Vicente Verdú
Hace un par de años, en el festival de teatro de Avignon hubo protestas tumultuosas contra la presentación de un noventa por cien de las obras sin texto o con tan poco texto que no se recibía la representación como un producto literario sino audiovisual.
Ayer me ocurrió lo mismo asistiendo a la función de Medea que por unos días se presentó en el Teatro Español de Madrid. ¿Su argumento? ¿Sus peripecias? Imposible desentrañar de qué se hablaba o a qué se refería el montaje. O, mejor dicho, el montaje era su entera referencia.
No puedo decir que lo pasara mal ni que los actores dejaran de hacerlo bien. La cuestión radica en que los actores se manifestaban de manera sustantivamente distinta al modelo convencional. Declamaban con notable impostación no por sus deficiencias sino por la voluntad de producir efectos especiales. Efectos especiales presentes tanto en su vestuario como en la escenografía, cuya plasticidad era la clave de la entrega.
El teatro de texto por el que pugnó Haro Tecglen toda su vida se ha ido desvaneciendo no sólo en las creaciones recientes sino también en las muy antiguas. La bandera es la plástica al punto que incluso el sintagma “obra de arte” está cediéndole su sitio. ¿Plástica frente a arte? ¿No serían aspectos de lo mismo? Lo fueron pero ya no lo son tanto. El arte en sí ha perdido prestancia. Lo artístico connota lo refinado mientras lo plástico sitúa en primer lugar la expresión eficiente y directa.
En el universo de la comunicación los efectos directos son la clave del éxito. A esas luces, lo artístico se hunde en un plano de segundo nivel, menos patente y de menor potencia para la rápida consumición sensorial. Quienes no supieran nada de la obra de Eurípides o incluso quienes recordaran vagamente su contenido salieron del teatro sin ninguna idea ni información suplementaria. Pero obtuvieron, por el contrario, un rico contingente de sensaciones estéticas. El teatro tiende a ser plástico en correspondencia con el inmenso plató de la sociedad del espectáculo.
Aunque, con todo ¿cómo no seguir requiriendo en la estela de Eduardo Haro el cuidado del texto, la riqueza de los diálogos, el disfrute de los versos recitados? Puede que no siendo excelente la escritura, el público se aburra antes de hora pero tanto los telefilmes como las películas bien dialogadas de ahora mismo han podido cosechar éxitos prolongados y masivos, prueba de que ante lo mejor –de acuerdo con los tiempos- el oído no ha perdido el gusto por la imaginación o la inteligencia habladas.