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Viejos modos, modales antiguos

En el casco histórico de Montpellier hay un eje urbano de indudable grandeza. Un arco de triunfo encierra en su luz la estatua ecuestre de Luis el Grande. Algo más allá, el precioso templete de las aguas oculta un colosal acueducto que los lugareños llaman les arceaux. Es la huella de una potencia constructora que no podemos ni imaginar. Tras innumerables destrucciones, la ciudad de Montpellier, rebelde y hugonota, fue finalmente conquistada por los ingenieros, los arquitectos, los escultores y los consejeros de la corona francesa. Allí sigue, en esa plataforma barroca que domina el valle y la ciudad, petrificada, la huella de su anexión definitiva.

Dentro del casco urbano, en la calle Jean Moulin puede leerse una placa que guarda la memoria del jefe de la resistencia contra la ocupación alemana. La inscripción no dice “asesinado por los nazis”, sino “ejecutado por el ejército alemán”. Como la estatua del rey Luis, esta placa conserva la memoria de un suceso de armas, un sufrimiento, un pasado que debe olvidarse para seguir viviendo, pero que no debe olvidarse del todo para poder vivir adecuadamente. Según reza la inscripción, el jefe de la resistencia no fue la víctima de un crimen sino un oficial francés pasado por las armas del invasor.

Vivir con decencia, tanto en el ámbito público como en el privado, nos obliga a aceptar nuestras derrotas. Negarlas es infantil, como aquel corrupto jefe de la Guardia Civil, Roldán, que falsificó su currículo para presentarse ante sus subordinados como un diplomado universitario. Olvidarlas es correr el peligro de repetirlas, como los que tratan ahora de ganar una guerra civil que sus abuelos perdieron irremediablemente.

Sin embargo, la memoria ha de dignificar el pasado, no reducirlo a un pudridero. Ha de recordar a los héroes que se enfrentaron al ejército nazi, pero nunca debe ridiculizar a ese ejército porque entonces la derrota sería una mera consecuencia natural y los luchadores carecerían de valor. Rebajar al enemigo es rebajar el valor de quienes lucharon contra él. Los gigantes que vencen a enanos no suelen dejar muy buen recuerdo.

Europa ha sido un matadero durante siglos. Se ha construido sobre la sangre de millones de víctimas. A los cristianos europeos y americanos nunca les importó añadir otro millón de muertos al cementerio de su historia. Como dijo el infame Napoleón ante los cadáveres de la Grand Armée: “Esto lo arregla una noche de amor en París”. Se adivina en sus palabras la futura influencia de los publicistas. No obstante, los occidentales han sido siempre prudentes y han sabido digerir sus derrotas con sabiduría, asumirlas decentemente. Y cuando no lo han hecho, como Hitler, incapaz de reconocer que Alemania había sido derrotada, se convierten en delincuentes.

Tras la orgía de la Segunda Guerra Mundial, cuando los millones de muertos ya se aproximaban al centenar, parece que a los occidentales nos entró un cierto desasosiego. Es difícil dignificar semejante barbarie, respetar a enemigos tan monstruosos. Desde entonces no parece fácil distinguir entre guerra y crimen. Sin embargo, es imprescindible hacerlo, y es imprescindible petrificar el pasado del modo más digno posible.

Aquellos que se niegan a aceptar y petrificar el pasado, como quien se niega a aceptar y petrificar un abandono conyugal, mantienen el duelo y se lo exigen a todos los demás, a veces violentamente, como los bengalíes que arrojan ácido a la cara descubierta de sus mujeres.

Pero es inútil deformar sus rostros. No por eso volverán a cubrirse. No por eso regresarán las mujeres a la protección patriarcal. Si se igualan guerra y crimen, entonces Bin Laden y Josu Ternera son los nuevos Jefferson.

Porque tengo para mí que el motivo de la violencia islamista no obedece a ninguna otra causa que a la incapacidad de asumir la derrota, la ausencia de vigor para reconocer el fracaso. Y esa impotencia violenta está cada vez más extendida también entre muchos cristianos.

