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Más sobre nazis y chorizos

El gran especialista sobre la sustracción disfrazada de compra, la subasta con historial falso, el simulacro de herencia y demás métodos para disimular las obras de arte robadas por los nazis a los coleccionistas judíos, Héctor Feliciano, me cuenta los problemas que tuvo para publicar su indispensable trabajo El museo desaparecido (Destino), un estudio pionero sobre el expolio.

La investigación le ocupó ocho años a lo largo de los cuales localizó dos mil obras considerables o muy considerables, expoliadas por los jerarcas del Reich. En ocasiones tuvo que convencer a las familias supervivientes de que, en efecto, tal o cual pieza era suya. No querían recuperar sus propiedades, no querían recordar nada, sólo deseaban olvidar. Mayor razón para insistir.

Cuando comenzó a proponer su manuscrito, hacia el año 2003, nadie se atrevía a editar el libro y se lo devolvían con las excusas más peregrinas. Realmente, ¿quién osaría desafiar a los museos más importantes y a las familias más poderosas del mundo? ¿Y con la acusación de aprovecharse de que el propietario estaba en peligro de muerte para comprar a bajo precio? ¿O haber sido engañados por subasteros prestigiosos o galeristas de fama internacional?

Ahora va por la quinta edición, pero tampoco en España encontraba editor hasta que se cruzó con el olfato de Basilio Baltasar. Cuando finalmente se editó en Francia, el libro tuvo un impacto sensacional. Gracias a su trabajo detectivesco hay ahora nuevos grupos de trabajo persiguiendo la huella del expolio. Simultáneamente, algunos gobiernos han decidido esclarecer este infame episodio.

La historia de cómo logró publicar su libro es una novela, y de ella me gusta especialmente el episodio francés, que fue el primero y decisivo.

El candidato natural era la editorial francesa por antonomasia, Gallimard, pero el jefe de ediciones, Pierre Nora, estaba casado con la directora general de los museos de Francia. Desde el interior, un amigo informó a Feliciano de que posiblemente los responsables contrataran el libro, pero con el propósito de meterlo en un cajón y olvidarlo durante un siglo.

Era de suponer. En uno de los capítulos Feliciano señala cuatrocientos objetos expoliados a familias judías que actualmente figuran en museos e instituciones franceses. Alguno en el mismísimo palacio de la Presidencia.

Recuperado su libro, logró por fin publicarlo en una pequeña editorial de entusiastas. Dos días después de aparecido, la primera página de Le Monde informaba sobre el asunto. Chirac se vio obligado a crear una comisión.

Imagino la satisfacción de Héctor, aunque él carraspea, sonríe modestamente, y agita un inexistente azucarillo en la taza de café vacía.

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30 de junio de 2006
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El Código Hockney

Pensemos en la Gioconda: la sutileza de su sonrisa, la mirada que persigue por la habitación al espectador del cuadro, la perfección de los volúmenes y las sombras. ¿Cuál es la magia, el secreto de ese cuadro que cambió la historia? Según David Hockney, que la Gioconda es la primera fotografía del mundo.

Y no es una metáfora. Hace cinco años, Hockney causó escándalo en el mundo de las artes plásticas con su libro Secret knowledge, en el que sostiene básicamente que los grandes pintores del Renacimiento no eran talentos revolucionarios, sino simplemente calcaban las figuras de imágenes fotográficas, lo mismo que usted o yo hacíamos para dibujar cuando teníamos cinco años.

Según esa tesis, es imposible explicar la perfección técnica de maestros como Van Eyck, Rembrandt o Velázquez sin tomar en cuenta el desarrollo de la óptica, que en el siglo XV también inicia su despegue gracias a la prosperidad económica. Como las artes y las ciencias eran compartidas por las mismas personas –recuérdese al versátil da Vinci- el conocimiento y la tecnología iban de la mano. Los genios de la pintura se ayudaron con lentes, espejos cóncavos y cámaras oscuras: proyectaban la imagen sobre un lienzo y trazaban sus contornos y sus sombras. Si la imagen era demasiado grande, la iban proyectando por fragmentos. Si demasiado pequeña, la ampliaban con espejos cóncavos. Todas esas técnicas eran secretos del gremio, por supuesto. Todos los magos ocultan sus trucos.

