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ESPERANDO A «BORGES»

El acontecimiento del año, no solo en Argentina, será la publicación (por la editorial Destino) del libro de Adolfo Bioy Casares sobre su amistad y convivencia profesional con Jorge Borges. Ñ, el suplemento cultural del diario argentino Clarín, dedica cuatro entregas que adelantan el contenido de este enorme libro titulado Borges. Lo pinta como un evento mayor para el conocimiento de la vida literaria. Juzgando por lo que leí hasta ahora, así es, no hay duda. Lo que se presenta como un diario de Bioy abarca cuatro décadas desde 1947.

Clarín se preguntó si era un libro para pocos, solamente para los que sepan de la literatura y de las dos figuras bonaerenses. No lo creo. La verdad es que me reí a carcajadas con las entregas. Los dos amigos son unas bestias de maldad para machacar a otros autores. Dicho y hecho. Lo voy a demostrar con un extracto, un caso de celos compartido con juegos de palabras de adolescentes (es un pequeño robo, sí, pero como dará provecho a los lectores potenciales lo llamamos promoción para la editorial Destino).

Fecha: 25 de octubre de 1956
Cita: "Borges me dice: «le dieron el premio Nobel a Juan Ramón Jiménez». BIOY: «Qué verguenza». BORGES: «… para Estocolmo. Primero a Gabriela, ahora a Juan Ramón. Son mejores para inventar la dinamita que para dar premios». BIOY: «De cualquier modo, Juan Ramón es mucho mejor que Gabriela Mistral. Los malos poemas de Juan Ramón son malos; pero los mejores son bastante buenos. Gabriela Mistral no ha escrito ningún poema bastante bueno. ¿Te acuerdas del artículo que íbamos a escribir sobre Juan Ramón? Tendría unas erratas: en una línea el nombre aparecería como Juan Jabón, en otra como Juan Jamón, en otra como Juan Ratón. Al final, se desenmascaraba la conspiración y, en la última línea, de desagravio, se lo llamaba Juan Jarrón»".

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19 de octubre de 2006
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The city

La exactitud de aquel verso de Josep Carner, “Hoy llueve en todas las estaciones de Francia”, dispara la imagen del meteoro a su extremo dramático, allí donde tienen lugar las despedidas, donde comienza la ausencia, donde siempre llueve.

También en Madrid llueve a cántaros. Cuando llueve, el conductor madrileño se lanza a la ocupación del espacio reservado para el paso de vehículos en dirección perpendicular. Al cabo de pocos minutos, todos los automóviles impiden el paso de todos los automóviles. La ciudad se convierte en un río de hierro.

Fantástica superficie de metales mojados que reflejan las inútiles luces de los semáforos y sobre la que parpadean los azules giratorios de las ambulancias, los verdes policiales, los intermitentes anaranjados del autobús, el rojo vivo de los frenos. Alberto Aguilera es un dragón multicolor.

Comienzan entonces los bocinazos dirigidos contra aquellos que ocupan el espacio de la circulación y a quienes responden los que ocupan el otro espacio de la circulación. No hay espacio para la circulación, pero suena como un fortissimo de Bruckner.

El gran concierto de los bocinazos va dirigido a denostar la pésima educación del otro, su egoísmo infantil, su ceguera, aunque en realidad va dirigido contra uno mismo por haber nacido. Y secundariamente, por estar en Madrid.

Es un coro de lamentos desesperados y agrios, como cráneos que percuten contra un muro. Es el llanto de una población acostumbrada a sufrir asedios, persecuciones, crueles destrucciones, y a la que no le gusta alardear de mártir, aunque sí cantarlo a coro.

Habituados a que los problemas no tengan solución, a la angustia de una ciudad aislada en el altiplano, en cuanto se esponja la circulación, con el corazón ligero y un optimismo incorregible, se lanzan a ocupar cualquier espacio libre como habitantes de frontera. Así olvidan de inmediato que los problemas no tienen solución y ya están ideando algunos nuevos. La frontera ha retrocedido un poco, y el círculo sigue intacto.

Admirable ciudad sin memoria negativa, acostumbrada al castigo de los tiranos, de los dictadores, de los espadones y de los Martes de carnaval, pero considerada por buena parte de sus compatriotas como la causa de toda tiranía, dictadura, satrapía o teocracia que caiga sobre el país.

