Todos conocemos a los vampiros de capa negra y traje de gala, caballeros atractivos de sienes platinadas y modales principescos. Pero ellos no fueron siempre así. Hasta el siglo XIX, en las leyendas eslavas y centroeuropeas, los vampiros eran figuras desagradables, apestosas y brutales, ratas humanas que se arrojaban contra sus víctimas con la misma elegancia de un murciélago ciego en una cueva. El vampiro tal y como lo conocemos hoy en día tiene un inventor que ha sido ignorado por la historia. Permítanme presentarles a John William Polidori.
Polidori había estudiado medicina, pero sus inquietudes literarias y esotéricas lo perseguían desde pequeño, y él procuraba fusionarlas con su profesión: por ejemplo, se graduó con una tesis sobre sonambulismo. Era el típico hombre que no se atreve a ser escritor, pero le encantaría. Con esos antecedentes, se sintió fascinado cuando, en 1816, Lord Byron lo invitó a acompañarle durante un viaje que cambiaría su vida.
Byron era ya por entonces un hombre famoso y completamente insoportable, una diva de la poesía. Sus excentricidades eran conocidas en toda Europa, su afición al opio consumía el presupuesto de países enteros y su aura de sacerdote satánico le precedía a donde fuese. Polidori, un oscuro personajillo sin glamour ni talento, trató infructuosamente de imitarlo, pero sólo logró convertirse en el blanco perfecto de sus risas, su desprecio y su sarcasmo. El poeta llegó a asegurar que, si su secretario se arrojase por la borda, él “arrojaría una paja al agua para ver si es verdad que los ahogados se aferran a cualquier cosa”. La amiga de Byron, Mary Shelley, se refería a él como “el pobre Polidori”.
Una famosa noche de junio, en Villa Diodati, tras una sesión de pipas humeantes y cuentos góticos, Lord Byron propone a sus invitados escribir historias de terror. Ahí nace el Frankenstein de Mary Shelley, pero también El vampiro, un cuento de Polidori acerca de un espectral lord y un joven que lo acompaña en un extraño viaje.
El vampiro de Polidori inaugura la larga estirpe que llega hasta nuestros días: un elegante aristócrata decadente y sensual en busca de pálidos cuellos que hipnotizar y morder. Stoker reciclará esta figura en su novela. Pero el inventor fue el pobre Polidori.
El mismo Polidori vampirizó a Byron, clara inspiración de su letal personaje. Para que no cupiese duda, hasta lo bautizó como Lord Ruthven, el nombre que una ex amante de Byron le había puesto al poeta en unas vengativas memorias. Pero Polidori se intoxicó con la misma sangre que chupaba: Por un sospechoso malentendido del editor, El vampiro se publicó como una obra del propio Byron, arrebatándole al autor sus únicos quince minutos de gloria literaria, y la única de sus obras que resultaría influyente en la narrativa posterior.
Tras ser despedido del servicio del poeta, Polidori es arrestado en Milán y posteriormente expulsado de la ciudad. Hace un esfuerzo por ingresar en el monasterio de Ampleforth, pero el prior considera que sus escandalosas amistades literarias lo descalifican para el sagrado ministerio. En adelante, publica algunos trabajos de gran ambición que pasan desapercibidos, y que ni siquiera han sido traducidos al español. Finalmente, el 27 de agosto de 1821 decide poner fin a sus días ingiriendo ácido prúsico, veneno inventado por el alquimista Konrad Dippel, en quien Mary Shelley se inspirara para crear su doctor Frankenstein.
La triste historia de John William Polidori resume el destino común de los vampiros y los escritores: arrebatar la vida ajena para sobrevivir, ser incapaces de distinguir lo que está vivo de lo que no, y sobre todo, tener la necesidad de destruir lo que aman y amar lo que destruyen, como a Byron, a las mujeres de pálidos cuellos o a la realidad.