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20 de septiembre de 2006
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El verdugo

Se llamaba Antonio López Sierra, fue el último verdugo español. Representaba el escalón menor de la administración de justicia (?) en los años del franquismo. Un oscuro funcionario para que ejecutara la muerte legalmente administrada. Lo conocimos cuando ya estaba en paro. Era un hombre pequeño, temeroso, de pocas palabras, desaliñado y oscuro. Vivía en una pequeña portería del barrio de Malasaña, en un habitáculo interior, sin ventanas, en compañía de su mujer, un canario y unos cuantos pobres muebles. Muy pocas personas del barrio conocían su oficio. Después de participar en la película Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, una obra maestra sobre la España negra, se había tenido que cambiar de barrio. Era, cuando lo conocimos, un hombre solitario, un bebedor silencioso, un paseante solitario y nocturno. Era un hombre sin vida. Antonio, de origen extremeño, de vida dura, con algunos pequeños delitos en su oscura existencia, de trabajos precarios, con pasado carcelario y perdedor en la guerra civil. Sobrevivía vendiendo caramelos. Malvivía con su mujer y dos hijos. Para salir de su situación alguien le propuso ser verdugo. Atrapado en su propia miseria, incapaz de encontrar salidas en un entorno sórdido, aceptó el trabajo. Pensó, como aquel verdugo de otra obra maestra de nuestro cine, aquel que interpretaba Pepe Isbert en la película de Berlanga, que tendría poco trabajo. Y, además, alguien tendría que hacer ese sórdido trabajo.

Fue su secreto oficio durante más de treinta años. Ejecutó a más de veinte personas. Conoció su oficio, cuidaba la “máquina” -así llamaba Antonio al garrote-. Un maletín con unos artilugios metálicos que se guardaban en las dependencias del Ministerio de Justicia. Cuando llegaba la hora, una pareja de la Guardia Civil, o un policía en los últimos años, acompañaban a este ejecutor de sentencias a que realizara su siniestro trabajo. Se sienta al reo, se le ata con las esposas a un palo, se le venda y se le estrangula con un torniquete. Se trituran sus vértebras cervicales para laminar su cuello aplastando el bulbo.

No seguiré describiendo los efectos del garrote. Si quieren, en Baroja o en Daniel Sueiro pueden encontrar minuciosas descripciones de esta manera española de ejecutar la muerte.

Recuerdo a esa otra víctima, ese otro triste cautivo que es el verdugo, porque está presente en una de las películas que optan a ser las que nos representen en los Oscar de Hollywood. Se trata de Salvador, de Manuel Huerga, sobre la vida y muerte de un joven anarquista, de un antifranquista llamado Salvador Puig Antich. Los últimos veinte minutos de la película son sobrecogedores. Hablan de otro país. De aquel país de los últimos años del franquismo que algunos conocimos muy bien, demasiado bien. Puig Antich fue, en compañía de Heinz Ches, el último ajusticiado de la injusticia en tiempos de Franco. La última ejecución de un verdugo, de un pobre hombre que tiene un lugar siniestro en la peor historia de nuestro reciente pasado.

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19 de septiembre de 2006
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EL SÉPTIMO

Es una enfermedad vinculada con mi oficio: visito en Internet los sitios de autores, casas editoriales, sociedad de amigos de escritores y otra capillas electrónicas dedicadas a la literatura. Soy capaz de adivinar cuándo se trata de un trabajo artesanal hecho por un amigo que dice que sabe algo de informática (y no voy a insultar a nadie con un ejemplo) y cuándo hay una inversión de verdad por parte del editor.

Basta visitar el sitio americano del escritor japonés Haruki Murakami, construido con el implacable orden de una caja de almuerzo en el imperio del sol naciente, para entender que los gatos que van caminando en la pantalla no se consiguen sin un hondo conocimiento de la tecnología Flash. El sitio de J.K. Rowling, la autora de la exitosa historia de Harry Potter, pertenece a la misma categoría: inversión fuerte y trabajo de profesionales. Es un sitio que no se visita, todo el contrario: invade la pantalla del visitante y despliega una serie de objetos que conforman el universo de la novela.