Ellos, sin embargo, indiferentes al llanto de otras ciudades y regiones opulentas y farisaicas, ciudades y regiones que se aprovechan de la inmensa cantidad de violencia, trabajo, agitación y lucha que tiene lugar en la capital, miran al cielo y se lanzan de nuevo con el coche a otra veloz carrera, empujados por el horror de vivir en el centro de un vacío. Así se precipitan hacia otro atasco que les permita respirar, indignarse, imaginar nuevos problemas y reanudar la sinfonía de bocinazos. Su auténtico himno nacional.

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19 de octubre de 2006
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EL HOMBRE MATA

Las noticias de muertes de mujeres a manos de sus parejas se ha convertido en un portentoso signo de identidad nacional, la prueba acumulada de una perversa endemia típicamente española que si conmociona sin cesar a la población nos marca con un ominoso estigma.

Los asesinatos de mujeres por sus parejas masculinas registra, sin embargo, un índice superior en Francia y muy superior en  Finlandia, en Suecia o en Estados Unidos, pero allí no se tiene como el foco obsesivo de la información ni los hombres son contemplados con el proporcional recelo.

Está bien que se llame la atención sobre esta clase de asesinatos pero su magnificación mediática, su ascensión a fenómeno diferencial, aberra la idea que se tiene del país y de sus hombres.

Esta tierra que por legado árabe ha sido muy machista ha girado espectacularmente hacia una corriente de tolerancia general y de igualitarismo entre sexos. En pocos países del mundo se ha decretado la paridad en la composición de los gobiernos o en las listas electorales, en pocos países se ha enfatizado más el paro de las mujeres y su diferencia salarial. En casi ningún país europeo hay más mujeres en la administración, al frente de las direcciones culturales, en los escaños del senado o del parlamento. Para ser un supuesto país machista los hechos no están mal. Pero además, todos los países católico-machistas de Europa, Italia, Polonia o Irlanda son, con España, quienes sufren menos tasa de muertes y agresiones de este tipo.

Pero además, el célebre talante del presidente, la reversión interior española queriendo liberarse de un pasado antimoderno, ha desatado una batería de lasitud y feminidad que choca hasta a los franceses, modelo hasta ahora de desenfados sexuales y feminismo activo. La hiperreacción para ser modernos ha producido las leyes más liberales y ha focalizado la violencia doméstica en la violencia contra la mujer, en sentido simbólico. No ya la violencia contra una u otra esposa o novia, sino, genéricamente, “contra la mujer”, considerada ya como “el porvenir del hombre”.

De esta mitificación se deduce una ideología de genocidio contra la persona de la mujer y un aura de azufre sobre la condición de varón. La escrupulosa atención con la que los medios destacan insaciablemente, fatigablemente, neuróticamente, todos los casos de violencia sobre la mujer debería también emplearse para rastrear en las razones por las que el asesino se suicida, prácticamente siempre. ¿No existirá en el centro de la relación un núcleo delirante? ¿No habría que atender a esa perversa formación y no simplificar hasta la náusea atribuyendo al hombre una inclinación maldita?

De otra parte, ¿cuántos asesinatos de hombres a manos de mujeres se callan o aparecen en letra pequeña, escondidos en el interior del periódico o sepultados entre los vecinos del pueblo? Abordar los casos de asesinatos de hombres por mujeres completaría el cuadro de las relaciones aniquiladoras, como de otra parte ya se hace en otros países y sin este clamor que, de paso, no permite ver el complejo sistema de la violencia doméstica sobre ancianos, sobre discapacitados, sobre niños, etc.

No es el machismo, como simplemente se proclama, el causante decisivo de la agresión sino las exasperaciones y agresividades que desata una relación confinada y enferma. No es la patología del hombre quien mata en primer lugar sino la patología de la relación.

Sin embargo, día a día son hombres –y no mujeres- los asesinos de mujeres. Ellos –nunca ellas-  quienes aparecen destacados en las noticias de la violencia en casa. “El hombre mata”, “Ella muere”. El hombre es el asesino y ella la víctima. ¿No parece demasiado grotesca esta ecuación? ¿Y peligrosamente simple? El hombre mata, como mata el tabaco, como mata la droga, como mata la carretera. El hombre se ha convertido en un mal social. Presunto o confeso. ¿Puede asumirse, en definitiva, este juicio que, de otra parte, abonan diariamente el sensacionalismo de la prensa, la radio y la televisión?

