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Un cornudo en el ciberespacio

La última edición en español del New York Times trae una historia espeluznante: todo empezó con un marido cornudo.

Como tenía dudas, el hombre se dedicó a husmear en el buzón electrónico de su esposa, sólo para descubrir que, en efecto, ella le era infiel. Y con un joven estudiante universitario. Esa primera vez, el esposo fue comprensivo. Habló con ella y le hizo prometer que ese bochornoso episodio no se repetiría. Poco después, para sentirse más seguro, volvió a violar la correspondencia de su mujer, con el desagradable resultado de confirmar que el affaire continuaba. En esas circunstancias, decidió emprender la venganza más cruel: hizo pública la conducta de su esposa con el nombre propio de su amante en uno de los foros más visitados por los chinos.

El mensaje contenía cinco mil palabras de pasión adolorida y desilusión, e iba firmado con un nickname tristemente sexual: Espada Congelada. En respuesta, un alma caritativa identificada como Azalea de Primavera pidió en el foro a “cualquier empresa, establecimiento, oficina, colegio, hospital, tienda y calle que rechace a este hombre –al estudiante, es decir- hasta que muestre un arrepentimiento satisfactorio y convincente”. Finalmente, alguien encontró la dirección y el teléfono del chico, y los colgó en la página. Entonces se desató el infierno.

Decenas, y luego cientos, y luego miles de personas empezaron a acosar al infiel. Hacían llamadas anónimas a su casa, o se presentaban en ella para insultarlo. Muchos exigieron a la universidad que lo expulsase, y cuando ésta se negó, sitiaron su casa y lo mantuvieron encerrado en ella por semanas. En Internet, la gente demandaba que fuese “decapitado por el sufrimiento del marido”, o metido con la mujer “en una jaula para cerdos” y arrojado al mar.

Desesperado, el estudiante colgó un video en el foro jurando que él no tenía nada que ver con la mujer de Espada Congelada. La presión llegó a tal punto que el propio cornudo se retractó de sus afirmaciones, pero era tarde. La turba había encontrado a su víctima. El chico aún no puede salir de su casa.

El relato roza lo trágico, lo absurdo y lo siniestro y, por tratarse de China, evoca reminiscencias de la Revolución Cultural, en la que todos los comunistas se acusaban mutuamente de no ser buenos comunistas, lo que derivó en un festín de castigos crueles y asesinatos masivos. Sin embargo, lo ocurrido con Espada Congelada es una manifestación extrema de algo que se manifiesta en cualquier cultura: el placer humano por juzgar a los demás.

Piensen en los reality shows, en que el público participa repudiando a esos esposos infieles, a esos malos hijos, a esas madres desnaturalizadas. Una señora de la audiencia se levanta y dice: “tú no te mereces el hijo que tienes ¿me oyes? ¡Tú no te mereces ni siquiera vivir!”. Y todo el mundo aplaude. Piensen, si no, en la vecina que vive pendiente de lo que ocurre en la puerta de al lado. Recuerden el éxito internacional del culebrón, un género narrativo basado en la necesidad del espectador de comentar y opinar durante meses sobre la vida privada de algún personaje. Y las revistas del corazón. Y los programas de la farándula.

Según parece, necesitamos compararnos con otras personas, personas que nos garanticen que saldremos bien parados. Necesitamos saber que nuestra soledad, nuestro aburrimiento y nuestra insatisfacción sexual no sólo es voluntaria, sino incluso ejemplar, que es algo que hacemos porque somos virtuosos. Y necesitamos ostentar mundialmente nuestra virtud, ventilarla en la tele de ser posible, para que la gente no vaya a pensar que somos felices, que satisfacemos nuestras necesidades emocionales o, simplemente, que nos divertimos. La sociedad podría no resistir un impacto de ese calibre.

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22 de junio de 2006
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Rocco va a pelear

Vi Rocco y sus hermanos por primera vez hace pocos días, una tarde helada y gris en que Buenos Aires imitaba a la Milán en que transcurre el film; sólo faltaba la nieve. Cuando terminó tuve que hacer un esfuerzo para levantarme. Me sentía devastado, es verdad. Pero ante todo tenía la necesidad de prolongar ese instante. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vi una película verdaderamente grande, e ignoro cuándo volveré a experimentar algo parecido.

