Los aeropuertos son los únicos lugares de los que todo el mundo está a punto de irse. A menudo tienen hoteles al costado, pero eso no les roba su esencia. Si estás en el aeropuerto, en cualquier caso, eres alguien a punto de huir.
Cada aeropuerto es la primera estampa que el viajero recibe de su país. El de Tegucigalpa es tan pequeño que la pista de aterrizaje es interrumpida por una calle. Cuando estuve, de las paredes colgaban fotos narrando la historia del aeropuerto. En una de ellas aparecía la orquesta que lo inauguró: un caballero con un xilófono y otros dos con maracas. Fue todo un acontecimiento.
En México y Quito los aeropuertos no están afuera sino adentro de la ciudad. Desde la torre latinoamericana o el teleférico respectivamente, se aprecia la cola de aviones que se precipitan sobre la ciudad, como si estuvieran a punto de estrellarse contra ella. Pero luego, nunca pasa nada. Es decepcionante la eterna frustración por la expectativa del incendio.
El aeropuerto de Bogotá está cercado: nada más llegar a las salas de embarque, los militares te registran, te cachean, te esculcan a ver qué llevas. Los aeropuertos de Estados Unidos también funcionan así, pero ellos tienen máquinas. Es como pasar por la cadena de montaje de una fábrica de bicicletas.
Fuera de esos detalles, se parecen. Las tiendas, por ejemplo, son iguales en todos: la gente siempre viaja con más dinero del que necesita. Y luego tiene que deshacerse de él. Los duty free son estaciones de rescate al servicio de los que tienen demasiado, lujosos basureros fronterizos para billetes extranjeros. La gente recorre las tiendas con cara de lástima preguntándole a los dependientes: “¿Le molesta si dejo mi dinero aquí? ¿Puedo abandonar en esta tienda mis $1000? No sé qué hacer con ellos. No quiero que se queden solos”.
Los puntos más sensibles de cada aeropuerto son las salidas y llegadas. En los aeropuertos de América Latina siempre hay al menos una legión familiar con los niños en traje y corbata, reunidos para el evento de despedir al padre, la madre o el tío que emigra. La solemnidad de la ocasión –y las lágrimas- tiene cierto aire fúnebre. Pero luego, en las llegadas de todas partes, está es el espectáculo de los reencuentros. La gente se besa, se abraza, se da regalos, se sonríe. La película Love actually arranca mostrando la puerta de llegadas de Heathrow. Quizá sea manido, pero es efectivo. Es el tipo de escena ante la cual, si no lloras, no tienes corazón.
Aunque para mí, la parte más nostálgica es la sala de espera frente a la pista de aterrizaje, cuando ya no hay marcha atrás. La gente se amodorra en los asientos y espera, espera, espera. En las salas VIPS suele haber bebidas, sillones y ordenadores para trabajar, pero la cara de la gente es la misma. Es el espectáculo de la inmovilidad. El camarero saca hielos de una cubeta y, a su alrededor, el tiempo se detiene.
Mis favoritos son los aeropuertos en los que se puede caminar de las salas de espera al avión. El de Marrakesh es así. Uno se siente como en casa. No me importa que haya que caminar en tubos, siempre que se pueda caminar. Lo que odio de verdad es llegar al avión en un autobús. Es como una escala más en el viaje, como si te fueses más lejos.
Lo único que ningún aeropuerto te ofrece es un lugar a dónde ir. Preguntaré en el próximo duty free, pero no me hago demasiadas esperanzas.