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19 de octubre de 2006
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AUSTER Y ALMODÓVAR, ESA PAREJA FELIZ Y PREMIADA

Las familias felices no tienen historia. En la pareja de Paul Auster y Pedro
Almodóvar  habrá que buscar fisuras, rincones oscuros, tormentos interiores o soledades de la fama para que esta pareja triunfadora tenga historia. Ambos son creadores reconocidos, admirados, millonarios y cosmopolitas que siguen haciendo literatura o cine universal sin haberse tenido que mover de sus barrios. Auster es Brooklyn, Almodóvar es Madrid. Después son otras muchas cosas, pero son dos creadores que han usado y necesitado de su ciudad para su creación. En Auster habrá que sumarle Nueva Jersey, la Universidad de Columbia,  Europa y, por supuesto París. En Almodóvar habrá que recordar La Mancha, Extremadura, el trabajo en Telefónica o la vida en los extrarradios madrileños. Pero en ambos hay una fidelidad al lugar central de sus vidas, a unas cuantas calles, unos  barrios que componen un universo completo y complejo desde el cual se nos cuenta el mundo.

Auster, ya se recordó cuando conocimos la noticia de que le había sido concedido el Premio Príncipe de Asturias, nos llegó desde Asturias. En aquellos años, en los felices ochenta, algunas periferias eran el centro. Y Juan Cueto era nuestro particular avisador de modernidades, de  nuevas literarias y otras mitologías contemporáneas que procedían de un mundo llamado Euyork. Y de ese Euyork ideal imaginado por Cueto venía inaugurando una colección de la editorial Júcar, “Etiqueta rota”, un tal Paul Auster. Así  nos encontramos por primera vez con un atractivo y cercano novelista que parecía caído de Brookyln. Después llegaron  Jerome Charyn, Christopher Frank y otros que eran más o menos jóvenes, muy urbanos, cinéfilos y fieles modelos de ese estilo que deberían tener los ciudadanos euyorkinos.

Algunos sobrevivientes de la movida y sus alrededores queríamos ser ciudadanos de euyork. Auster era el mejor modelo. Su primera novela de la trilogía neoyorkina, La ciudad de cristal, era lo que estábamos buscando en nuestros contemporáneos. Somos tan diferentes de Paul Auster y su mundo, y sin embargo encontrábamos afinidades en sus historias, en su mundo de misterios tan cercanos, en lo negro, en las irrupciones del azar o en la importancia de lo inesperado. Su metrópolis era nuestra metrópolis.

Paul Auster habría podido ser diferente, más cercano a nuestra cultura, al Madrid democrático, pero prefirió Francia. Una española, una querida amiga española y neoyorkina tuvo parte de culpa. Cuando Auster era un joven estudiante de la Universidad de Columbia se apuntó a la clase de francés y se apasionó por Baudelaire, Rimbaud o Verlaine. El azar y el poco caso que le hacía la española que tenía enamorado al joven Auster decidieron su futuro cultural. Todo podría haber sido de otra manera si Isabel García Lorca -sobrina del poeta nacida en el exilio neoyorkino-, una delicada, guapa, rubia y divertida española hubiera aceptado algunas de las propuestas  con las que el joven de Nueva Jersey tiraba los tejos a la sobrina de Federico. Auster habría venido a pasar los veranos a Madrid, Granada, Nerja o Meco. Habría aprendido español, conocido a los poetas del 27, habría admirado a Góngora, incluso a Galdós o a Baroja -como tanto le gustaría a mi amigo el novelista y reescritor de la historia de la literatura española, Rafael Reig, también asturiano.

Incluso, Auster se habría cruzado con Almodóvar, podría haber colaborado en La Luna o en El País. Se habría tomado unas copas en el Cock o habría bailado con las disparatadas canciones de Almodóvar en El Sol de Jardines. Seguramente habrían encontrado muchos argumentos para trabajar juntos en el cine Almodóvar y Auster. Serían amigos y fotografiados por Pérez Mínguez o por Chema Prado. Los dos habrían coincidido con el editor Herralde, que ahora sigue siendo el editor de ambos y el paseante feliz con la pareja que no pudo ser por las calles de Oviedo.

