Jean-François Fogel
No me corresponde inventar una hermenéutica de las palabras de un Papa que da gato musulmán por liebre islamista. Escoger un texto sumamente ambiguo del siglo catorce para plantear el problema de la convivencia entre las religiones monoteístas en el siglo veintiuno procede de una visión extraña de la pedagogía. Ya periódicos y revistas se llenaron de distintas interpretaciones, siempre vinculadas con un consenso generalizado: tenemos al primer Papa de la era moderna que, por falta de matices en su expresión, se dedica de manera activa a luchar contra la paz. Hacer peor, es decir hablar de manera más peligrosa, no se puede.
A pesar de todo, hay que reconocer la coherencia del Papa. Habló de buena fe (sin broma). Dijo la semana pasada en una universidad alemana lo que siempre ha dicho en todas partes. Como lo destacó Frédéric Lenoir, sociólogo y sobre todo director del mensual Le Monde des religions: “Ese Papa tiene la obsesión de recordar a Europa sus raíces cristianas”. De esto se trata. Sin interpretar las palabras del Papa se debe denunciar el error de los comentaristas que buscan en ellas una visión de las relaciones entre cristianos y musulmanes que tiene el jefe de la iglesia católica. Hablar (mal o bien) del otro bando es hablar de su propio bando. Prueba de esto dos artículos que leí sobre las cruzadas. Ambos ayudan a entender el ámbito real del discurso pronunciado en el aula magna de la universidad de Ratisbona.
El primer artículo lo firmó Felipe Fernández Armesto en el Times de Londres. Es la reseña de un libro sobre la historia de las cruzadas cristianas. Pero no habla tanto del libro como de la visión errónea que tenemos de las cruzadas. ¿Qué dice Fernández Armesto? Tres cosas:
1. Las cruzadas no provocaron un choque entre civilizaciones; “en el mundo mediterráneo, las comunidades cristianas y musulmanas siguieron en su convivencia”.
2. “El gran conflicto de esta época no fue entre los cristianos y los musulmanes, más bien entre los sunnitas y los chiítas” – con victoria de los primeros sobre los segundos.
3. “El gran efecto de las cruzadas en el reino cristiano fue una aceleración de la piedad religiosa”.
Siempre, una cruzada produce más efectos adentro que afuera. Es lo que explica el autor del segundo artículo, Tony Judt, al denunciar en la London Review of Books la debilidad de los intelectuales liberales que apoyan sin reserva la supuesta cruzada del presidente americano George W. Bush en contra del “islamismo-fascismo” como se dice en la Casa Blanca. Bush no es el Papa pero tiene un discurso muy parecido en el fondo: dice que la violencia, la falta de razón se encuentra en el otro bando. Y el discurso tiene una eficiencia potente al leer la lista, establecida por Judt, de los intelectuales, tanto en Europa como en EE. UU. que no se atrevían a criticar al promotor de la cruzada (Thomas Friedman, Adam Michnik, Vaclav Havel, André Glucksmann, etc.).
Una cruzada es la confirmación de una identidad común, incluyendo la paranoia, las mentiras y el voluntarismo que se esconde en el alma íntima de cualquier pueblo. Al leer al Papa, pensé enseguida en estos artículos. Felipe Fernández Armesto consiguió escribir una historia total del mundo; Tony Judt publicó una historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Son dos hombres que tienen un talento excepcional para la síntesis. Y ambos, escribiendo antes de las palabras del Papa, nos dan la clave de su interpretación: el jefe de la Iglesia Católica hablaba a los cristianos. Cuando de guerra se trata, solo se puede hablar a sus propias tropas. Aun más cuando es la guerra de Dios.