¿Evidencias? Hockney muestra dos retratos de mujer pintados por da Vinci. El primero es claramente plano: la sombra no está repartida con naturalidad, los rizos del pelo no son reales sino convencionales, como de molde. El rostro tiene un aire de irrealidad, como una caricatura. El segundo retrato es la Monalisa. Entre uno y otro media un año. Poco tiempo para cambiar tantas cosas.

Según Hockney, las grandes escuelas de la pintura se pueden distinguir por el tipo de artilugios ópticos que prefiere cada maestro: los claroscuros de Rembrandt, por ejemplo, delatan el uso de la cámara negra, en que la imagen resplandece rodeada de oscuridad. La abundancia de personajes zurdos de Caravaggio sugiere el recurso de los espejos. Las incoherencias de la perspectiva en Memling y Gisze hablan de imágenes que se han ido construyendo con distintas ópticas, no con un modelo estático frente al pintor.

Como era de esperarse, la tesis de Hockney causó indignación entre la crítica de arte. La revista ARC dedicó una extensa reseña a demoler cada punto de la tesis. Varios académicos argumentaron que Hockney no es capaz de pintar genialmente y, por tanto, pretende acabar con los genios basado en la peregrina noción de que, si él no puede, nadie puede. La propia Susan Sontag dijo que era como postular “que todos los grandes amantes de la historia han estado usando Viagra”.

Lo cierto es que la teoría de Hockney va mucho más allá de una descripción técnica: es un misil en la línea de flotación del arte entendido como inspiración. La aparente iluminación divina de los pintores, en Secret knowledge es reemplazada por un montón de cacharros tecnológicos, igual que la obligatoriedad de saber dibujar en el diseño moderno ha sido derrocada por las computadoras. Si Hockney tiene razón, ya no importa cuánto talento tienes, sino qué aparato te puedes comprar, una posibilidad que amenaza el propio sentido del arte y la subjetividad, y relega a los grandes pintores modernos al papel de calcadores de figuritas, no muy distintas que los tatuajes lavables.

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30 de junio de 2006
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Un adiós

No conocí a Fabián Bielinsky más que superficialmente. La última vez que lo vi fue durante el Festival de Cine de Mar del Plata, de cuyo jurado formaba parte: coincidimos en la puerta del hotel y bromeamos un poco con Ricardo Darín, que le estaba haciendo de chofer. Ese es el primer dolor que siento ante su muerte: el de la pena que produce en los amigos comunes, aquellos que conociéndolo gozaban de su afecto y de su respeto. El otro dolor, el de los familiares que dejó a los 47 años, no me atrevo siquiera a imaginarlo.

La suya fue una muerte temprana y por ende inesperada, de esas que producen el reflejo de la introspección: nos obliga a preguntarnos si estamos viviendo bien, porque mañana puede ser nuestro turno. ¿O acaso no estaba Fabián en su mejor momento, carreteando en la pista, preparando el gran despegue? Tan sólo dos películas, Nueve reinas y El aura, le habían bastado para proyectarse internacionalmente. Todos aquí estábamos convencidos de que lograría lo que quisiese, cuando lo quisiese. Tenía el talento, sí, pero ante todo tenía aquello que uno más agradece en un artista: visión.

El dolor que me toca es el de cinéfilo en general, y muy particularmente el de cinéfilo argentino. Fabián Bielinsky es de los pocos directores locales a los que respetaba de verdad, me habría encantado trabajar con él alguna vez. Utilizaba los géneros como herramientas, tal como hicieron siempre los cineastas más grandes: en sus manos eran recursos narrativos que le permitían interrogarse sobre la condición humana.

Sé que un día de estos voy a ver por la calle los afiches que anuncian las basuras que hay en la cartelera y las basuras que están por venir, y que entonces sentiré rabia por haberme perdido las películas futuras de Fabián, con las que contaba para reconciliarme con el cine: mis dientes van a rechinar, nada me fastidia más que la oportunidad malograda. Su muerte deja un hueco horrible en el cine argentino, del que se había convertido a la vez en pilar y en vanguardia; hoy amanecimos más pobres.

