Félix de Azúa
En la revista Letras Libres de este mes viene una soberbia entrevista de Ricardo Cayuela con Jon Juaristi.
Nuestro país es tan beocio que Juaristi suele figurar más frecuentemente como personaje político que como poeta e historiador. Sin embargo, los libros en prosa de Juaristi forman parte de lo mejor que se ha escrito en España en los últimos decenios, no sólo por el interés intrínseco del contenido, sino por la perfección del arte.
A alguien puede caerle lejos el origen del sabinismo vasco, o encontrarse en los antípodas políticos de Juaristi, pero deberá reconocer que hay muy pocos ensayistas en este país que escriban con tanta elegancia. Sus últimos libros de recuerdos y memorias tienen una personalidad literaria indudable.
La entrevista no contiene un solo párrafo de relleno, pero lo que más me ha llamado la atención ha sido el tono distante, levemente atristado, atópico, es decir, la música pausada de las respuestas. Como si la voz del entrevistado contestara en Adagio. Incluso en Largo.
Dice Juaristi algo que resulta extremadamente difícil de explicar a los amigos de buena voluntad que se han metido de cabeza en el nacionalismo regionalista, y es que tanto el nacionalismo vasco como el catalán tienen sus raíces en la extrema derecha española y por esta razón le encantaban a Franco. Cuando a veces veo a Otegui en esas ceremonias siniestras con bailarines y muchachas vestidas según el gusto de los señoritos del XIX, siempre pienso que Franco habría asistido entusiasmado.
La desconhort, de todos modos, aparece más adelante, cuando Juaristi expone una de las mayores paradojas a la que está llegando este país: la de crear un modelo de exiliado que vive el exilio en su propia patria. Como es lógico, Juaristi ya no puede volver al País Vasco, ni siquiera en el caso de que la tregua de ETA se muestre consecuencia de una verdadera derrota. Ha reconstruido su vida lejos de allí y no ha de ser agradable cruzarte todos los días con quienes quisieron matarte o quienes no hicieron nada para impedirlo.
Tampoco puede decirse que sea un exiliado, porque vivir en Madrid, en Sevilla o en Elche, no es para él vivir “en el extranjero”; eso es lo que querrían quienes trataron de matarlo, esa sería su victoria. De modo que se encuentra íntimamente forzado a sentirse exiliado, pero sin ninguna referencia pragmática que lo confirme. Como en un sueño.
Es aquel “vivo sin vivir en mí” aunque aplicado ahora a una desterritorialización, perdón por el palabro, que no tiene nombre propio. No sé si podría hablarse de un exilio virtual. En cualquier caso, una incomodísima y desasosegada manera de verse en el mundo. Tengo para mí que Juaristi se ha aproximado a la tradición hebrea para cauterizar esa herida.
Decía Heidegger que decía Sófocles que el humano lleva consigo su propia casa (es upsepolis) aunque carece de casa (es apolis), y que va en todas direcciones (es pantoporos) ya que no tiene lugar alguno que le sea apropiado (es aporos). Sin lugar y sin casa, siempre en marcha hacia la nada, el humano es “lo más inquietante”.
A Juaristi, como a todos aquellos a quienes los nacionalistas están expulsando de sus casas, o aquellos otros que no pueden soportar la convivencia con los nacionalistas por razones éticas y estéticas, se le abre a cada paso “lo más inquietante”.
Vivir en lo inquietante, en lo que no puede quedarse quieto (también en lo que no puede dejar quieto aquello que hay, lo que necesita cambio constante), es un agobio, pero el único modo de llegar con mayor hondura a lo que los humanos somos, a nuestro fondo.
Un fondo difícil de soportar y para cuyo alivio inventamos quimeras salvadoras de terribles consecuencias como el nacionalismo y las demás religiones. Porque ese fondo no es otra cosa que la nada.
La entrevista lleva un título exacto: “Adiós a la tribu” y recuerda el de aquella tristísima novela de Robert Graves, Good-Bye to all that.
Adiós a la tribu; bienvenida sea la intemperie.