Merece un estudio, sí, sí, insisto, merece un estudio pues nos encontramos en el mundo que más ha hecho por la lectura en los últimos años. La señora Rowling desmiente todas las afirmaciones sobre la ruptura entre las nuevas generaciones y la lectura. Los jóvenes leen libros, lo que pasa es que no quieren libros aburridos.

El sitio de Rowling/Potter tiene dos pisos. El de abajo, por donde se entra, es un tremendo desorden. Peor que la habitación de un joven adolescente. Pero en su falta de organización explica el lío de la vida en equilibrio entre el presente y el pasado: por una parte, hay un disquete de computadora (u ordenador), de estos disquetes que ya desaparecieron, muertos a causa de los CD en el darwinismo de las especies informáticas. También hay un teclado; pero, por otra parte, hay un sacapuntas, una goma y varios cuadernos.

Si miramos a lo que lleva vida, hay una mariposa, otro insecto (un bicho redondo imposible de identificar) y la pantalla de un teléfono celular. No hay que olvidar los sonidos del sitio: canto de las aves, ladrido de un perro, ruido de un carro. El ruido continuo del viento añade el toque de misterio o de terror que contribuye a recrear la atmósfera de la obra. Hay que esperar varios minutos (no lo digo de broma, no he mirado mi reloj) quizás seis o siete para que pase algo: se mueve un objeto y se escuchan otros sonidos que no voy a describir: hay que recompensar la paciencia.

Claro que los objetos sirven de enlaces para desplazarse en el sitio y sobre todo subir a las habitaciones del segundo piso. Entre varias opciones hay un diario The Daily News que cuenta, para niños y adolescentes, la vida de la autora y sobre todo de su obra. Un título único: Las últimas noticias sobre el libro 7 (el sitio viene en varios idiomas incluyendo el castellano). De manera sorprendente, la última noticia confirma el despliegue inicial. Escribe la Sra. Rowling al contar su viaje a Nueva York en el mes de agosto: “la vuelta de Nueva York resultó especialmente interesante por las nuevas medidas de seguridad establecidas por las líneas aéreas… me negué en redondo a separarme del manuscrito del libro siete (gran parte del cual está escrito a mano y no tenía copia).

No sé por qué me provoca una gran alegría descubrir que el libro que más impacto comercial tiene en nuestra época no pertenece todavía por completo al mundo digital y está tan amenazado como una hoja cerca de una llama o de la papelera que puede utilizar un ser distraído. El sitio de Rowling es un gran trabajo de profesional pero el manuscrito de su séptimo libro, que tantos lectores esperan, es una cosa que pertenece todavía al oficio de escribir. El dinero no puede con todo. Hay cosas que se hacen a mano.

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19 de septiembre de 2006
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LA VOZ (3)

Es posible que una buena voz corresponda a una persona necia pero es difícil que una mala voz pertenezca a un ser inteligente. ¿Se correlaciona por tanto la inteligencia y la voz?

Algo impreciso hace intuir que la inteligencia actúa sobre la voz para trasmitirle claridad, interés, adecuación o perfeccionamiento. El tonto, por su parte, descuida forzosamente la voz y la convierte en un artefacto suelto sobre el que no muestra ejercer ningún dominio.

Parecen, en cualquier caso, más profundos o perspicaces los dueños de una voz que ahonda o cuya pertinencia física es evidente.

Después, se da el caso de aquellas voces que se imponen sin resistencia posible en las tertulias. Los depositarios de esas voces extraordinarias acaban imperando por más razones que sus cuerdas vocales pero necesariamente reinan por su admirable calidad sonora.

Nos complace mucho escuchar a alguien cuya preciosa voz se ajusta a un valioso contenido pero siendo el contenido muy importante la desgraciada  disonancia de su timbre nos perturba y  nos ahuyenta.

Es cruel decirlo pero la voz ajusticia.

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19 de septiembre de 2006
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Dostoievski en Baltimore

Era de madrugada cuando terminé de ver el último capítulo de The Wire, y me costó mucho conciliar el sueño. No sé ustedes, pero cuando yo me encuentro con una obra que me entusiasma (libro, película, historieta, serie televisiva: da igual) la adrenalina fluye por mi cuerpo como si me hubiese lanzado al vacío en paracaídas. Mientras reviso una y mil veces las escenas, los personajes y las situaciones (y reboto de pared a pared, como un niño que consumió demasiada azúcar), mezclo el placer que siento con el deseo y me pregunto si alguna vez podré producir una ficción tan atrapante como la que acabo de disfrutar. Los pactos fáusticos, se sabe, no surgen de la nada.