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30 de junio de 2006
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RAFAEL GUMUCIO VA DE VIAJE

Rafael Gumucio no es el único que se va de viaje. Un amigo me llevó ayer, en directo desde Santiago, el último libro del escritor chileno: Páginas coloniales (Mondadori). Es un libro de viaje. Un libro que revindica en una corta introducción la “superficialidad esencial” de lo que escriben los turistas sobre los lugares visitados. Una tarjeta postal como ilustración de tapa del libro confirma la declaración inicial: aquí se trata de los viajes de Gumucio, un escritor que pasó su infancia en París y vivió después en Barcelona, Madrid, Nueva York y, por supuesto, Santiago de Chile.

El libro cuenta con dos partes: “el nuevo viejo mundo” y “el viejo nuevo mundo”. Me detengo entre ambos mundos, es decir a mitad de lectura, pues hay cosas, hay muchas cosas en las primeras 78 páginas (el texto completo no supera las 150). Veamos punto por punto a dónde lleva la lectura de aquella primera parte.

1. Gumucio no es V.S. Naipaul. Dice que quiere serlo. Nunca se sabe. Pero por el momento le queda una larga caminata. Mezclar en una gran prosa reportaje, relato de viaje y reflexión sobre una historia individual sigue siendo un secreto de fabricación que solo conoce el premio nobel de literatura.

2. Aunque no es Naipaul, Gumucio tiene por lo menos un rasgo de Naipaul: la lucidez. Su arma descuartiza todo y permite ver lo que hay dentro.

3. Cuando Gumucio habla del “nuevo viejo mundo” hay que entender que su primera parte se dedica a Europa, un viejo mundo que quiere ser joven. Gertrude Stein decía al principio del siglo XX que su país, EE. UU., es “el país mas viejo del mundo” pues fue el primero en ponerse como meta ser moderno, tan eficiente como una fábrica. Ahora le toca el turno a Europa.

4. Gumucio escribe, con razón, “París es una idea blanca y redonda; Londres, un suburbio para marineros; Roma, un pueblito meridional de una coqueta falsa anarquía”. Pero lo mejor que entrega Gumucio es su visión de Madrid y Barcelona.

5. En Madrid, Gumucio es un “sudaca”. Habla la lengua, tiene la misma sangre, comparte la religión y el pasado. Aquellas semejanzas traen una consecuencia lógica: la ciudad le parece “indescifrable e incompatible”. Aunque ha entendido lo fundamental: Madrid está en Europa, es Europa. “Algo en este viejo mundo es completamente nuevo, y Madrid es el centro mismo de esta novedad”.

6. En Barcelona, Gumucio actúa como un charnego mal educado: dice la verdad. “Barcelona no está segura aún de ser Barcelona”... “los catalanes se preocupan exclusivamente de asegurarse de que son catalanes”... “Lanzarse al mundo pero protegido del mundo es el sueño catalán que se ha adueñado de Barcelona”.

7. Finalmente, Gumucio remata a la madre patria, España. “Ya no es el país que hacía llorar a Hemingway, ni a Neruda, la reserva ecológica de una cierta violencia y nobleza que la modernidad consumió”.

8. No se debe decir Gumucio sino Gumuzio, que fue el nombre de un pueblo vasco de la familia del autor al llegar a Chile.

9. Gumuzio se equivoca: no es viajero, es ensayista, entre los mejores.

10. Empiezo la segunda parte; salgo con Gumuzio para “el viejo nuevo mundo”.

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30 de junio de 2006
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Modelos para aplicar de inmediato

El general Otto Ruge, comandante de los ejércitos noruegos durante la invasión alemana, tiene en su haber el mérito de haber sido el único jefe de los ejércitos continentales que resistió a las tropas de Hitler durante casi sesenta días.

En Bélgica, en Holanda, los alemanes entraron como cuchillo caliente en bloque de mantequilla. El paseo francés duró veinticuatro horas y al entrar en París el honrado pueblo parisino regalaba baguettes y botellas de Burdeos a los oficiales de la wehrmacht para que se restauraran, o al menos así lo vio y escribió Léautaud en su fabuloso diario.