El azar dijo no. Bueno, más que el azar, Isabel García Lorca. No hace mucho me encontré con la amiga de Auster -y para mi fortuna también amiga mía- y me recordó aquellos años lejanos de compañera de clase con Auster. Ni por lo más remoto se le ocurrió pensar que aquel chico de ojos acuosos, aquel agradable y un tanto tímido muchacho de Nueva Jersey, aquel jovencito del que no se conocían habilidades de escritor, se fuera a convertir en uno de los escritores de referencia de los últimos años. Isabel estaba a otras cosas, a sus actuaciones teatrales, sus bailes contemporáneos o al estudio de la compleja mente de los seres humanos. Muchos años después, más o menos treinta años, acudió a una charla abierta que en el Círculo de Bellas Artes de Madrid  mantenían Auster y Herralde. Cuando Isabel se acercó a saludar a Auster con la duda de si sería recordada, el escritor dio muestra de alegría, de conocer y tener muy presente a esa hermosa española que un día le dijo no. Se fueron a cenar en compañía de amigos y con la familia de Auster que celebraba su cumpleaños. Las felicitaciones cantadas corrieron a cargo de la post-adolescente hija de Auster; parece que ya algunos adivinaron que aquella joven que dedicó unas canciones a su padre sería una estrella. Es guapísima canta y actúa. ¿No sería perfecto que Almodóvar, compañero premiado de Auster en Asturias, le diera un papel a la hija de su colega en su próxima película?

Algunas veces el azar tiene músicas que nos pueden resultar muy amables.

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19 de octubre de 2006
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SER DIGITAL

Dos diputados socialdemócratas chilenos proponen que el acceso a Internet sea incluido entre los derechos fundamentales recopilados por la constitución de su país. Los socialdemócratas son iguales en todas partes: siempre listos para definir los derechos humanos que el Estado debe garantizar a los ciudadanos. En este caso, según los diputados: agua potable, luz eléctrica y conectividad digital.

Quizás leamos entonces un informe de Amnistía Internacional que reproche a un dictador un corte de wi-fi. Pero no creo que sea esta la manera de plantear el problema de la justicia digital. Frente a Internet, uno se siente como un enfermo con respecto a la medicina. A pesar de sentirse mejor cada día, nunca llegará a ser médico. Vive en el mundo de las patologías. A veces no tiene nada –la salud es una etapa provisoria en la vida del enfermo. Tarde o temprano se recordará que es un enfermo. Los médicos son los que viven en el otro bando.

El problema con la vida digital es igual. Y aún más injusto, pues se añade una dimensión generacional que castiga a los viejos. Rupert Murdoch, el empresario australiano naturalizado americano, lo explicó en un discurso que sigue siendo un texto de referencia sobre lo digital. Hablaba en Nueva York, frente a mil quinientos de sus editores, y les explicó que en el mundo de los derechos humanos en línea los hombres no son iguales. Hay dos categorías de hombres: los nativos digitales y los inmigrantes digitales. Los primeros vivieron siempre frente a una pantalla, siempre conocieron bajo sus dedos el dulce contacto del teclado conectado a una computadora. Los segundos –soy uno de ellos- fingen el comportamiento de los primeros, a veces se sienten como los primeros pero recuerdan siempre que no son nativos del mundo de los bits.

Existe en Educar, un portal de educación argentino, un excelente weblog que se dedica a analizar, entre otras cosas, el nuevo alfabetismo digital. Pocos meses después del discurso de Murdoch un post utilizó sus criterios sin citar al empresario, pero con un nuevo concepto que explica muchas de la dificultades del sector de la comunicación: la “brecha alfabetogeneracional”. Se trata de la ruptura provocada entre dos generaciones por un cambio total de idioma. Se dio un paso de la escritura y del pensamiento clásico al digital, en lo que tiene que ver con los textos, y del analógico al digital, en lo referente a la imagen. El autor del post opina que «los diagnósticos de decadencia cultural educativa y de pérdida de los valores humanistas» que tanto se oyen son síntomas de un malestar de los inmigrantes que ocupan el poder. Tienen más de 35 años, mandan lo que corresponde a sus generaciones, pero mandan a nativos del mundo digital. Nunca, en ninguna parte, y menos después de una conquista militar, los inmigrantes mandan a los nativos. Es una de las explicaciones del malestar de nuestro mundo digitalizado. Y los socialdemócratas chilenos que intentan negar diferencias con una declaración solemne de los derechos del hombre digital se equivocan. No estamos en Shakespeare, no se puede elegir entre ser o no ser digital. Unos son, otros intentan ser.

