipita hacia su propia destrucción.

En una notable escena, el jefe de Bicke señala al presidente Nixon en la pantalla del televisor y dice con admiración: “ese hombre es el mejor vendedor del mundo. Ganó las elecciones diciendo que acabaría con la guerra de Vietnam. Llegó al poder y mandó más bombarderos. Y ¿qué ofreció en las siguientes elecciones? Que nos sacaría de Vietnam. Y volvió a ganar. El mejor vendedor es el que te engaña una vez, y luego te vuelve a engañar y tú le vuelves a comprar lo mismo”.

Quizá seguimos comprando lo mismo porque tenemos miedo de ver las cosas que ve Bicke. No nos conviene. El jefe es un hombre con inteligencia pero sin la más mínima sensibilidad. En cambio, Bicke tiene exactamente las cualidades opuestas: percibe con demasiada claridad la farsa social pero carece de la inteligencia necesaria para cumplir su papel satisfactoriamente. Esa es la diferencia entre un triunfador y un psicópata.

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