Odio el fútbol. O por lo menos, no consigo conmoverme con él. Frente a un partido, no veo a dos equipos decidiendo su destino, sino a 22 tipos en pantalón corto persiguiendo una pelota como si tuviesen cinco años. Por eso, soy el típico televidente que no quieres tener a tu lado durante el juego: el que dice cosas como “qué aburrido”, “¿y si ponemos la telenovela?” o “¿Qué? ¿Esperaban ganar? Háganme el favor”.
Soy conciente de esa debilidad, y de que supone molestias para los demás y un riesgo para mi propia integridad física. Por eso, evito ver fútbol con los implicados. Si juega Perú, trato de verlo con españoles. Si juega el Barça, procuro estar acompañado de latinoamericanos. Y por supuesto, fiel a mí mismo, decidí ver el partido España-Francia rodeado de peruanos, en el barrio barcelonés de Gracia.
Al principio, todo parecía normal. Nadie se mostraba excepcionalmente fan de ninguno de los dos equipos, de modo que se ahorraban tensiones innecesarias. Súbitamente, cuando Francia hizo el primer gol, el edificio se sacudió con el grito de emoción. Era muy extraño, porque el gol de España no había sonado tan alto.
-¿Por qué gritan el gol de Francia? –pregunté inocentemente.
-El bar de enfrente es francés –me respondió mi anfitrión- y el resto del edificio son estudiantes extranjeros. Pero los vecinos de arriba, los que han gritado más fuerte, son unos catalanes bien nacionalistas. Están a favor de todos los que se enfrenten con España. Hasta a Ucrania la festejaban.
Conforme transcurría el partido fui totalmente incapaz de comprender nada que tuviese que ver con estrategia futbolística, pero me conmovió la cara de Raúl cuando lo cambiaron, y luego, desde el banquillo. Era el rostro de un hombre que sabía que jugaba por última vez en un mundial, y que ni siquiera conseguía terminar el partido. Había en sus ojos suficiente derrota para los octavos y los cuartos de final.
Pronto descubrí que el más eufórico defensor de Francia era precisamente el único español del salón: un tal Álex, que no era catalán. De hecho, no sé de dónde era: se definió como militante ecologista.
-¿Y tú por qué no estás con tu equipo?
-No tengo nada contra España en sí. Pero este equipo francés es de izquierdas: Makelele, Zidane, Vieira, ahí no hay ni dios que tenga un apellido francés. Todos son inmigrantes. En cambio, la selección española está llena de Luis Garcías, Joaquines y Raúles. Me parece un equipo nacional-catolicista.
-¡Pero esto es fútbol!
-A mí me da igual el fútbol. Lo mío es el antifascismo, tío.
-Ya.
El gol de Vieira, a diez minutos del final, volvió a sonar fuerte, pero sobre todo, le dio al partido una intensidad dramática que no había tenido. Y luego, con toda España volcada en el ataque, vino Zidane y disparó el tiro de gracia. Entonces, un chico dijo:
-Ha sido una bella venganza: Zidane, que todos decían que estaba acabado, que ya estaba demasiado viejo, viene en el último minuto, deja atrás a Pujol, el capitán del Barcelona, y mete un golazo como en sus mejores tiempos. Esos son los momentos que definen la vida de un hombre.
El chico estaba al borde de las lágrimas.
El partido no duró mucho más, ni hubo celebración en las calles, claro. En la pantalla, Zidane trataba de consolar a Raúl, su compañero en el Real Madrid. Mientras tanto, los peruanos comentaban que a España le pasa lo que a Perú: siempre parece que ahora sí lo logrará, y cuando al fin consigue convencernos a todos, pierde.
A mí me habría gustado ver ganar a España. Pero más allá del resultado, creo que empiezo a entender de qué se trata esto del fútbol.