Rocco es excesiva por donde se la mire. En su longitud, que supera las tres horas. En su cast, que opera como una suerte de quién es quién del mejor cine europeo de los 60: Alain Delon, Annie Girardot, Katina Paxinou, Renato Salvatori, Claudia Cardinale. En su carácter de saga familiar, que describe la suerte de Rosaria Parondi y de sus cinco hijos varones en la inhóspita Milán, donde se instalan a la muerte de Parondi padre. Sin embargo no existe nada en Rocco que sea más grande que la ambición narrativa de su creador, el director Luchino Visconti. Como toda obra inolvidable Rocco y sus hermanos es una síntesis de opuestos, el equilibrio entre elementos antiestéticos que sólo puede lograr un artista en pleno dominio de sus facultades. Rocco es un fresco realista sobre las miserias que sufrían los inmigrantes del sur en la Italia industrial, y también un melodrama protagonizado por personajes excesivos, robados con elegancia –tratándose de Visconti, no podían ser robados de otra forma- a El idiota de Dostoievsky. Es una película carnal y violenta que a la vez se interroga por la posibilidad de la santidad en el mundo contemporáneo. Es cine con mayúsculas, y a la vez es un relato de profundidad y aliento literarios. Y si Visconti no hubiese concebido ese montaje paralelo del final, entre la Nadia que abre los brazos a la muerte y el Rocco que surge de las cenizas sobre el ring, seguramente Coppola no habría concebido el momento más excelso de El Padrino –otra película grande, viscontiana.

En ocasión del reestreno de Rocco en 1991, Vincent Canby escribió algo en el New York Times que expresa con precisión lo que pienso: “Nos recuerda de dónde vienen los films, y cuán pequeñas y seguras y autorreferenciales son la mayoría de las películas de hoy. Rocco no es perfecta, pero aun cuando se desborda en algunos excesos teatrales, excita la imaginación con la clase de audacia que es nuestra única esperanza de futuro”.

Desde entonces a esta parte, el destino del cine no ha sido menos cruel que el destino de los Parondi. Pero a pesar de que su futuro está tan comprometido como el del protagonista del film de Visconti, a los cinéfilos nos queda la esperanza expresada en docenas de carteles en la escena final: Rocco si battera, dicen, anunciando la próxima pelea del boxeador. Rocco va a pelear.

No me atrevería a decir que Visconti es hoy más grande de lo que fue, porque tuvo la fortuna de ser reconocido como tal en su propio tiempo. Lo que me consta es que el cine se ha vuelto más chico. Por lo menos hasta que ganemos la pelea.

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22 de junio de 2006
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La economía de la felicidad

Acabo de enterarme de que existe una rama alternativa de la ciencia económica, llamada economía de la felicidad. Según la información, la economía de la felicidad se originó como estudio teórico en Europa a principios de esta década; se supone, incluso, que hoy es una corriente de moda en Inglaterra. La intención de sus estudiosos es determinar cómo influyen las variables económicas sobre el bienestar mental de las personas, para finalmente determinar políticas que aumenten la felicidad de las distintas poblaciones. Y como a los investigadores les consta que esto de la felicidad es un asunto esquivo, además de los estudios puramente económicos pretenden incluir variables neurobiológicas, como mapeos cerebrales (que serían más precisos que las encuestas a la hora de medir nuestra satisfacción, o bien la falta de ella) y hasta medición de indicadores de “felicidad auténtica” como ciertos tipos de sonrisas y rasgos faciales.

No puedo menos que celebrar la existencia de este tipo de estudios. Les parecerá de Perogrullo, pero yo creo que ya era hora que los estudiosos comprendiesen que la economía está relacionada con la felicidad. Hasta el surgimiento de esta disciplina, la mayoría de los economistas y de los que determinan las políticas del área operaban en la convicción de que la economía sólo tenía que ver con la obtención del máximo beneficio posible, a cualquier costo y caiga quien caiga. Parafraseando al viejo axioma: esta gente estaba convencida de que la economía era la continuación de la guerra por otros medios. Quizás la revelación de que el bienestar de los demás también depende de la economía les convenza de que la felicidad no debe ser tan sólo una búsqueda privada, sino social y política. Yo digo que les otorguemos el beneficio de la duda: es preferible que esta gente piense que se trata de una novedad, a que siga pensando lo de antes.