Otras naciones más despabiladas (o más egoístas, según se mire), como Suecia o Suiza, se mantuvieron neutrales, es decir, vendieron y compraron acero, carbón, wolframio, armas, obras de arte o munición a todos los contendientes, con la neutralidad exquisita del dinero, el cual, como se sabe, non olet.

En Noruega, y a pesar de que su ejército era diminuto (el propio Ruge, que tenía simpatías socialistas, lo había reducido en la década anterior), los soldados plantaron cara al invasor. Al parecer, Hitler se fue poniendo histérico a medida que pasaban los días y no llegaba la rendición. Lo tomó como un asunto personal. Había en Europa un enano capaz de desafiarle. Los teléfonos echaban fuego.

No sirvió de nada, dirán los cenizos, al final Ruge hubo de rendirse. No es cierto: sirvió para que todavía hoy, y a pesar de las disputas de los polemólogos sobre la resistencia de las fuerzas armadas noruegas, podamos decir que hubo un general y un ejército en la Europa continental que no se rindieron ante la Fatalidad, hasta que no hubo más remedio. Y que la pusieron de los nervios.

Hitler dando puñetazos sobre la mesa y soltando espumarajos por aquella boca que ya se han comido los gusanos, porque sus generales eran incapaces de aplastar a un mosquito nórdico. ¡Qué gozo!

Tras la victoria alemana, el general fue encarcelado. Desde la prisión escribió algunas hermosas cartas a sus hijos. En una de ellas decía que un ejército en inferioridad de condiciones siempre puede demostrar su valor mediante “el arte de retirarse lentamente”.

Retirarse lentamente. Lo más lentamente posible. Estas palabras del general Ruge las he tenido presentes durante años. Me parecen el mejor consejo que puede uno darse a sí mismo cuando el enemigo malo, el mayor de los enemigos, el decaimiento, avanza con sus divisiones panzer.

Algunos amigos sufren ya invasiones. Que imiten al general Ruge, que se retiren muy lentamente. Lo más lentamente posible.

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29 de junio de 2006
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Byron, el vampiro seductor

Todos conocemos a los vampiros de capa negra y traje de gala, caballeros atractivos de sienes platinadas y modales principescos. Pero ellos no fueron siempre así. Hasta el siglo XIX, en las leyendas eslavas y centroeuropeas, los vampiros eran figuras desagradables, apestosas y brutales, ratas humanas que se arrojaban contra sus víctimas con la misma elegancia de un murciélago ciego en una cueva. El vampiro tal y como lo conocemos hoy en día tiene un inventor que ha sido ignorado por la historia. Permítanme presentarles a John William Polidori.

Polidori había estudiado medicina, pero sus inquietudes literarias y esotéricas lo perseguían desde pequeño, y él procuraba fusionarlas con su profesión: por ejemplo, se graduó con una tesis sobre sonambulismo. Era el típico hombre que no se atreve a ser escritor, pero le encantaría. Con esos antecedentes, se sintió fascinado cuando, en 1816, Lord Byron lo invitó a acompañarle durante un viaje que cambiaría su vida. 

Byron era ya por entonces un hombre famoso y completamente insoportable, una diva de la poesía. Sus excentricidades eran conocidas en toda Europa, su afición al opio consumía el presupuesto de países enteros y su aura de sacerdote satánico le precedía a donde fuese. Polidori, un oscuro personajillo sin glamour ni talento, trató infructuosamente de imitarlo, pero sólo logró convertirse en el blanco perfecto de sus risas, su desprecio y su sarcasmo. El poeta llegó a asegurar que, si su secretario se arrojase por la borda, él “arrojaría una paja al agua para ver si es verdad que los ahogados se aferran a cualquier cosa”. La amiga de Byron, Mary Shelley, se refería a él como “el pobre Polidori”.   

Una famosa noche de junio, en Villa Diodati, tras una sesión de pipas humeantes y cuentos góticos, Lord Byron propone a sus invitados escribir historias de terror. Ahí nace el Frankenstein de Mary Shelley, pero también El vampiro, un cuento de Polidori acerca de un espectral lord y un joven que lo acompaña en un extraño viaje.

