Marcelo Figueras
Hace pocos días, en plena efervescencia mundialista, alguien tuvo la peregrina idea de encargar una encuesta para determinar cuáles son las selecciones a las que nosotros, argentinos, desearíamos ver morder el polvo. La que salió más votada fue la de Inglaterra. Suena lógico. La rivalidad futbolística con los ingleses es un clásico, amenizado siempre por la anécdota del gol que Maradona atribuyó a “la mano de Dios”. En tercer lugar salió la selección de Estados Unidos. También lógico. Aquí la rivalidad no es futbolística, sino política. Son muchos años de tolerarles cosas a esta gente, algunas personales como el apoyo a la dictadura (aquí el gol nos lo hizo la mano de Kissinger) y otras más generales, como Irak, la complicidad con la política bélica israelí, Guantánamo, las horrendas películas que Hollywood nos inflige, American Idol, las retrógradas teorías que desmienten a Darwin, el éxito de la novela El código Da Vinci, Ronald McDonald… (Dejo una línea de puntos después de los suspensivos, para que cada uno pueda agregar su propia queja). ……………………………………………………………………………………………
Pero el segundo puesto de la encuesta, es decir la segunda selección que nos complacería ver derrotada, es la de Brasil. Acá alguno dirá: también es lógico, existe una larga rivalidad futbolística entre Brasil y Argentina, una disputa eterna para dirimir cuál de las dos naciones es la mejor en la historia de los mundiales. Soy consciente de ello, del mismo modo en que me consta que a veces competimos con nuestros propios hermanos carnales. Pero también soy consciente de que por más que protestemos contra nuestros hermanos, llegada la hora de la verdad estaremos de su lado, apoyándolos contra lo que José Hernández denominaba en el Martín Fierro “los de afuera”. Si en la batalla en pos de un puesto de trabajo ya he perdido mi propia oportunidad, y la cuestión se reduce a elegir entre mi hermano y un extraño, ¿no rezaré para que sea mi hermano quien obtenga el puesto?
La naturaleza humana es retorcida, ya lo sé. Muchos estarán pensando que no siempre uno le desea lo mejor a su hermano. Morrissey sabía de qué hablaba al titular una de sus canciones Odiamos cuando nuestros amigos se vuelven exitosos. Pero a la vez que somos capaces de reconocer la existencia de estos sentimientos oscuros, no podemos menos que reconocer que deberían avergonzarnos. Sabemos que se trata de pulsiones negativas, y que seríamos una mejor versión de nosotros mismos en el preciso instante en que lográsemos superarlas. Durante mucho tiempo atribuí esta zoncera argentina al hecho de que nos creíamos distintos del resto de América Latina. Esto ya acabó, la crisis económica nos enseñó que estábamos equivocados, siempre fuimos parte de Latinoamérica y hoy somos más Latinoamérica que nunca: deberíamos haber aprendido la lección. ¡Ya no nos queda excusa alguna para ser necios!
Yo apoyo calurosamente a la selección argentina de fútbol. Ahora bien, si quedamos eliminados en el camino, mi corazón estará con cualquier selección latinoamericana, y en particular con Brasil, en tanto siga simbolizando el jogo bonito, esto es el costado estético del deporte y la alegría del juego. Si nuestro continente se queda a mitad de camino, gritaré por España –por afinidad, pero ante todo por afecto- y si no por cualquiera de los seleccionados africanos: esa pobre gente se merece una alegría todavía más que nosotros.
Y a aquel que insista en poner una estúpida rivalidad futbolística por encima de la fraternidad y del sentido común, le recordaré la leyenda que suele adornar los retratos del Che Guevara que de tanto en tanto aparecen pintados en la calle: no me lloren, crezcan.