El otro gran beneficio de la economía de la felicidad sería, creo, el siguiente: ahora que los estudiosos y los funcionarios privados y públicos del área se convencen de que la economía y la felicidad están vinculadas, resultará más fácil explicarles que todos aquellos que no forman parte de la economía están, ¡por definición!, impedidos de ser felices. Así se volverá evidente la necesidad de diseñar políticas para que todos aquellos que viven al margen del sistema económico (centenares de millones en América Latina, en África) puedan integrarse a él de alguna forma, y así obtener su chance de ser alguna vez medidos en busca de indicadores de felicidad auténtica. Una vez que se conviertan en candidatos a un mapeo cerebral podrá verlos un médico de verdad, y hacerles por ejemplo una radiografía, y quién les dice, quizás hasta proveer a sus niños de las medicinas que necesitan para no morir antes de tiempo, y por qué no, ¡ya que estamos!, de los alimentos que garanticen que sus cerebros reciban los nutrientes que les permitan desarrollarse y no quedar atrofiados a medio camino.

Y después dicen que estudiar no sirve para nada.

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21 de junio de 2006
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La responsabilidad moral de Caperucita Roja

Recuerden este nombre: Stephen Sondheim. Si ustedes piensan que el teatro musical es un género banal lleno de tipos que se enamoran bailando y compran el periódico cantando, busquen un espectáculo de Sondheim: el hombre que revolucionó el género.

Sondheim no tuvo una vida fácil. Creció en una familia judía no practicante del Upper West Side de Manhattan, donde vivió una infancia solitaria y aislada incluso de su comunidad de origen. A los 10 años, las cosas se agravaron para él, cuando su padre huyó de casa dejándolo con su narcisista, hipocondríaca y emocionalmente abusiva madre, Foxy.

Foxy Sondheim trató de sustituir la figura del esposo con la del hijo, y se volvió sexualmente posesiva con él: se bajaba la blusa y extendía las piernas enfrente suyo, le tomaba la mano y se lo quedaba mirando durante las funciones de teatro a las que asistían, le pedía que le preparase los cócteles, lo besaba en exceso, esas cosas.

Quizá ese episodio marcó la ambigüedad moral de los espectáculos de Sondheim, que por entonces escribió su primera historia y, con sólo 25 años, escribió las letras para el West Side Story compuesto por Leonard Bernstein.
 
A lo largo de cincuenta años de carrera, Sondheim ha escrito grandes clásicos como Gipsy, que ha sido interpretada por Bette Midler: la historia de una bailarina de strip tease acosada por su madre, que ha tratado de hacer de ella una estrella desde su más tierna infancia. O Sweeney Todd, el relato de un barbero asesino en serie que servía a sus víctimas en los pasteles de carne de su vecina y amante, la obsesiva Mrs. Lovett. Pero mi favorita, sin duda, es Into the woods.

Durante la primera parte, Into the woods no es más que un juego, un divertimento en que se mezclan diversos cuentos infantiles: Rapunzel, Caperucita Roja, el chico de Las Habas Mágicas y Cenicienta comparten escenario, con el eje de un campesino que debe reunir varios objetos para quitarse de encima un hechizo. El campesino relaciona las historias de los demás y las lleva de una a otra: le da las habas mágicas al chico, salva a Caperucita de la barriga del lobo, le roba su zapato a Cenicienta. En fin, que todas las historias llegan a sus finales felices con la intervención de los personajes ajenos. Simpático. Ingenioso.

Pero no decimos Colorín Colorado. En la segunda parte del musical, cada uno de estos personajes ya ha cumplido su sueño: casarse con el príncipe, llevarle la merienda a la abuela, hacerse rico con las habas… Pero ahora, todos se enfrentan a lo horrible que es su vida con sus deseos cumplidos.

Así, Caperucita Roja se aburre porque ahora echa de menos el placer de hacer las cosas por el camino oscuro y lleno de lobos. Cenicienta vive una existencia sin preocupaciones –ni emociones- en el palacio, y el príncipe la engaña. Como él dice, “me criaron para ser encantador, no sincero”. El chico de las habas ahora es rico, pero aún no tiene amigos y no ha dejado de ser tonto.

Y para colmo, un gigante viene a matarlos a todos.

Into the woods es una historia que, bajo su empaque infantil, pervierte el sentido de los cuentos para niños y les da una dimensión humana: si los cuentos están hechos para soñar, Sondheim dice aquí: “ten cuidado con tus sueños, que se pueden hacer realidad”. Lo que caracteriza a sus musicales es precisamente que se mueven en el tenue límite entre el cuento de hadas y el horror.

