Marcelo Figueras
No conocí a Fabián Bielinsky más que superficialmente. La última vez que lo vi fue durante el Festival de Cine de Mar del Plata, de cuyo jurado formaba parte: coincidimos en la puerta del hotel y bromeamos un poco con Ricardo Darín, que le estaba haciendo de chofer. Ese es el primer dolor que siento ante su muerte: el de la pena que produce en los amigos comunes, aquellos que conociéndolo gozaban de su afecto y de su respeto. El otro dolor, el de los familiares que dejó a los 47 años, no me atrevo siquiera a imaginarlo.
La suya fue una muerte temprana y por ende inesperada, de esas que producen el reflejo de la introspección: nos obliga a preguntarnos si estamos viviendo bien, porque mañana puede ser nuestro turno. ¿O acaso no estaba Fabián en su mejor momento, carreteando en la pista, preparando el gran despegue? Tan sólo dos películas, Nueve reinas y El aura, le habían bastado para proyectarse internacionalmente. Todos aquí estábamos convencidos de que lograría lo que quisiese, cuando lo quisiese. Tenía el talento, sí, pero ante todo tenía aquello que uno más agradece en un artista: visión.
El dolor que me toca es el de cinéfilo en general, y muy particularmente el de cinéfilo argentino. Fabián Bielinsky es de los pocos directores locales a los que respetaba de verdad, me habría encantado trabajar con él alguna vez. Utilizaba los géneros como herramientas, tal como hicieron siempre los cineastas más grandes: en sus manos eran recursos narrativos que le permitían interrogarse sobre la condición humana.
Sé que un día de estos voy a ver por la calle los afiches que anuncian las basuras que hay en la cartelera y las basuras que están por venir, y que entonces sentiré rabia por haberme perdido las películas futuras de Fabián, con las que contaba para reconciliarme con el cine: mis dientes van a rechinar, nada me fastidia más que la oportunidad malograda. Su muerte deja un hueco horrible en el cine argentino, del que se había convertido a la vez en pilar y en vanguardia; hoy amanecimos más pobres.