El vampiro de Polidori inaugura la larga estirpe que llega hasta nuestros días: un elegante aristócrata decadente y sensual en busca de pálidos cuellos que hipnotizar y morder. Stoker reciclará esta figura en su novela. Pero el inventor fue el pobre Polidori.

El mismo Polidori vampirizó a Byron, clara inspiración de su letal personaje. Para que no cupiese duda, hasta lo bautizó como Lord Ruthven, el nombre que una ex amante de Byron le había puesto al poeta en unas vengativas memorias. Pero Polidori se intoxicó con la misma sangre que chupaba: Por un sospechoso malentendido del editor, El vampiro se publicó como una obra del propio Byron, arrebatándole al autor sus únicos quince minutos de gloria literaria, y la única de sus obras que resultaría influyente en la narrativa posterior.   

Tras ser despedido del servicio del poeta, Polidori es arrestado en Milán y posteriormente expulsado de la ciudad. Hace un esfuerzo por ingresar en el monasterio de Ampleforth, pero el prior considera que sus escandalosas amistades literarias lo descalifican para el sagrado ministerio. En adelante, publica algunos trabajos de gran ambición que pasan desapercibidos, y que ni siquiera han sido traducidos al español. Finalmente, el 27 de agosto de 1821 decide poner fin a sus días ingiriendo ácido prúsico, veneno inventado por el alquimista Konrad Dippel, en quien Mary Shelley se inspirara para crear su doctor Frankenstein.

La triste historia de John William Polidori resume el destino común de los vampiros y los escritores: arrebatar la vida ajena para sobrevivir, ser incapaces de distinguir lo que está vivo de lo que no, y sobre todo, tener la necesidad de destruir lo que aman y amar lo que destruyen, como a Byron, a las mujeres de pálidos cuellos o a la realidad.

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29 de junio de 2006
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EN LLAMAS O LLANTOS

La gran tendencia son los conciertos en vivo. La agonía del disco a manos de la copia pirata y las descargas desde la red han promovido la organización de conciertos para compensar el descenso de ingresos. Pero, con todo, los conciertos no gozarían de este boom si no existiera público propenso a disfrutarlos.

Mucho público, decenas de millones de espectadores, miles de millones de recaudación. Exactamente, según la revista Pollstar, la venta de entradas para los 100 principales conciertos en Estados Unidos llegó en 2005 al récord de 3.100 millones de dólares y el precio del ticket no ha dejado de crecer. 

¿Se paga por ver y escuchar a los ídolos en vivo? Sin duda. Pero, a la vez, se paga por hallarse juntos y a la vez. Los jóvenes actuales –y los adultos-  no tienden a comprometerse con casi nada pero aman implicarse en casi todo. La implicación se distingue del compromiso en que, de un lado, se trata de un lazo más laxo  y, de otro, menos prolongado. El tiempo ha pasado a convertirse en una sucesión de segmentos y no, como antes, en un proyecto hasta el fin. En cada segmento cabe  un argumento, una experiencia, una sorpresa, un voluntariado, un show con los demás.

La colectividad, que apestaba hace unos años con el reino superindividualista, adquiere naturaleza positiva si la inmersión en ella es sólo episódica o circunstancial. Hoy apenas se baila ya en parejas aisladas. Todos los bailes en pareja pertenecen a un mundo perdido, al aire de otra época. La forma del baile actual es la experiencia del ritmo en colectividad. De este modo la comunidad se degusta sin provocar rechazo,  se paladea sin sentir el asco que desprenden las muchedumbres tras pasar  algunas horas. La rebelión de las masas, los movimientos de masas, la producción o política de masas ha caducado y su naturaleza se recicla en las fiestas rave: la modalidad que transmuta al gentío en orgía. El número desbordante de asistentes pegados unos a otros compone un suceso que aumenta la excepcionalidad del espectáculo. El tronar de los bafles se dobla en el batir de la multitud. La proporción del acontecimiento se corona en el mismo monte de la emoción compartida. 

De esta forma ocurre  con la retransmisión del Mundial en pantalla gigante.  El modelo del concierto en vivo se reproduce con las congregaciones en las plazas públicas y ante las grandes pantallas. Los futbolistas y el árbitro adquieren una escala superior y con ella crecen los asistentes. La escena se alza ante una multitud que debe su tamaño final a la correspondencia con la desaforada dimensión de las pantallas. A mayor escenificación mayor mitificación.