Pero hay un detalle más como marca de fábrica: la bruja del cuento, una mujer repugnante obsesionada con retener a su hija Rapunzel en la torre, capaz de arrancarte los ojos y entregarte al gigante con tal de que no te la lleves. Una madre sobreprotectora –como la de Gipsy, como Mrs. Lovett- , que transfigura en esta ficción lo que Sondheim conoció en su infancia real. Quizá sea ese precisamente el detalle que hace interesantes los musicales de Sondheim entre tanto bodrio. Sondheim camino al filo del abismo que separa el espectáculo con brillos y lentejuelas de la descarnada miseria moral que caracteriza a la realidad.

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21 de junio de 2006
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EL CONTINENTE

Caracas, otra vez. Empezando por otra carretera para ir del aeropuerto a la capital. No se sabe cuánto tiempo será necesario para construir un viaducto (el que servía se cayó) y vincular la autopista que viene del aeropuerto con la capital. Hay promesas de obras rápidas. Pero sobran las promesas en la dinámica bolivariana. Por el momento, se utiliza una carretera provisional tirada en un barranco y apodada “la trocha”. La palabra no se usa en todas partes del mundo hispanohablante. Basta recordar que la trocha es el camino malo que utilizan los habitantes de Macondo, al principio de Cien años de soledad, para descubrir una sierra vecina. Ir en carro por una trocha...

Por lo menos en carro se descubren nuevos anuncios. Como uno que, al llegar a Caracas, me llamó la atención. Dice:

“Tenemos un continente
Tenemos una patria
Tenemos un pueblo
Tenemos un sueño”.

Y al final, ligeramente apartado, dice: “Tenemos un líder”.

El retrato en color de Hugo Chávez Frías desautoriza cualquier duda sobre quién es este líder. Pero lo más interesante no es tanto lo que dice la publicidad y la imagen del dueño de la revolución bolivariana. Mucho más apasionante es lo que se ve en el fondo: un mapa de América Latina. Al lado del rostro del presidente de Venezuela se leen las palabras “Argentina”, “Perú”, etc. Ya se hizo la anexión gráfica del continente gracias al sueño bolivariano que personaliza el comandante. Todo esto aparece en una especie de niebla roja donde se adivina otro Hugo Chávez, pero esta vez vestido de militar, con su boina roja de paracaidista y el brazo levantado del oficial en el momento de animar al ataque. El mensaje gráfico no puede ser más claro: hay dos Chávez, el que atiende a Venezuela y el que se proyecta hacia afuera. No se puede entender al primero sin saber que su actuación se ubica en el terreno que sueña conquistar el segundo: el continente.

En el avión de ida hacia Caracas acababa de descubrir (en una lectura atrasada) otra visión del mismo continente en el número del sábado 17 de junio del Financial Times. Su suplemento de fin de semana dedicaba dos páginas a una selección de libros con la buena idea de que es mejor leer novelas recientes que guías de viajes para preparar las vacaciones. Una selección de unos sesenta libros pretendía representar a todo el planeta. Para América Central y América del Sur había dos novelas: El cantor de tango, del argentino Tomas Eloy Martínez y Ciudad de Dios (Cidade de deus), del brasileño Paulo Lins, cuya traducción al inglés llegó con retraso. Es decir, música típica y violencia urbana como resumen de lo que es otro continente.

Hay que recordar unos datos sencillos: el sueño bolivariano de una América Latina transnacional es la historia del siglo XIX; y el tango y las favelas son herencias del siglo XX. Ambas visiones -la del líder que busca el “socialismo del siglo XXI” y la del diario del capitalismo europeo- son miradas atrasadas. Ven el continente en un retrovisor.

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21 de junio de 2006
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La coleccionista

No sé cómo me entró la curiosidad por los coleccionistas. Quizás porque aún tengo presente aquel cazador de lepidópteros que William Wyler disecó con fino bisturí en una película muy incorrecta para el actual marco teórico (o sea, “mundo”), a partir de una novela de John Fowles injustamente olvidada. Más exacta aún, la Collectionneuse, de Rohmer, sorteaba el crimen del macho, pero ponía en juego una sexualidad femenina que podía ser letal para sus presas. El caso es que llevo camino de coleccionar coleccionistas.

Es muy agradable la colección de Angela Rosengart, en Lucerna. Aunque la ciudad padece la erosión del turismo y hasta la más elegante y sólida de las construcciones humanas, las pirámides egipcias pongamos por caso, se abarata y dilapida con el turismo masivo, el circo de picos nevados que limita el lago de los Cuatro Cantones en la ciudad de los puentes pintados, es casi inexpugnable a la miseria.