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18 de octubre de 2006
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ADIÓS AL ANUNCIO DE TINTA NEGRA

El siniestro personaje calvo que protagonizaba el anuncio de la lotería de Navidad ha sido finalmente abolido.La noticia de estos días no ha indicado si la sustitución del spot, exhibido durante ocho años consecutivos, obedece a un mero gesto de renovación o coincide con la exacta defunción del personaje.

La mortuoria hipótesis que suscitaría acaso raramente otra clase de publicidad no es incoherente con la naturaleza del anuncio, su ambientación, su musicalización, su ritmo, sus colores, sus atuendos. La lotería, así proclamada, ha llegado presidida durante años por el signo de lo aciago, lo macabro y el desasosegante trato con la mortalidad. ¿Por qué?  Casi puede decirse que el producto no procedía de una u otra agencia sino de un paraje descontrolado que traía por su cuenta los peores presagios sobre la actualidad de esos días supuestamente inocentes y, sin embargo, grabados de una punky-perversión, gótica y snuff.

Rodado en blanco y negro, la amenazante aparición del tipo que soplaba al azar sobre el cuenco de su mano derecha componía una angustiosa  escena de ultratumba donde la lotería  no consistía, en sus manos, en la esperanza de que te tocara el gordo sino en que no te tocara morir.

Un anuncio de esta clase no habría encontrado acomodo en ningún otro espacio o patrocinio que no fuera el ámbito  macabro de la insufrible Dirección de Tráfico. Pero ¿en Navidad? ¿Para amenizar la Navidad?

Sólo aceptando que Televisión Española hubiera ahondado en los significados ocultos de estas fiestas paganas y religiosas, de luz y de sombra, podría entenderse que repitiera diciembre tras diciembre un Bergman de tamaña intensidad.

Efectivamente no hay fiesta sin tragedia. No hay felicidad familiar sin su réplica de hondísima desdicha. No hay vida sin muerte ni celebración que no encierre en el brillo de la copa un guiño de otra defunción.

La Navidad, en tanto se enaltece la cohesión del grupo, estalla la trifulca;  en tanto se acentúa la idea del amor, el resentimiento culebrea debajo de las sillas. Y también, en tanto la idea de estar juntos y vivos se enfatiza, el punto mortal llamea en su centro. O sus fisuras.

La vuelta del spot de la Navidad no era sino una representación de la visita de la muerte. Sobre los manteles de hilo, festoneando la alegría inducida, pespuntando los golpes de alegría, la muerte salpicaba como el polvo de oro que esparcía “el calvo”.

Bajo su patrocinio el décimo nunca fue, ni mucho menos, un juego de niños. Constituía una muy seria apuesta al azar, trato documentado con la suerte, liturgia del mundo y del transmundo que ese tipo arrastraba tras de sí, manchando las calles y las plazas con su rastro de luto.

Bendito pues el adiós al maldito anuncio de tinta negra que, año tras año, en medio de la búsqueda del sosiego vacacional o familiar introducía un pulso de inquietud aciaga que sin duda se ha llevado por delante a muchos. Empezando por los señores creativos y por su fosca criatura de terror.

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18 de octubre de 2006
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La TV del reciclaje perfecto

Yo no sé que ocurre allí donde están ustedes, pero aquí en Argentina la televisión es una lotería. Noche tras noche, los programas del horario central comienzan cada día a un horario diferente. Si uno tuviese otra cosa que hacer y quisiese dejar grabando su programa favorito, debería hacerlo considerando un margen de error de hora y media, para no encontrarse después con la fea sorpresa de que tan solo grabó la mitad.

