Marcelo Figueras
¿Qué es lo que busca uno en un actor? Cuando uno está sentado en la butaca, o frente a la pantalla de la TV, lo que busca es un vehículo, una nave a la que subirse para emprender el viaje. Si esta nave es defectuosa, o carece de atractivo, el viaje será abortado, o aunque aceptemos partir lo haremos sin grandes expectativas de llegar a destino. Quiero decir: existe un pacto tácito entre el protagonista y el espectador. Aunque nunca nos mire a los ojos, aunque nunca formule la promesa, el protagonista de la obra o de la película o de la serie nos está invitando a jugar con él, nos está prometiendo que la travesía valdrá la pena. Y por eso su rol es tan trascendente: si no confiamos en esa nave, si no suscribimos el pacto, no habrá guión ni dirección que garanticen el milagro.
Este salto de fe es todavía más difícil cuando uno debe elegir al actor para su propia obra o guión. Es casi como pedir a alguien en matrimonio. En el momento en que la propuesta quede sellada, uno habrá descartado todas las otras posibilidades que antes tenía, clausurado todos los otros caminos, para jugarse por esta única opción: la felicidad apostada a una única ficha. Por eso el proceso de casting puede ser tan tortuoso. Si uno escribe personajes tan complejos y multidimensionales como los que a mí me salen, para bien y para mal, lo que uno demanda de su socio-actor es tortuoso de tan exigente. Pero en fin, no me puedo quejar. Leonardo Sbaraglia en Plata quemada resultó asombroso: el Nene era brutal y tierno a la vez, infernal y angélico a la vez, violento y enamorado a la vez. Flora Martínez en Rosario Tijeras también fue prodigiosa: bella e inteligentísima a la vez, frágil y fuerte a la vez, un personaje más grande que la vida.
Se me ocurrió todo esto porque pensaba en Ricardo Darín. Tengo muchas ganas de ver La educación de las hadas, que acaba de salir a la calle en España, pero vaya a saber Dios cuándo se estrenará en la Argentina. Mi experiencia con Ricardo se reduce a Kamchatka, en la que interpretaba un papel que en rigor era secundario pero cuya importancia era crucial: visto a través de los ojos del niño Harry, el papá que hacía Ricardo debía ser en la superficie un hombre amable y juguetón, pero debía también transmitir el temor que sentía en plena persecución dictatorial, y el amor insano que sentía ante sus hijos, y el dolor ante la pérdida, sin que el guión le proporcionase una línea de diálogo en la que apoyarse o una situación reveladora. Marcelo Piñeyro y yo le propusimos una tarea quimérica y Ricardo nos tumbó de culo: hizo todo lo que soñábamos y aún más, como los grandes de verdad.
Siempre me hace pensar en aquellos inolvidables actores italianos, los Gassman, Sordi, Mastroianni, capaces de brillar en el drama y en la comedia por igual, de interpretar ganadores y perdedores, héroes y villanos, timoratos y desalmados, sin dejar nunca de subirnos a su nave. Pienso en el timador timado de Nueve reinas, en el vencedor vencido de Luna de Avellaneda, en el hombre suspendido de El aura, todos distintos entre sí como sol y luna y aun así despegándose de la pantalla con la misma humanidad, como si lo viésemos a él, y tan sólo a él, con los anteojitos que se usan para percibir una tercera dimensión.
¿Sería una temeridad de mi parte pensar que a pesar de todas estas actuaciones todavía no dio con el papel, el personaje que lo instale para siempre en la consciencia de la gente? Porque Bogart hizo muchas películas buenas y todavía hoy es el Rick Blaine de Casablanca, y Dustin Hoffman filmó peliculones pero sigue siendo Ratso Rizzo, y Al Pacino es Al Pacino pero nunca dejará de ser Michael Corleone, y Harrison Ford triunfó muchas veces pero para nosotros sigue siendo Indiana Jones. No lo sé. Lo más probable es que se trate de una excusa que me invento para seguir pensando que la mejor película de Ricardo siempre será la que viene. Porque, qué quieren que les diga, para mí Darín todavía está calentando motores.