The Wire es una miniserie policial creada por David Simon, que va por su cuarta temporada en HBO. Yo llegué tarde a este tren, acabo de ver el último capítulo de la temporada inicial. Pero los tambores seguían batiendo en su favor con tanto entusiasmo (Stephen King escribió hace poco que The Wire ya había dejado de ser muy buena televisión para convertirse en televisión clásica, “junto con The Prisoner y las primeras temporadas de The Sopranos”), que me decidí a combatir mi empedernida ignorancia y empecé por el principio. Fue una buena inversión. The Wire cuenta una historia que no brilla por su originalidad (la lucha de una división especial de la policía contra un traficante de drogas de Baltimore), pero eso es lo de menos: lo importante es cómo la cuenta. Viendo The Wire uno comprende que, aunque ya casi no existan las novelas que pintan el mundo entero al pintar una aldea en su complejidad, la miniserie televisiva se ha convertido en el heredero natural de ese formato literario. Al disponer de un tiempo narrativo tan generoso (las temporadas oscilan entre los once y los trece capítulos, lo cual equivale a igual cantidad de horas), las miniseries pueden darse el lujo de ver todo el espectro social, desde el adolescente que vende drogas para mantener a sus hermanitos hasta el senador corrupto que recibe contribuciones de un traficante para su campaña. The Wire transcurre en Baltimore pero podría ocurrir en Buenos Aires, Madrid, el DF o Río –o, como sugiere Stephen King, en el Inferno de Dante.

No es una miniserie que aspire a ser cool, su estilo es naturalista, por completo desprovisto de afectaciones. Lo que le importa a David Simon es otra cosa, su mirada es la del tipo que contempla la violencia de una gran ciudad, que se pregunta si hay algo que podamos hacer al respecto –y que se arremanga para al menos intentarlo, aun cuando sabe que la codicia del hombre y la podrida médula del sistema lo han derrotado antes de comenzar. Imagino que la riqueza de su relato coral y la compasión que destila fueron algunas de las causas que acercaron a The Wire a grandes de la narrativa policial como George Pelecanos, Richard Price (Clockers, Freedomland) y Dennis Lehane (Mystic River), que se convirtieron en colaboradores de Simon sin pensarlo dos veces. Desde el punto de vista de un escritor, esta línea de fuerza de Dostoievski-en-Baltimore-post 9/11 que encarna The Wire resulta un atractivo irresistible.

Al meterme esta mañana en la red me encontré con la buena noticia de que HBO acaba de contratar a Simon para que produzca una quinta, y aparentemente final, temporada de The Wire. Mientras espero que HBO transmita la cuarta temporada en Latinoamérica tengo tiempo para comprar la segunda y tercera, ya editadas en DVD. ¿Existe algo más maravilloso que la anticipación del disfrute que, en casos como el de The Wire, sabemos que nos espera en algún punto del futuro?

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19 de septiembre de 2006
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Fantasmas sin tumba

En otra de sus reveladoras intuiciones, Walter Benjamin afirmó que las fotografías, como los humanos, tenían inconsciente. No porque en ellas se colara disimuladamente el conflicto inabordable de un alma enferma, como aquel buitre inverosímil que Freud dibujó en una pintura de Leonardo, sino porque la máquina fotográfica captaba con sus ojos, más desnudos que los ojos humanos, aspectos del mundo que eran invisibles a los habitantes de aquel tiempo. Al mirar viejos retratos, Benjamin descubría detalles que habían pasado inadvertidos a quienes estaban presentes cuando se dispararon las fotografías. El inconsciente visual de una temporalidad histórica sólo se manifestaba muchos años más tarde a quienes ya no podían intervenir en la escena.