Así la programación entera se ha ido demorando. Los programas que debían comenzar a la medianoche a menudo arrancan después de la una. Y todo por culpa de un dichoso aparatito, que les permite a los programadores medir el rating segundo a segundo y tomar decisiones sobre la marcha: alargá este bloque, despachá a este invitado, seguí hablando de ese tema que está midiendo bien… A veces me imagino a los señores en cuestión, que en vez de estar cenando como Dios manda y disfrutando con su familia siguen pegados a la(s) pantalla(s) con el aparatito en una mano y el teléfono en la otra, como niños aferrados a su PlayStation aunque mamá grite llamando a comer.

El capricho no acaba aquí, porque además de las modificaciones de horario existen cambios de día semana tras semana. La serie Hermanos & Detectives, de Damián Szifrón, que debutó con buen rating y mejores críticas (Szifrón es el creador de Los simuladores, y el director de la película Tiempo de valientes), ya ha sido cambiada de día por tercera vez en poco más de un mes: ahora ha ido a parar a los viernes por la noche, un día en que la audiencia baja por definición debido al arranque del fin de semana. Lo cual no significa, por cierto, que vaya a quedarse definitivamente en ese nicho; tal como dije, en la televisión argentina todo puede suceder. Quiero decir: todo menos complacer al espectador, que se ve privado a diario del simple goce de encender la televisión a tal hora y encontrar lo que se supone que debía encontrar.

Otra tendencia insoportable es la del reciclaje televisivo. En este momento existen no menos de media docena de programas (y conste que hablo tan solo de la televisión abierta) dedicados a mostrarme otra vez lo que ya ocurrió en otros programas. A veces reeditan el material con cierta gracia, vinculándolo con otros y rematando con alguna broma. Pero la mayor parte de las veces se repiten las imágenes casi crudas, tal como salieron en su ocasión: es como comer las sobras de ayer así como quedaron, sin siquiera molestarse en recrearlas como guiso. De ese modo concursos como el de Bailando por un sueño (versión local del estadounidense Dancing With The Stars) no solo ocupa el horario central de una emisora noche tras noche, sino que sus highlights vuelven a acosarme la mañana siguiente, y el mediodía siguiente, y la tarde siguiente, y el fin de semana siguiente –no únicamente en su canal, sino en todos los canales. En este sentido, la televisión argentina ha logrado un margen de reciclaje casi perfecto: en lugar de esmerarse en crear algo nuevo, vive mayormente de sus propios desechos.

Será por eso que en mis rezos diarios le agradezco a Dios la creación del cable.

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18 de octubre de 2006
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Viento del Este

Como todos los profesores de universidad que imparten asignaturas más o menos teóricas, cada año me encuentro con alumnos que preguntan, muy esperanzados, acerca de la Sabiduría Oriental. Las preguntas más frecuentes son:

“Ya, pero eso, ¿no lo habían dicho mucho antes los budistas?”.

Según parece, lo de haberlo dicho “mucho antes” es importante. Ni conciben que pueda haberse dicho algo “mucho antes”, pero muy mal.

O bien:

“A mí me parece que lo que estás contando de Hegel está copiado del Tao”.

Esta frasecita se usa cuando todo es un lío y no me entero de nada señor profesor y se me va la olla, ya lo dice el Tao.

Son dos clásicos, aunque también abunda el de la “unidad sagrada con la naturaleza” de los hindúes. Los “hindúes” suele ser algo muy general, como quien dice “los chinos”.

Siempre me ha llamado la atención que en cambio nadie afirme “eso ya lo dijeron los griegos” o incluso “eso está copiado de Heráclito”. No. Lo oriental es francamente popular, en tanto que lo occidental es para los empollones.

La popularidad del “pensamiento oriental” me parece misteriosa. Supongo que se corresponde con un horóscopo de segundo grado o la quiromancia preuniversitaria. En todo caso, el paso previo a tomarse en serio uno mismo, ejercicio que muy pocos estudiantes logran llevar a cabo en la universidad.

Para combatir la superstición de la Sabiduría Oriental hay dos caminos, poner a los optimistas a estudiar rigurosamente la filosofía oriental hasta que se harten o escriban un libro sobre budismo zen. O bien darles a leer (y a pensar) aquello que Kafka le respondió a Janouch en cierta ocasión.