En aquella ciudad apersonada y burguesa, Angela Rosengart mantiene dos museos y ambos son emocionantes. En el primero, el más pequeño y secreto, el Picasso Museum de la Furrengasse, ha reunido obra del malagueño, pero sobre todo la estupenda colección de fotografías que le hizo David Douglas Duncan.

(Nota al margen: A veces estoy tentado de incluir ilustraciones al texto, pero prefiero dejarlo en manos de los atentos lectores. De ese modo llueve del cielo alguna bendición. Ayer mismo, uno de nuestros colegas colgó la foto del archigoya de Zurich. Es de agradecer. A pesar de las apariencias, la soledad limita a ambos lados del blog y cuando se rompe aparecen en el firmamento las frías, las lejanas, las espléndidas estrellas).

Las fotos de Duncan, muy conocidas, persiguen a la pareja Picasso hasta que dejó de ser una pareja por orden de la Parca. Seguir ese trayecto terminal del pintor, por mucha antipatía que uno sienta hacia su carácter depredador, abre las carnes. La celebérrima imagen de Picasso iniciando un paso de minueto con los brazos en jarras y unos calzoncillos que le llegaban a la rodilla, da idea del excelente humor que le acompañó hasta la tumba.

La última fotografía de Jacqueline, al borde del suicidio tras la muerte de su pareja, cierra un ciclo de calidez doméstica evidente. Es casi imposible no caer en el sentimentalismo más blando ante semejante dolor. La desolación de la viuda nos invita, sin embargo, a respetar a Picasso sin negar su innegable egotismo. No sólo crueldad, también hubo alegría y gozo en la convivencia del coleccionista con sus presas.

El segundo museo, la Sammlung Rosengart de la Pilatusstrasse, ocupa un fenomenal edificio en la calle noble de la ciudad, comprado, restaurado, inventado y cuidado por Angela, la hija del marchante Siegfried Rosengart, el que fuera uno de los más importantes del mundo y (todavía) sin rastro de contaminación nazi. Hay allí algunas piezas esenciales de Picasso, como el Busto en gris de 1941 (Dora Maar) en donde puede observarse el grafismo del que surgirá todo Bacon, de pe a pa.

Junto a la tonelada de picassos, hay también ciento cincuenta obras de Klee que me confirman en una opinión que sólo puedo expresar en voz baja. El artista suizo pertenece a ese ámbito que en literatura se llama “infantil y juvenil”. Lo imagino como el émulo óptico de Siddharta, de Hesse, en sus momentos fantásticos; aunque también tiene sus Islas del Tesoro en los momentos imaginativos.

El museo, al que (pero eso le está sucediendo a casi todos los museos del mundo) le sobra un ochenta por ciento de la avejentadísima École de Paris (¡Dios mío qué lejos están los Dufy, los Utrillo, los Modigliani, del mundo actual!), es racional y luminoso. Su dueña, Angela Rosengart, no ha tenido descendencia. Trabajó junto a su padre desde que tuvo uso de razón. Muerto el padre, la colección es su familia. Acude todos los días y siempre se detiene, ora ante éste, ora ante aquel lienzo, con el que dialoga en silencio.

¿Cómo estás, querido? ¿Subo la calefacción? ¿Te han molestado las visitas? Sigues teniendo un aspecto espléndido, pero voy a llamar al médico para que te restaure esa esquina; la tienes un poco pelada. A pesar de los años que llevamos juntos cada día me descubres algo nuevo. ¡Oh, no exageres! He hecho lo que haría cualquier mujer en mi lugar. Etcétera.

Cuando percibí ese aroma de cuarto de los niños, esa broncínea protección, ese abrigo de todo mal, recordé a la baronesa Thyssen y su fiera defensa de la colección madrileña, contra el ayuntamiento de la capital. Estas mujeres defenderán a sus crías como tigresas. Recuerde el alma dormida a Lillian Gish con la escopeta sobre las rodillas en La noche del cazador y camine con paso liviano cualquiera que pise el recinto de los niños.

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21 de junio de 2006
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EL PRESTIGIO DEL RECUERDO

La memoria histórica cuenta con formidable prestigio. Un delirante y pernicioso prestigio si nos paramos a ver.

Bajo la tesis de que quien olvida la historia puede volver a incurrir en los mismos errores, la idea de recordar y cuanto más minuciosamente mejor, se ha instalado como incuestionable virtud. En el polo opuesto se coloca, por tanto, al olvido. El desmemoriado pasa por ser un trivial, cuando no un desalmado.