En un artículo de Michael Kimmelman (The New York Times/El País, 14 septiembre) sobre una exposición dedicada al gran Walker Evans, aparecen de nuevo fantasmas (distintos a los de Benjamin) que han permanecido petrificados en la luz apagada del pasado, durante décadas, como momias vivientes. Los actuales sistemas de revelado digital pueden hacer visibles muchos detalles que los viejos negativos han mantenido ocultos durante más de medio siglo. “El proceso digital permite descubrir detalles incrustados en los negativos”, escribe Kimmelman. El uso de “incrustados” invita a pensar en esos insectos atrapados en gotas de resina desde hace millones de años. Seres desaparecidos pero presentes, que esperan una mirada del futuro.

Kimmelman cita varios ejemplos del inconsciente fotográfico de Evans (¡del inconsciente de su máquina!) que pueden verse ahora en la exposición, y me han llamado la atención dos de ellos. El primero dice que es: “Una chica en sombras, en la puerta de un tenderete, junto a la carretera de Birmingham, Alabama”. Y el segundo, no menos inquietante: “Fotos de carné en la ventana de un estudio de fotografía de Savannah, Georgia”.

Aquella muchacha de Alabama que en 1936 no pudo ver Evans, pero sí su máquina, regresa ahora, setenta años más tarde, para que la pueda conocer su nieta, si hubo descendencia, o quizás para recoger una mirada atenta que nunca tuvo porque murió joven. Si aumentamos el tamaño de las fotos de carné de Savannah quizás averigüemos quién vivía entonces en aquella pequeña ciudad y qué actividad le obligó a hacerse un documento de identidad. De ese modo es posible que descubramos ahora por qué esa identidad ha tardado tanto en volver al mundo.

Como en aquella película de Antonioni en la que gracias a las sucesivas ampliaciones de una fotografía, el fotógrafo descubre un asesinato que le ha pasado inadvertido a pesar de haberlo fotografiado, así también están regresando ahora vidas invisibles que habían permanecido a la vista de todo el mundo, aunque perfectamente ocultas.

Hay un abismal pasado esperando a ser rescatado de los negativos fotográficos. Y junto a estos fantasmas sin tumba aparece también un futuro: el de los psicoanalistas de fotos. Porque también las fotografías que estamos haciendo en este preciso instante ocultan imágenes borrosas, muchachas en sombras, diminutas identidades disimuladas en el claroscuro de la fotografía, que nosotros jamás podremos ver y que en el futuro declararán sombríamente sobre sus ciegos fotógrafos.

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19 de septiembre de 2006
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Sobre La Noche de los Lápices

Este sábado fue una de las raras ocasiones en que el Obelisco sirvió para algo. El tan tradicional como algo banal símbolo de Buenos Aires se disfrazó de lápiz, para conmemorar los treinta años de uno de esos hechos que contribuyeron a despojarnos de nuestra inocencia: la Noche de los Lápices. A mediados de septiembre de 1976, grupos de operaciones de la policía bonaerense secuestraron a varios adolescentes de entre 16 y 18 años, que habían destacado en su reclamo en pos de la instauración de un boleto estudiantil. Esto es: chicos que reclamaban que los estudiantes pudiesen pagar menos por el uso del transporte público, tal como era costumbre hasta que se instaló la dictadura. Se ve que los represores consideraban que del boleto estudiantil al triunfo del comunismo mediaba un solo paso, por lo que decidieron hacer tronar el escarmiento. Enviaron a los perros negros en su busca, los arrancaron de sus casas, los encerraron en cárcel clandestina (el sábado también hubo un homenaje en el Pozo de Bánfield, el campo de concentración donde vivieron sus últimos días: un monumento al horror que todavía está de pie), los torturaron en cuerpo y alma (porque además de la violencia física los sometieron a simulacros de fusilamiento) y finalmente los fusilaron de verdad.

Disculpen que me ponga obvio, pero necesito subrayar el dato: hablo de chicos y chicas de la edad de mis hijas, o sea a medio cocer, de ojos tan grandes como inocentes, todavía inseguros, puro tallo, de esos que aun no logran manejar bien el cuerpo nuevo y a los que la voz les tiembla, llenos de generosidad y de torpeza y por eso indignos de cualquier otra cosa que no sea cuidado y ternura. Pero para las bestias que entonces tenían el poder eran enemigos del Estado, o cuanto menos enemigos en potencia; imagino que decidieron arrasar con ellos para que su destino disuadiese a otros de imitarlos.