“Le presté a Kafka una traducción alemana del libro religioso hindú Bhagavadgita.
Kafka dijo:
- Los documentos religiosos hindúes me atraen y me repelen a un tiempo. Al igual que un veneno, en su interior contienen algo tentador y algo repulsivo. Todos estos yoghis y magos no dominan la vida física a través de su amor ferviente a la libertad, sino a través de un odio frío e inconfesado a la vida. La fuente de las prácticas religiosas hindúes es de un pesimismo insondable”
(Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka, Destino, p.158)

Así me lo parece. En contra de la creencia juvenil en una mayor integración de los humanos y el cosmos y la naturaleza y la santísima virgen, en la filosofía oriental se respira el terco rechazo de la vida que aún no ha concebido su primera lucha contra la tiranía divina. El sometimiento, la sumisión al Destino, se dan por descontado, son la condición de posibilidad del pensamiento. Para un occidental, esa es una esclavitud inventada por el propio esclavo. La peor de todas.

Lo que Kafka llama “pesimismo oriental” llega hasta la patética Rusia de los zares y burócratas. No hay una sola página de Dostoievsky que no transpire esa dramática (y sublime) esclavitud asumida. Es seguramente la fuente de la increíble fortaleza, el inaudito coraje de aquellos pueblos durante el infierno de la guerra y del estalinismo.

Los adultos pueden estudiar Sabiduría Oriental sin ningún peligro, e incluso copiarla, como hizo Schopenhauer. No así los jóvenes. Es conveniente apartar a los estudiantes de toda contaminación oriental. O que la practiquen los fines de semana, como el éxtasis. Son lo mismo. Pura resignación.

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18 de octubre de 2006
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Permiso para viajar

Los aeropuertos son los únicos lugares de los que todo el mundo está a punto de irse. A menudo tienen hoteles al costado, pero eso no les roba su esencia. Si estás en el aeropuerto, en cualquier caso, eres alguien a punto de huir.

Cada aeropuerto es la primera estampa que el viajero recibe de su país. El de Tegucigalpa es tan pequeño que la pista de aterrizaje es interrumpida por una calle. Cuando estuve, de las paredes colgaban fotos narrando la historia del aeropuerto. En una de ellas aparecía la orquesta que lo inauguró: un caballero con un xilófono y otros dos con maracas. Fue todo un acontecimiento.

En México y Quito los aeropuertos no están afuera sino adentro de la ciudad. Desde la torre latinoamericana o el teleférico respectivamente, se aprecia la cola de aviones que se precipitan sobre la ciudad, como si estuvieran a punto de estrellarse contra ella. Pero luego, nunca pasa nada. Es decepcionante la eterna frustración por la expectativa del incendio.

El aeropuerto de Bogotá está cercado: nada más llegar a las salas de embarque, los militares te registran, te cachean, te esculcan a ver qué llevas. Los aeropuertos de Estados Unidos también funcionan así, pero ellos tienen máquinas. Es como pasar por la cadena de montaje de una fábrica de bicicletas.

Fuera de esos detalles, se parecen. Las tiendas, por ejemplo, son iguales en todos: la gente siempre viaja con más dinero del que necesita. Y luego tiene que deshacerse de él. Los duty free son estaciones de rescate al servicio de los que tienen demasiado, lujosos basureros fronterizos para  billetes extranjeros. La gente recorre las tiendas con cara de lástima preguntándole a los dependientes: “¿Le molesta si dejo mi dinero aquí? ¿Puedo abandonar en esta tienda mis $1000? No sé qué hacer con ellos. No quiero que se queden solos”.

Los puntos más sensibles de cada aeropuerto son las salidas y llegadas. En los aeropuertos de América Latina siempre hay al menos una legión familiar con los niños en traje y corbata, reunidos para el evento de despedir al padre, la madre o el tío que emigra. La solemnidad de la ocasión –y las lágrimas- tiene cierto aire fúnebre. Pero luego, en las llegadas de todas partes, está es el espectáculo de los reencuentros. La gente se besa, se abraza, se da regalos, se sonríe. La película Love actually arranca mostrando la puerta de llegadas de Heathrow. Quizá sea manido, pero es efectivo. Es el tipo de escena ante la cual, si no lloras, no tienes corazón.
 