El gigantismo de las  pantallas actúa como una metáfora de la expectación y la expectación se ajusta a la directiva de la proyección. La representación y la presentación se unen para alcanzar la explosión. El público se implica para lograr una masa crítica que explota. En esa experiencia todos saltamos por el aire. Saltamos antes de explotar para inducir la explosión y saltamos explotando: en llamas o en llanto.

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29 de junio de 2006
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El aura de Ricardo Darín

¿Qué es lo que busca uno en un actor? Cuando uno está sentado en la butaca, o frente a la pantalla de la TV, lo que busca es un vehículo, una nave a la que subirse para emprender el viaje. Si esta nave es defectuosa, o carece de atractivo, el viaje será abortado, o aunque aceptemos partir lo haremos sin grandes expectativas de llegar a destino. Quiero decir: existe un pacto tácito entre el protagonista y el espectador. Aunque nunca nos mire a los ojos, aunque nunca formule la promesa, el protagonista de la obra o de la película o de la serie nos está invitando a jugar con él, nos está prometiendo que la travesía valdrá la pena. Y por eso su rol es tan trascendente: si no confiamos en esa nave, si no suscribimos el pacto, no habrá guión ni dirección que garanticen el milagro.

Este salto de fe es todavía más difícil cuando uno debe elegir al actor para su propia obra o guión. Es casi como pedir a alguien en matrimonio. En el momento en que la propuesta quede sellada, uno habrá descartado todas las otras posibilidades que antes tenía, clausurado todos los otros caminos, para jugarse por esta única opción: la felicidad apostada a una única ficha. Por eso el proceso de casting puede ser tan tortuoso. Si uno escribe personajes tan complejos y multidimensionales como los que a mí me salen, para bien y para mal, lo que uno demanda de su socio-actor es tortuoso de tan exigente. Pero en fin, no me puedo quejar. Leonardo Sbaraglia en Plata quemada resultó asombroso: el Nene era brutal y tierno a la vez, infernal y angélico a la vez, violento y enamorado a la vez. Flora Martínez en Rosario Tijeras también fue prodigiosa: bella e inteligentísima a la vez, frágil y fuerte a la vez, un personaje más grande que la vida.

Se me ocurrió todo esto porque pensaba en Ricardo Darín. Tengo muchas ganas de ver La educación de las hadas, que acaba de salir a la calle en España, pero vaya a saber Dios cuándo se estrenará en la Argentina. Mi experiencia con Ricardo se reduce a Kamchatka, en la que interpretaba un papel que en rigor era secundario pero cuya importancia era crucial: visto a través de los ojos del niño Harry, el papá que hacía Ricardo debía ser en la superficie un hombre amable y juguetón, pero debía también transmitir el temor que sentía en plena persecución dictatorial, y el amor insano que sentía ante sus hijos, y el dolor ante la pérdida, sin que el guión le proporcionase una línea de diálogo en la que apoyarse o una situación reveladora. Marcelo Piñeyro y yo le propusimos una tarea quimérica y Ricardo nos tumbó de culo: hizo todo lo que soñábamos y aún más, como los grandes de verdad.

Siempre me hace pensar en aquellos inolvidables actores italianos, los Gassman, Sordi, Mastroianni, capaces de brillar en el drama y en la comedia por igual, de interpretar ganadores y perdedores, héroes y villanos, timoratos y desalmados, sin dejar nunca de subirnos a su nave. Pienso en el timador timado de Nueve reinas, en el vencedor vencido de Luna de Avellaneda, en el hombre suspendido de El aura, todos distintos entre sí como sol y luna y aun así despegándose de la pantalla con la misma humanidad, como si lo viésemos a él, y tan sólo a él, con los anteojitos que se usan para percibir una tercera dimensión.