Se diría que la moral se funda en la memoria y la inmoralidad en el olvido. Quien perdona sólo puede salvarse si, simultáneamente, no olvida. Se sugiere de este modo que en los sujetos sin la debida densidad se borran las huellas del pasado, mientras que, por el contrario, las personas de valor guardan los recuerdos como grabaciones a sangre y fuego.

¿Debemos seguir alentando esta ecuación tan apropiada al medievo? En España que, a fuerza de crecer tan velozmente en lo económico ha pasado de largo la reflexión cultural moderna o posmoderna, se habla actualmente de una solemne Ley de la Memoria Histórica. ¿No se acordaban los españoles voluntariamente del pasado? Pues ahora vamos a acordarnos por imperativo legal.

El dictamen de la ley insiste en recordar y  recordar y cuantos más  asuntos de ignominia, injusticia, destrucción o muerte, mejor. En realidad pocas veces se exalta la memoria histórica para aumentar el gozo de vivir. La memoria ha adquirido una consideración tan grave que se emparenta sin dificultad con toda clase de tragedias, holocaustos,  cárceles, hambrunas,  represión y  guerras. De este modo la facultad memorística se comporta como una esponja que absorbe toda especie de amargura y baña el presente con sus secreciones. También, naturalmente, con el dolor de las pérdidas y, de paso, con el ferruginoso sabor de la venganza.

Gracias a la memoria podemos seguir odiando, gracias  a la memoria podemos continuar regurgitando y volviendo a paladear las ofensas, la ingratitud, las desdichas de cualquier género. 

¿La felicidad? Queda asumido que mientras la desventura llega hondo la felicidad es fugaz, resbaladiza y pasajera.  De este modo resulta la desgracia  de más fácil succión porque, en  general, nos hallamos –según la formación cristiana- más  instruidos en la recreación del dolor que del placer, aunque sea posible alguna narración fantástica. Sobre el abigarrado paraje del pasado, la memoria tiende a operar como una pala excavadora sobre una montaña de residuos y no será insólito que al igual que ocurre en los vertederos, el movimiento de su masa apeste.

Seguiremos hurgando.

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21 de junio de 2006
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Negros y blancos

Cuando Crash ganó el Oscar a la mejor película, lo único recordable de su triunfo fue la imagen de una Sandra Bullock rubia chillando de felicidad en las gradas del auditorio. Y luego, el silencio. Con premio y todo, ni los periódicos ni el público hablaron de esa película como hablaban de Brokeback mountain o Buenas noches y buena suerte, sus competidoras. Este año, las nominadas fueron todas producciones de gran calidad, sabor independiente –incluso la de Spielberg- e inédito interés por los temas sociales y políticos. De modo que la ganadora debía ser realmente excepcional. Pero aún después de la ceremonia, nadie parecía demasiado convencido. Las opiniones sobre la película oscilaban entre la indiferencia y el desinterés. Así que no fui a verla.

Sin embargo, ayer vi en el periódico que Crash sigue en cartelera tres meses después, lo cual representa un silencioso pero notable éxito. Y me decidí a comprobar por qué.

De arranque, el planteamiento es interesante. Se trata de una historia coral cuyos relatos giran en torno a la violencia racial en los EEUU. Algo así como Magnolia o Happiness en clave social. Como Traffic. Los personajes son todos víctimas y verdugos de los demás, y a pesar de que tienen buenas intenciones, terminan por hacerles daño casi sin querer, frecuentemente debido a la suma de estrepitosos malentendidos implicados en la relación entre negros y blancos.

Así funciona el policía que encarna Matt Dillon, que no consigue salvar a su padre enfermo de la burocracia de la seguridad social. Sus enfrentamientos con el estado le roban los ideales y lo llevan a desfogar sus frustraciones amparándose en su pequeño poder en las calles. Y también está el fiscal representado por Brendan Frasier, que en la primera escena es víctima de un asalto y en la segunda, trata de usar ese episodio para conseguir votos. O el cerrajero con la cabeza rapada y el tatuaje carcelario que resulta el mejor padre que una niña puede tener. Lección número uno del manual del guionista: personajes ricos, ambiguos, humanos. Aprobada.

La lección número dos del guión: una acción que atrape al espectador, también queda aprobada con sobresaliente. Durante toda la primera parte, la historia es trepidante, y cada escena nos deja sin respiración. Queremos saber qué ocurrirá con la historia a su regreso, pero también quedamos fascinados con la nueva historia que se desarrolla mientras tanto, y con los momentos en que las tramas se cruzan siempre sorprendentemente.