Aunque para mí, la parte más nostálgica es la sala de espera frente a la pista de aterrizaje, cuando ya no hay marcha atrás. La gente se amodorra en los asientos y espera, espera, espera. En las salas VIPS suele haber bebidas, sillones y ordenadores para trabajar, pero la cara de la gente es la misma. Es el espectáculo de la inmovilidad. El camarero saca hielos de una cubeta y, a su alrededor, el tiempo se detiene.

Mis favoritos son los aeropuertos en los que se puede caminar de las salas de espera al avión. El de Marrakesh es así. Uno se siente como en casa. No me importa que haya que caminar en tubos, siempre que se pueda caminar. Lo que odio de verdad es llegar al avión en un autobús. Es como una escala más en el viaje, como si te fueses más lejos.

Lo único que ningún aeropuerto te ofrece es un lugar a dónde ir. Preguntaré en el próximo duty free, pero no me hago demasiadas esperanzas.

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18 de octubre de 2006
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EL PLANETA POMBO

En el “planeta Pombo” pasan cosas agradables, sorprendentes, contradictorias y divertidas. Cuando el domingo Álvaro Pombo recibió el Premio Planeta entró una bocanada de literatura en esa casa editorial que tantas bifurcaciones tiene. El premio de referencia, el mejor dotado y más popular de la literatura en español, tiene muchas veleidades mediáticas, populares y populistas que no siempre ayudan a crear mejores lectores. El escritor Juan Marsé este año no hubiera tenido que marcharse del jurado. Ni tuvieron que disimular su malestar las habituales conjuradas Rosa Regàs y Carmen Posadas. También se encontraban cómodos en sus papeles de nuevos jurados, Soledad Puértolas y Alfredo Bryce Echenique. Y es que Álvaro Pombo es uno de nuestros más interesantes narradores ahora hace ya casi treinta años.

Pombo, al que muchos descubrimos en aquellos Relatos sobre la falta de sustancia, que publicó Rosa Regàs en su editorial La Gaya Ciencia, no ha dejado de crecer y dar sorpresas con sus libros, principalmente con sus novelas. Desde esos relatos iniciales, sin olvidar sus poemas de aquellos años, su obra ha ido avanzando por originales caminos temáticos, por heterodoxos planteamientos de contenidos y de clasicismo formal. Muchas obras notables completan la trayectoria de este feliz ganador que el pasado año también fue ganador, con su novela Contra natura, de otro premio literario que también se otorga en Barcelona, el premio Salambó. Un premio de prestigio sin dinero, nada que ver con el Premio Planeta. A Pombo, a quien seguramente le alegraría recibir el Salambó, le alegró mucho más recibir el Planeta porque, según él, es un premio divertido y el dinero lo convierte en mucho más divertido.

A él, que fue un “niño bien”, que por razones distintas tuvo que trabajar duro para supervivir en Londres, que ha sabido vivir sin mucho dinero y que mantiene una dilatada fidelidad al editor Herralde, lo de ahora, lo del millonario Premio Planeta le parece tan fascinante como haber ganado en la Bolsa. Dice que su relación con la editorial Anagrama, donde está casi toda su obra, seguirá en las buenas relaciones habituales. Que el vínculo con Planeta, de momento, es una cana al aire. ¿Quién se resiste a los cien millones del premio? ¿Hay razones para resistirse? Seguramente. Yo recuerdo al menos tres novelistas españoles que han declarado su rechazo a ser tentados por ese premio: Rosa Montero, Almudena Grandes y Javier Marías. La verdad es que los tres tienen lectores, y seguramente contratos, que les permiten no tener que buscar el impulso mediático y de ventas que suele proporcionar el Planeta.

El Premio Planeta sigue siendo un espectáculo, una representación, un juego de disimulos y una mejorable puesta en escena de unos ritos que poco tienen que ver con la literatura. Sin embargo, si sucede que el premio se concede a un buen escritor -como Álvaro  Pombo- y que además entrega una buena novela -algo que no siempre ha pasado con algunos buenos escritores que han ganado el Planeta- estamos ante la feliz noticia de que la novela más comprada de la literatura en español sea una obra importante desde el punto de vista literario y estaríamos en el mejor de los rumbos para conseguir que lectores y literatura no vayan por caminos contrarios. Si es un buen Pombo, la literatura en español está de enhorabuena. Esperamos impacientes su publicación.

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17 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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