¿Sería una temeridad de mi parte pensar que a pesar de todas estas actuaciones todavía no dio con el papel, el personaje que lo instale para siempre en la consciencia de la gente? Porque Bogart hizo muchas películas buenas y todavía hoy es el Rick Blaine de Casablanca, y Dustin Hoffman filmó peliculones pero sigue siendo Ratso Rizzo, y Al Pacino es Al Pacino pero nunca dejará de ser Michael Corleone, y Harrison Ford triunfó muchas veces pero para nosotros sigue siendo Indiana Jones. No lo sé. Lo más probable es que se trate de una excusa que me invento para seguir pensando que la mejor película de Ricardo siempre será la que viene. Porque, qué quieren que les diga, para mí Darín todavía está calentando motores.

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29 de junio de 2006
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LA MUERTE DE LA SOLEDAD

Otra vez. El tema es ineludible. Apareció con el ordenador Apple II, la primera máquina que se podía utilizar de manera eficiente para escribir un texto de una “nueva” manera. Es decir copiar, cortar y pegar, reduciendo el texto al destino de la masa entre las manos del panadero: una materia que puede ir en cualquier molde. Umberto Eco, que algo sabe de las bibliotecas de la edad media, no se detuvo al decir que escribir así era volver a la época en que los libros se copian a mano. Una época que no contaba con autores, y tampoco con libros, pues el copista hacía lo que le daba la gana y su lector nunca sabía si tenía una copia fiel en sus manos.

El presente digital se parece tanto al pasado medieval que ya hay gente que quiere huir del futuro. El novelista John Updike, por ejemplo: “los lectores y los escritores, dice, se acercan a la condición del resistente, del ermitaño que se niega a salir para jugar bajo el sol electrónico de la aldea post-Gutenberg”. La frase pertenece a la conferencia que dio Updike el mes pasado en Washington en la Book Expo, una feria del libro. La verdad es que Updike no ha dado una conferencia, más bien ha dado el pésame al mundo que fue el suyo a lo largo de una digna carrera de escritor y crítico. Su texto es reproducido tanto en el New York Times en EE. UU. como en el Daily Telegraph del Reino Unido; es decir, en el corazón del establishment que se siente acorralado por la digitalización de todos los contenidos culturales (texto, sonido, imagen).

Espero que se traduzca el texto de Updike al español. Muestra el mundo de los libros en un espejo que corresponde a la definición de Jean Cocteau: “una puerta por donde entra la muerte”. La muerte de los que rechazan cualquier cambio en un mundo trastornado. El texto ofrece tanto la expresión de un sufrimiento real como el síntoma de un desconocimiento de lo que viene. Updike habla desde el baluarte de la resistencia a los bárbaros. Para él, una librería es la última trinchera en la defensa de la civilización frente a los destripadores de textos. Los que pueden torcer, mezclar y acortar textos para producir un contenido que corresponde a sus deseos, tal como se hace el remix de una o varias canciones. Fantasma de una literatura tratada como una canción barata.

No puede ser más distinta la visión del periodista Juan Varela, cuyo blog es el mensaje de un profeta. Lo revisé después de leer a Updike. Como siempre, había post -«Marketing digital por la literatura» o «Más libros libres»- que son manifiestos anti-Updike. Resumo su visión de hace unas semanas en "El futuro digital en la red" y puedo entender que algunos no se fían de sus ideas. La verdad es que no basta la confirmación de los pronósticos tanto de uno como del otro.

¿De qué se trata de verdad, ¿qué esperamos cuando hablamos del futuro de la literatura? La respuesta es sencilla: no queremos solamente papel o pantalla sino calidad. Un blog, para hablar del universo en el que estoy, no es más que una herramienta. Puede ser lo peor o lo mejor. Acabo de leer una maravillosa evaluación en inglés de lo que ofrecen los blogs. Su autor, Alan Jacobs, opina que el blog es el amigo de la información y el enemigo del pensamiento. Vale la pena leerlo en detalle. Se verá que llega por un camino extraño a la misma conclusión que Updike cuando este recuerda que leer un libro es una experiencia individual, la confrontación de un lector con un texto: «Comunicación desde una persona hacia otra persona».

Aquella relación cerrada no está garantizada en un mundo de lectores y escritores que viven en una red compartida. Entonces, Jacobs expresa el mismo temor –que se podría llamar el miedo a la muerte de la soledad- al notar que lo peor de los blogs es que su tecnología no hace diferencia entre lo mediocre y lo sublime. Genios y oligofrénicos comparten la misma página. “No hay privacidad, toda conversación es totalmente pública”, añade Jacobs. Utiliza una citación muy acertada de Charlie Brown, el héroe de los cómics: “Amo a la humanidad, es la gente que no me gusta”. Y no lo vamos a negar, Charlie, somos muchos, ya, en la blogosfera.