La semana pasada me conmovió el testimonio de Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes, que hoy roza los cincuenta años. Las cámaras de Telenoche, el informativo de Canal 13, lo acompañaron en su regreso al Pozo de Bánfield. Se acordaba del sitio a la perfección, y podía identificar cada una de las celdas infectas en que vivieron semidesnudos, durante aquel tiempo que tan sólo para Pablo no fue el último. Verlo quebrarse como se quebró me partió el alma: la forma en que parecía volver a los 18 al hablar de aquellos compañeros que nunca crecieron, la culpa del sobreviviente que prometió a todos que los sacaría de allí y fracasó en su cometido. (Díaz salió del Pozo de Bánfield para ser blanqueado como prisionero del Estado, y pasó preso otros tres años.) Tal como me ocurre cada vez que rememoro el hecho, no puedo dejar de pensar que ellos tenían pocos años más que yo; pero yo provenía de una familia apolítica, y tenía un interés todavía escaso en el mundo real (vivía en una nube de fantasías, ya por entonces no ansiaba otra cosa que ser escritor), y de alguna manera este desapego me protegió. Si la dictadura hubiese llegado unos años después, cuando yo ya había despertado al mundo y respondido al deseo de convertirlo en un sitio mejor, seguramente no sería yo quien escribe hoy en este espacio.

Para aquellos tentados de desdeñar esta historia como parte de un pasado remoto, valga el relato de lo ocurrido la semana pasada. Durante algunas horas, la entrada que la enciclopedia online llamada Wikipedia dedicaba a La Noche de los Lápices describió el hecho como “un invento creado por las organizaciones terroristas que reclutaban jóvenes secundarios y universitarios para llevar a cabo sus delitos de lesa humanidad”. Es decir que existe alguien hoy que abusó del mecanismo liberal de la Wikipedia, que permite a sus usuarios modificar los contenidos que brinda, para justificar el secuestro y asesinato a sangre fría de un grupo de adolescentes. Lo cual equivale a decir que sigue existiendo gente que si tuviese oportunidad, volvería a perpetrar horrores como los ya cometidos.

Por eso quiero mencionar por sus nombres a María Claudia Falcone, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, María Clara Ciocchini, Francisco López Muntaner y Daniel Racero. Porque aunque sus asesinos se hayan empeñado en esconder sus cuerpos, yo quiero que en este sitio los chicos no sean desaparecidos, sino aparecidos.

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18 de septiembre de 2006
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EL DRAMA SIN TEXTO

Hace un par de años, en el festival de teatro de Avignon hubo protestas tumultuosas contra la presentación de un noventa por cien de las obras sin texto o con tan poco texto que no se recibía la representación como un producto literario sino audiovisual.

Ayer me ocurrió lo mismo asistiendo a la función de Medea que por unos días se presentó en el Teatro Español de Madrid. ¿Su argumento? ¿Sus peripecias? Imposible desentrañar de qué se hablaba o a qué se refería el montaje. O, mejor dicho, el montaje era su entera referencia.

No puedo decir que lo pasara mal ni que los actores dejaran de hacerlo bien. La cuestión radica en que los actores se manifestaban de manera sustantivamente distinta al modelo convencional. Declamaban con notable impostación no por sus deficiencias sino por la voluntad de producir efectos especiales. Efectos especiales presentes tanto en su vestuario como en la escenografía, cuya plasticidad era la clave de la entrega.

El teatro de texto por el que pugnó Haro Tecglen toda su vida se ha ido desvaneciendo no sólo en las creaciones recientes sino también en las muy antiguas. La bandera es la plástica al punto que incluso el sintagma “obra de arte” está cediéndole su sitio. ¿Plástica frente a arte? ¿No serían aspectos de lo mismo? Lo fueron pero ya no lo son tanto. El arte en sí ha perdido prestancia. Lo artístico connota lo refinado mientras lo plástico sitúa en primer lugar la expresión eficiente y directa.

