Marcelo Figueras
Vi Rocco y sus hermanos por primera vez hace pocos días, una tarde helada y gris en que Buenos Aires imitaba a la Milán en que transcurre el film; sólo faltaba la nieve. Cuando terminó tuve que hacer un esfuerzo para levantarme. Me sentía devastado, es verdad. Pero ante todo tenía la necesidad de prolongar ese instante. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vi una película verdaderamente grande, e ignoro cuándo volveré a experimentar algo parecido.
Rocco es excesiva por donde se la mire. En su longitud, que supera las tres horas. En su cast, que opera como una suerte de quién es quién del mejor cine europeo de los 60: Alain Delon, Annie Girardot, Katina Paxinou, Renato Salvatori, Claudia Cardinale. En su carácter de saga familiar, que describe la suerte de Rosaria Parondi y de sus cinco hijos varones en la inhóspita Milán, donde se instalan a la muerte de Parondi padre. Sin embargo no existe nada en Rocco que sea más grande que la ambición narrativa de su creador, el director Luchino Visconti. Como toda obra inolvidable Rocco y sus hermanos es una síntesis de opuestos, el equilibrio entre elementos antiestéticos que sólo puede lograr un artista en pleno dominio de sus facultades. Rocco es un fresco realista sobre las miserias que sufrían los inmigrantes del sur en la Italia industrial, y también un melodrama protagonizado por personajes excesivos, robados con elegancia –tratándose de Visconti, no podían ser robados de otra forma- a El idiota de Dostoievsky. Es una película carnal y violenta que a la vez se interroga por la posibilidad de la santidad en el mundo contemporáneo. Es cine con mayúsculas, y a la vez es un relato de profundidad y aliento literarios. Y si Visconti no hubiese concebido ese montaje paralelo del final, entre la Nadia que abre los brazos a la muerte y el Rocco que surge de las cenizas sobre el ring, seguramente Coppola no habría concebido el momento más excelso de El Padrino –otra película grande, viscontiana.
En ocasión del reestreno de Rocco en 1991, Vincent Canby escribió algo en el New York Times que expresa con precisión lo que pienso: “Nos recuerda de dónde vienen los films, y cuán pequeñas y seguras y autorreferenciales son la mayoría de las películas de hoy. Rocco no es perfecta, pero aun cuando se desborda en algunos excesos teatrales, excita la imaginación con la clase de audacia que es nuestra única esperanza de futuro”.
Desde entonces a esta parte, el destino del cine no ha sido menos cruel que el destino de los Parondi. Pero a pesar de que su futuro está tan comprometido como el del protagonista del film de Visconti, a los cinéfilos nos queda la esperanza expresada en docenas de carteles en la escena final: Rocco si battera, dicen, anunciando la próxima pelea del boxeador. Rocco va a pelear.
No me atrevería a decir que Visconti es hoy más grande de lo que fue, porque tuvo la fortuna de ser reconocido como tal en su propio tiempo. Lo que me consta es que el cine se ha vuelto más chico. Por lo menos hasta que ganemos la pelea.