Félix de Azúa
En otra de sus reveladoras intuiciones, Walter Benjamin afirmó que las fotografías, como los humanos, tenían inconsciente. No porque en ellas se colara disimuladamente el conflicto inabordable de un alma enferma, como aquel buitre inverosímil que Freud dibujó en una pintura de Leonardo, sino porque la máquina fotográfica captaba con sus ojos, más desnudos que los ojos humanos, aspectos del mundo que eran invisibles a los habitantes de aquel tiempo. Al mirar viejos retratos, Benjamin descubría detalles que habían pasado inadvertidos a quienes estaban presentes cuando se dispararon las fotografías. El inconsciente visual de una temporalidad histórica sólo se manifestaba muchos años más tarde a quienes ya no podían intervenir en la escena.
En un artículo de Michael Kimmelman (The New York Times/El País, 14 septiembre) sobre una exposición dedicada al gran Walker Evans, aparecen de nuevo fantasmas (distintos a los de Benjamin) que han permanecido petrificados en la luz apagada del pasado, durante décadas, como momias vivientes. Los actuales sistemas de revelado digital pueden hacer visibles muchos detalles que los viejos negativos han mantenido ocultos durante más de medio siglo. “El proceso digital permite descubrir detalles incrustados en los negativos”, escribe Kimmelman. El uso de “incrustados” invita a pensar en esos insectos atrapados en gotas de resina desde hace millones de años. Seres desaparecidos pero presentes, que esperan una mirada del futuro.
Kimmelman cita varios ejemplos del inconsciente fotográfico de Evans (¡del inconsciente de su máquina!) que pueden verse ahora en la exposición, y me han llamado la atención dos de ellos. El primero dice que es: “Una chica en sombras, en la puerta de un tenderete, junto a la carretera de Birmingham, Alabama”. Y el segundo, no menos inquietante: “Fotos de carné en la ventana de un estudio de fotografía de Savannah, Georgia”.
Aquella muchacha de Alabama que en 1936 no pudo ver Evans, pero sí su máquina, regresa ahora, setenta años más tarde, para que la pueda conocer su nieta, si hubo descendencia, o quizás para recoger una mirada atenta que nunca tuvo porque murió joven. Si aumentamos el tamaño de las fotos de carné de Savannah quizás averigüemos quién vivía entonces en aquella pequeña ciudad y qué actividad le obligó a hacerse un documento de identidad. De ese modo es posible que descubramos ahora por qué esa identidad ha tardado tanto en volver al mundo.
Como en aquella película de Antonioni en la que gracias a las sucesivas ampliaciones de una fotografía, el fotógrafo descubre un asesinato que le ha pasado inadvertido a pesar de haberlo fotografiado, así también están regresando ahora vidas invisibles que habían permanecido a la vista de todo el mundo, aunque perfectamente ocultas.
Hay un abismal pasado esperando a ser rescatado de los negativos fotográficos. Y junto a estos fantasmas sin tumba aparece también un futuro: el de los psicoanalistas de fotos. Porque también las fotografías que estamos haciendo en este preciso instante ocultan imágenes borrosas, muchachas en sombras, diminutas identidades disimuladas en el claroscuro de la fotografía, que nosotros jamás podremos ver y que en el futuro declararán sombríamente sobre sus ciegos fotógrafos.