En el universo de la comunicación los efectos directos son la clave del éxito. A esas luces, lo artístico se hunde en un plano de segundo nivel, menos patente y de menor potencia para la rápida consumición sensorial. Quienes no supieran nada de la obra de Eurípides o incluso quienes recordaran vagamente su contenido salieron del teatro sin ninguna idea ni información suplementaria. Pero obtuvieron, por el contrario, un rico contingente de sensaciones estéticas. El teatro tiende a ser plástico en correspondencia con el inmenso plató de la sociedad del espectáculo.

Aunque, con todo ¿cómo no seguir requiriendo en la estela de Eduardo Haro el cuidado del texto, la riqueza de los diálogos, el disfrute de los versos recitados? Puede que no siendo excelente la escritura, el público se aburra antes de hora pero tanto los telefilmes como las películas bien dialogadas de ahora mismo han podido cosechar éxitos prolongados y masivos, prueba de que ante lo mejor –de acuerdo con los tiempos- el oído no ha perdido el gusto por la imaginación o la inteligencia habladas.

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18 de septiembre de 2006
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LAS CRUZADAS

No me corresponde inventar una hermenéutica de las palabras de un Papa que da gato musulmán por liebre islamista. Escoger un texto sumamente ambiguo del siglo catorce para plantear el problema de la convivencia entre las religiones monoteístas en el siglo veintiuno procede de una visión extraña de la pedagogía. Ya periódicos y revistas se llenaron de distintas interpretaciones, siempre vinculadas con un consenso generalizado: tenemos al primer Papa de la era moderna que, por falta de matices en su expresión, se dedica de manera activa a luchar contra la paz. Hacer peor, es decir hablar de manera más peligrosa, no se puede.

A pesar de todo, hay que reconocer la coherencia del Papa. Habló de buena fe (sin broma). Dijo la semana pasada en una universidad alemana lo que siempre ha dicho en todas partes. Como lo destacó Frédéric Lenoir, sociólogo y sobre todo director del mensual Le Monde des religions: “Ese Papa tiene la obsesión de recordar a Europa sus raíces cristianas”. De esto se trata. Sin interpretar las palabras del Papa se debe denunciar el error de los comentaristas que buscan en ellas una visión de las relaciones entre cristianos y musulmanes que tiene el jefe de la iglesia católica. Hablar (mal o bien) del otro bando es hablar de su propio bando. Prueba de esto dos artículos que leí sobre las cruzadas. Ambos ayudan a entender el ámbito real del discurso pronunciado en el aula magna de la universidad de Ratisbona.

El primer artículo lo firmó Felipe Fernández Armesto en el Times de Londres. Es la reseña de un libro sobre la historia de las cruzadas cristianas. Pero no habla tanto del libro como de la visión errónea que tenemos de las cruzadas. ¿Qué dice Fernández Armesto? Tres cosas:

1. Las cruzadas no provocaron un choque entre civilizaciones; “en el mundo mediterráneo, las comunidades cristianas y musulmanas siguieron en su convivencia”.

2. “El gran conflicto de esta época no fue entre los cristianos y los musulmanes, más bien entre los sunnitas y los chiítas” – con victoria de los primeros sobre los segundos.

3. “El gran efecto de las cruzadas en el reino cristiano fue una aceleración de la piedad religiosa”.

Siempre, una cruzada produce más efectos adentro que afuera. Es lo que explica el autor del segundo artículo, Tony Judt, al denunciar en la London Review of Books la debilidad de los intelectuales liberales que apoyan sin reserva la supuesta cruzada del presidente americano George W. Bush en contra del “islamismo-fascismo” como se dice en la Casa Blanca. Bush no es el Papa pero tiene un discurso muy parecido en el fondo: dice que la violencia, la falta de razón se encuentra en el otro bando. Y el discurso tiene una eficiencia potente al leer la lista, establecida por Judt, de los intelectuales, tanto en Europa como en EE. UU. que no se atrevían a criticar al promotor de la cruzada (Thomas Friedman, Adam Michnik, Vaclav Havel, André Glucksmann, etc.).