Cerca de la media hora final, casi todos los personajes tienen buenas razones para matarse entre ellos, y para colmo, van a hacerlo debido a una serie de tonterías y malentendidos. A estas alturas, uno está convencido de que Crash es el mejor filme social que ha visto en su vida. Y entonces, todo se viene abajo.

Conforme llega la hora de cerrar las historias, el funcionamiento del guión se vuelve mecánico. Los malos se tienen que volver buenos aunque sus actos sean inverosímiles. Y los buenos se tienen que redimir de sus malas acciones aunque para ello haga falta la magia (¡Sí, la magia!). Los personajes dejan de actuar según su lógica interna y comienzan a hacerlo por exigencia del libreto. Y, sobre todo, el libreto les exige un final feliz.

Y entonces, un acto sobrenatural salva una vida; el ladrón de coches no deja de odiar a los blancos pero se da cuenta de que los camboyanos viven peor que él; el brutal policía emprende una gesta heroica que, además, requiere una considerable dosis de casualidad; el esposo cobarde decide enfrentarse a la policía y justo entonces encuentra un policía idealista y comprensivo. Considerando que nos han vendido la historia como social y realista, es extraño que todos empiecen a actuar como en una película de Disney.

El director Paul Haggis era guionista del Crucero del amor (en España, Vacaciones en el mar) y ha dedicado la mayor parte de su carrera a la televisión. Claramente, las herramientas que maneja le permiten satisfacer al público familiar y por tanto a sus productores. Pero también consigue lo imposible: estropear una historia violenta y dura con un mensaje edulcorado: “en el fondo todos somos buenos, y la magia nos salvará”. Quizá esa facilidad de digestión sea la razón por la que recibió el Oscar, pero también es la razón de la indiferencia de los comentarios, porque al salir del cine, no te queda nada que discutir, nada que no hayas visto en los dibujos animados.

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20 de junio de 2006
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AMOR PROPIO

Entre las enseñanzas que se proponen impartirnos los libros de autoayuda, una de ellas tiene especial interés para la orientación personal. Se trata de tener presente en la interpelación con los demás que el otro, por regla general, habla de sí mismo sin importar que se refiera a un análisis  político, económico o a cualquier asunto de orden  personal, incluido desde luego el mundo de la persona que se tiene enfrente.  Efectivamente la egolatría tiene sus grados y su intensidad no se halla repartida por igual pero la mejor información sobre el  ser y el estar de cada uno se obtiene tanto por las preguntas  que responde como por las preguntas u observaciones que formula. La interrogación sobre si el otro de la pareja siente frío o calor informa sobre la sensación de frío o calor que el que interroga siente. Y así sucesivamente en casi todas las cosas.

Cuando las impresiones de ambos coinciden se goza el placer del parecido y la unión adelanta fácilmente, mientras las disidencias de percepción, aun menores,  son suficientes para crear un incómodo creciente y, al cabo, prácticamente insoportable. Uno tiene hambre y el otro no. El uno se ilusiona con un plan para ir al cine y el otro opina que es precisamente un día para salir al campo.  Adivinar sin esfuerzo el estado del otro es la mejor vía para fomentar el amor pero esto conlleva precisamente que la supuesta adivinación proceda de mi estado de ánimo. Si por este camino no hay complicidad, la alternativa se presenta larga e intrincada. Un amigo o un amante puede conocer a su partenaire mediante  la atención y la experiencia sistemáticas, pero ¿quién duda de que este proceso aumenta los débitos y los daños?

El buen conocimiento de los demás amigos y parientes requiere siempre interés y algún  denuedo pero el aprendizaje  de la persona más íntima puede ser una tarea insuperable si no la facilita  el parecido. Cabe, no hay duda, ir aprendiendo poco a poco la sensibilidad y preferencias del otro, tenerlas presentes como los contenidos de un libro pero incluso así  la memorización será tanto más fiel cuanto más se ame por apego. Porque ¿cómo amar al otro si sus diferencias nos bloquean? ¿Cómo saborear conjuntamente con paladares disidentes? ¿De qué manera progresar en la trabazón si los nudos no se potencian? 

El amor, se dice, es ciego. ¿Y sordo? ¿Y sin color, sin gusto, sin tacto específico? Todas las parejas que se mantienen juntas por un tiempo prolongado incluyen en su pegamento una suma importante del mismo bote. Somos de una determinada sustancia a la que natural y fatalmente amamos y sabemos amar o proteger mejor la materia que, de una u otra manera, la reproduce. Una proclama romántica exaltó  las pasiones entre caracteres opuestos y elevó este choque a la locura del amor. Pero, efectivamente, la locura que empezó siendo una gloria de la sinrazón acabará convirtiéndose en desesperación y angustia.