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28 de junio de 2006
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Un rincón de Lima en el corazón de Barcelona

Odio el fútbol. O por lo menos, no consigo conmoverme con él. Frente a un partido, no veo a dos equipos decidiendo su destino, sino a 22 tipos en pantalón corto persiguiendo una pelota como si tuviesen cinco años. Por eso, soy el típico televidente que no quieres tener a tu lado durante el juego: el que dice cosas como “qué aburrido”, “¿y si ponemos la telenovela?” o “¿Qué? ¿Esperaban ganar? Háganme el favor”.

Soy conciente de esa debilidad, y de que supone molestias para los demás y un riesgo para mi propia integridad física. Por eso, evito ver fútbol con los implicados. Si juega Perú, trato de verlo con españoles. Si juega el Barça, procuro estar acompañado de latinoamericanos. Y por supuesto, fiel a mí mismo, decidí ver el partido España-Francia rodeado de peruanos, en el barrio barcelonés de Gracia.

Al principio, todo parecía normal. Nadie se mostraba excepcionalmente fan de ninguno de los dos equipos, de modo que se ahorraban tensiones innecesarias. Súbitamente, cuando Francia hizo el primer gol, el edificio se sacudió con el grito de emoción. Era muy extraño, porque el gol de España no había sonado tan alto.

-¿Por qué gritan el gol de Francia? –pregunté inocentemente.
-El bar de enfrente es francés –me respondió mi anfitrión- y el resto del edificio son estudiantes extranjeros. Pero los vecinos de arriba, los que han gritado más fuerte, son unos catalanes bien nacionalistas. Están a favor de todos los que se enfrenten con España. Hasta a Ucrania la festejaban.

Conforme transcurría el partido fui totalmente incapaz de comprender nada que tuviese que ver con estrategia futbolística, pero me conmovió la cara de Raúl cuando lo cambiaron, y luego, desde el banquillo. Era el rostro de un hombre que sabía que jugaba por última vez en un mundial, y que ni siquiera conseguía terminar el partido. Había en sus ojos suficiente derrota para los octavos y los cuartos de final.

Pronto descubrí que el más eufórico defensor de Francia era precisamente el único español del salón: un tal Álex, que no era catalán. De hecho, no sé de dónde era: se definió como militante ecologista.

-¿Y tú por qué no estás con tu equipo?
-No tengo nada contra España en sí. Pero este equipo francés es de izquierdas: Makelele, Zidane, Vieira, ahí no hay ni dios que tenga un apellido francés. Todos son inmigrantes. En cambio, la selección española está llena de Luis Garcías, Joaquines y Raúles. Me parece un equipo nacional-catolicista.
-¡Pero esto es fútbol!       
-A mí me da igual el fútbol. Lo mío es el antifascismo, tío.
-Ya.

El gol de Vieira, a diez minutos del final, volvió a sonar fuerte, pero sobre todo, le dio al partido una intensidad dramática que no había tenido. Y luego, con toda España volcada en el ataque, vino Zidane y disparó el tiro de gracia. Entonces, un chico dijo:

-Ha sido una bella venganza: Zidane, que todos decían que estaba acabado, que ya estaba demasiado viejo, viene en el último minuto, deja atrás a Pujol, el capitán del Barcelona, y mete un golazo como en sus mejores tiempos. Esos son los momentos que definen la vida de un hombre.

El chico estaba al borde de las lágrimas.

El partido no duró mucho más, ni hubo celebración en las calles, claro. En la pantalla, Zidane trataba de consolar a Raúl, su compañero en el Real Madrid. Mientras tanto, los peruanos comentaban que a España le pasa lo que a Perú: siempre parece que ahora sí lo logrará, y cuando al fin consigue convencernos a todos, pierde. 

A mí me habría gustado ver ganar a España. Pero más allá del resultado, creo que empiezo a entender de qué se trata esto del fútbol.

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28 de junio de 2006
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