Una cruzada es la confirmación de una identidad común, incluyendo la paranoia, las mentiras y el voluntarismo que se esconde en el alma íntima de cualquier pueblo. Al leer al Papa, pensé enseguida en estos artículos. Felipe Fernández Armesto consiguió escribir una historia total del mundo; Tony Judt publicó una historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Son dos hombres que tienen un talento excepcional para la síntesis. Y ambos, escribiendo antes de las palabras del Papa, nos dan la clave de su interpretación: el jefe de la Iglesia Católica hablaba a los cristianos. Cuando de guerra se trata, solo se puede hablar a sus propias tropas. Aun más cuando es la guerra de Dios.

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18 de septiembre de 2006
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Elogio del subversivo

Cuando yo era niño, mi papá y sus amigos –unos señores latinoamericanos mayoritariamente barbudos y con lentes de carey- solían comentar las noticias del periódico como quién lee un calendario. Todo eran señales que anunciaban la llegada inminente de la revolución. Nunca se preguntaban si llegaría realmente, o si sería necesaria. Sólo sabían que llegaría. La revolución era como un huracán del Caribe, un fenómeno natural incontenible: y ante su emergencia uno sólo podía sumarse o ser abandonado por la historia. 

Un año antes de mi nacimiento, Salvador Puig Antich fue ejecutado en España con el cruel sistema del garrote vil, acusado de asesinar a un policía durante un enfrentamiento. Fue la última ejecución ordenada por Franco antes de su muerte, y tuvo un sentido político: El presidente de gobierno Luis Carrero Blanco acababa de morir víctima de un atentado de ETA. Su automóvil había saltado por los aires con él dentro. El régimen necesitaba enviar una señal de fuerza contra los subversivos. Le tocó a Puig Antich.

La película Salvador, estrenada esta semana en España, narra los últimos meses de la vida de este anarquista. Las reacciones de quienes lo conocieron han sido diversas: sus hermanas ven al joven idealista fielmente retratado. Sus compañeros de militancia en el Movimiento Ibérico de Liberación consideran que se vacía de contenido político al personaje, y que la bella historia de amistad con un carcelero franquista es sencillamente inverosímil. Supongo que cada persona alberga a muchas personas distintas, y que cada uno de nuestros amigos o parientes ve sólo uno de nuestros numerosos rostros.

No obstante, hay un punto de unión entre la historia política y la familiar: el padre de Puig Antich. Joaquim Puig había sido militante de Acció Catalana durante la República. Tras la guerra civil fue encerrado en un campo de concentración en Francia, y a su regreso a España fue condenado a muerte. El indulto le llegó en el último minuto. En la película, el personaje del padre es un hombre derrotado, que apenas habla. El protagonista lo describe como un hombre “acostumbrado a vivir con miedo”. En contraste, el film describe a Salvador como un hombre “que se atrevió a vivir sin miedo”. De alguna manera, su rebelión es también una rebelión contra lo que ve en su padre, y a la vez, una rebelión para liberarlo a él.

Ahora bien, desde un punto de vista táctico y desde el siglo XXI, la rebelión del Movimiento Ibérico de Liberación sorprende por su ingenuidad. Asaltaban bancos a cara descubierta, se saltaban las normas de seguridad de la clandestinidad, dedicaban el botín a la publicación de revistas y pretendían financiar a obreros huelguistas que ni siquiera aceptaban su dinero porque sospechaban el origen. Para colmo, eran anarquistas, la versión más utópica de la liberación. El objetivo final de sus escaramuzas era un mundo sin clases, sin jefes, sin líderes, en el que todo el mundo fuese igual y libre. Nada menos.

Yo estaba en primera fila en los años noventa, cuando todo ese mundo de Robin Hoods se vino abajo: los amigos de papá mayoritariamente se afeitaron y se volvieron empresarios, y cambiaron las banderas rojas por cheques al portador. Creo que eso me hizo muy escéptico, y frecuentemente bastante cínico. Supongo que a Salvador este mundo tampoco le habría terminado de gustar. Pero paradójicamente, la película me hizo pensar que él consiguió lo que quería: defendiendo lo imposible murió víctima de lo real. Así redimió a su padre, y a la vez, se convirtió en el fantasma de una ilusión. La gran ventaja es que a los fantasmas nadie los puede matar.

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18 de septiembre de 2006
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