Vicente Verdú
Entre las enseñanzas que se proponen impartirnos los libros de autoayuda, una de ellas tiene especial interés para la orientación personal. Se trata de tener presente en la interpelación con los demás que el otro, por regla general, habla de sí mismo sin importar que se refiera a un análisis político, económico o a cualquier asunto de orden personal, incluido desde luego el mundo de la persona que se tiene enfrente. Efectivamente la egolatría tiene sus grados y su intensidad no se halla repartida por igual pero la mejor información sobre el ser y el estar de cada uno se obtiene tanto por las preguntas que responde como por las preguntas u observaciones que formula. La interrogación sobre si el otro de la pareja siente frío o calor informa sobre la sensación de frío o calor que el que interroga siente. Y así sucesivamente en casi todas las cosas.
Cuando las impresiones de ambos coinciden se goza el placer del parecido y la unión adelanta fácilmente, mientras las disidencias de percepción, aun menores, son suficientes para crear un incómodo creciente y, al cabo, prácticamente insoportable. Uno tiene hambre y el otro no. El uno se ilusiona con un plan para ir al cine y el otro opina que es precisamente un día para salir al campo. Adivinar sin esfuerzo el estado del otro es la mejor vía para fomentar el amor pero esto conlleva precisamente que la supuesta adivinación proceda de mi estado de ánimo. Si por este camino no hay complicidad, la alternativa se presenta larga e intrincada. Un amigo o un amante puede conocer a su partenaire mediante la atención y la experiencia sistemáticas, pero ¿quién duda de que este proceso aumenta los débitos y los daños?
El buen conocimiento de los demás amigos y parientes requiere siempre interés y algún denuedo pero el aprendizaje de la persona más íntima puede ser una tarea insuperable si no la facilita el parecido. Cabe, no hay duda, ir aprendiendo poco a poco la sensibilidad y preferencias del otro, tenerlas presentes como los contenidos de un libro pero incluso así la memorización será tanto más fiel cuanto más se ame por apego. Porque ¿cómo amar al otro si sus diferencias nos bloquean? ¿Cómo saborear conjuntamente con paladares disidentes? ¿De qué manera progresar en la trabazón si los nudos no se potencian?
El amor, se dice, es ciego. ¿Y sordo? ¿Y sin color, sin gusto, sin tacto específico? Todas las parejas que se mantienen juntas por un tiempo prolongado incluyen en su pegamento una suma importante del mismo bote. Somos de una determinada sustancia a la que natural y fatalmente amamos y sabemos amar o proteger mejor la materia que, de una u otra manera, la reproduce. Una proclama romántica exaltó las pasiones entre caracteres opuestos y elevó este choque a la locura del amor. Pero, efectivamente, la locura que empezó siendo una gloria de la sinrazón acabará convirtiéndose en desesperación y angustia.
La diferencia es hermosa y posee actualmente un prestigio insólito (precisamente porque cada vez abunda menos) pero exige para su disfrute un alto grado de paciencia y civilización. Una notable capacidad de interpretación y traducción más una dosis importante de humildad y no menor proporción de equilibrio mental y atracción por el sufrimiento. ¿Hablo de mí? ¿Cómo podría escribirse de otro modo? ¿Cómo existiría la reflexión –la misma Filosofía, dice Ortega- si no me refiero a mi intimidad? ¿Egoísmo? El egoísmo es el único ismo que lleva al altruismo. Como el amor propio constituye la base indispensable para amar. Nos enamoramos de verdad cuando nos sentimos inesperadamente enamorados de nosotros mismos y perdemos esta cristalización sentimental en el trance que accidentalmente rompe nuestra autoestima. Sólo nuestros ojos ven. Incluso en la máxima poética que asegura ver a través de sus ojos.