Félix de Azúa
La exactitud de aquel verso de Josep Carner, “Hoy llueve en todas las estaciones de Francia”, dispara la imagen del meteoro a su extremo dramático, allí donde tienen lugar las despedidas, donde comienza la ausencia, donde siempre llueve.
También en Madrid llueve a cántaros. Cuando llueve, el conductor madrileño se lanza a la ocupación del espacio reservado para el paso de vehículos en dirección perpendicular. Al cabo de pocos minutos, todos los automóviles impiden el paso de todos los automóviles. La ciudad se convierte en un río de hierro.
Fantástica superficie de metales mojados que reflejan las inútiles luces de los semáforos y sobre la que parpadean los azules giratorios de las ambulancias, los verdes policiales, los intermitentes anaranjados del autobús, el rojo vivo de los frenos. Alberto Aguilera es un dragón multicolor.
Comienzan entonces los bocinazos dirigidos contra aquellos que ocupan el espacio de la circulación y a quienes responden los que ocupan el otro espacio de la circulación. No hay espacio para la circulación, pero suena como un fortissimo de Bruckner.
El gran concierto de los bocinazos va dirigido a denostar la pésima educación del otro, su egoísmo infantil, su ceguera, aunque en realidad va dirigido contra uno mismo por haber nacido. Y secundariamente, por estar en Madrid.
Es un coro de lamentos desesperados y agrios, como cráneos que percuten contra un muro. Es el llanto de una población acostumbrada a sufrir asedios, persecuciones, crueles destrucciones, y a la que no le gusta alardear de mártir, aunque sí cantarlo a coro.
Habituados a que los problemas no tengan solución, a la angustia de una ciudad aislada en el altiplano, en cuanto se esponja la circulación, con el corazón ligero y un optimismo incorregible, se lanzan a ocupar cualquier espacio libre como habitantes de frontera. Así olvidan de inmediato que los problemas no tienen solución y ya están ideando algunos nuevos. La frontera ha retrocedido un poco, y el círculo sigue intacto.
Admirable ciudad sin memoria negativa, acostumbrada al castigo de los tiranos, de los dictadores, de los espadones y de los Martes de carnaval, pero considerada por buena parte de sus compatriotas como la causa de toda tiranía, dictadura, satrapía o teocracia que caiga sobre el país.
Ellos, sin embargo, indiferentes al llanto de otras ciudades y regiones opulentas y farisaicas, ciudades y regiones que se aprovechan de la inmensa cantidad de violencia, trabajo, agitación y lucha que tiene lugar en la capital, miran al cielo y se lanzan de nuevo con el coche a otra veloz carrera, empujados por el horror de vivir en el centro de un vacío. Así se precipitan hacia otro atasco que les permita respirar, indignarse, imaginar nuevos problemas y reanudar la sinfonía de bocinazos. Su auténtico himno nacional.