La diferencia es hermosa y posee actualmente un  prestigio insólito (precisamente  porque cada vez abunda menos) pero exige para su disfrute un alto grado de paciencia y civilización.  Una notable capacidad de  interpretación y  traducción más  una dosis importante de humildad y no menor proporción de equilibrio mental y  atracción por el sufrimiento.  ¿Hablo de mí? ¿Cómo podría escribirse de otro modo? ¿Cómo existiría la reflexión –la misma Filosofía, dice  Ortega- si no me refiero a mi intimidad? ¿Egoísmo? El egoísmo es el único ismo que lleva al altruismo. Como el amor propio constituye la base indispensable para amar. Nos enamoramos de verdad cuando nos sentimos inesperadamente enamorados de nosotros mismos y perdemos esta cristalización sentimental en el trance  que accidentalmente  rompe nuestra autoestima. Sólo nuestros ojos ven. Incluso en la máxima  poética que asegura ver a través de sus ojos.

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20 de junio de 2006
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Esta película ya la vi

La semana pasada hubo un día que amaneció estragado por la neblina. No se veía nada, pero de verdad. Desde mi séptimo piso, que habitualmente funciona como atalaya para ver el ancho cielo, y la alfombra de la ciudad, y la torre de la iglesia que está a dos cuadras, sólo veía niebla. Después dijeron por TV que habían cerrado los aeropuertos y hasta arriesgaron explicaciones científicas, pero todo lo que yo pensé entonces fue: “Uy. Parece la escena de Amarcord en que el viejito se pierde en la neblina y empieza a cuestionarse si habrá muerto. ¿Habré muerto yo también?”.

Me ocurre muy seguido esto de comparar situaciones por las que atravieso con escenas de películas, o de libros. Recuerdo aquella vez en Palestina, trabajando en un artículo para una revista española con mi amigo el fotógrafo Pasqual Górriz. Los disparos de los soldados israelíes nos habían obligado a parapetarnos detrás de un muro semiderruido; las balas silbaban a ambos flancos de la pared, e incluso pegaban contra el muro a nuestras espaldas, yo sentía la vibración de los impactos. Me quedé viendo las columnitas de polvo que levantaba cada tiro, pocos metros por delante nuestro, y todo lo que pensé fue: “Igualito que en la serie Combate”.

Puede que se trate de una deformación profesional, pero estoy seguro de que somos muchos los que tenemos este reflejo. A veces es muy útil, por ejemplo al atravesar situaciones de un profundo ridículo. Saber que Peter Sellers o Jim Carrey han sufrido cosas similares en tal o cual película me ayuda a aflojarme y a reírme de mí mismo –cosa que me resulta particularmente difícil, porque tengo una noción un tanto almidonada de mi propia dignidad. En las ocasiones en que mi vida corrió un riesgo serio, como la mencionada de Palestina, el reflejo me ayuda a conservar la calma: entro en una suerte de estado zen, como si viese la escena desde afuera, ¡como en una película!, y en esa calma preternatural no me cuesta nada decidir qué hacer; si hubiese desesperado entonces, estoy seguro de que ahora no estaría hablando de esta cuestión –ni de ninguna otra.

  Me gusta explicar el fenómeno de esta manera: yo creo que no hay nada más parecido a una obra de arte que la vida misma. Por eso la vivo de esa forma, como si la estuviese escribiendo o filmando a cada minuto. Y también es por eso que lamento que haya tantas obras truncadas por la violencia, o malogradas por la ignorancia: porque cada vida es una obra irrepetible, una oportunidad que es entonces o no será nunca.

A veces se trata de una comedia, a veces de una farsa, a veces de un drama y hasta de una tragedia. A menudo un día es nada más que un borrador, una página indigna que nos gustaría arrojar a la basura al terminar la jornada. Pero de tanto en tanto escribimos algo que vale la pena e incorporamos esa página al libro de nuestras vidas, y esa escena permanece con nosotros y con los nuestros para siempre.

Como los artistas de verdad, vivimos tratando de mejorar día tras día. Yo aliento la esperanza de llegar al final habiendo vivido una vida de esas que vale la pena ver, o leer; la esperanza, en suma, de haber convertido a mi vida en una buena obra.

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20 de junio de 2006
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