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Elogio del subversivo

Por 18 de septiembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando yo era niño, mi papá y sus amigos –unos señores latinoamericanos mayoritariamente barbudos y con lentes de carey- solían comentar las noticias del periódico como quién lee un calendario. Todo eran señales que anunciaban la llegada inminente de la revolución. Nunca se preguntaban si llegaría realmente, o si sería necesaria. Sólo sabían que llegaría. La revolución era como un huracán del Caribe, un fenómeno natural incontenible: y ante su emergencia uno sólo podía sumarse o ser abandonado por la historia. 

Un año antes de mi nacimiento, Salvador Puig Antich fue ejecutado en España con el cruel sistema del garrote vil, acusado de asesinar a un policía durante un enfrentamiento. Fue la última ejecución ordenada por Franco antes de su muerte, y tuvo un sentido político: El presidente de gobierno Luis Carrero Blanco acababa de morir víctima de un atentado de ETA. Su automóvil había saltado por los aires con él dentro. El régimen necesitaba enviar una señal de fuerza contra los subversivos. Le tocó a Puig Antich.

La película Salvador, estrenada esta semana en España, narra los últimos meses de la vida de este anarquista. Las reacciones de quienes lo conocieron han sido diversas: sus hermanas ven al joven idealista fielmente retratado. Sus compañeros de militancia en el Movimiento Ibérico de Liberación consideran que se vacía de contenido político al personaje, y que la bella historia de amistad con un carcelero franquista es sencillamente inverosímil. Supongo que cada persona alberga a muchas personas distintas, y que cada uno de nuestros amigos o parientes ve sólo uno de nuestros numerosos rostros.

No obstante, hay un punto de unión entre la historia política y la familiar: el padre de Puig Antich. Joaquim Puig había sido militante de Acció Catalana durante la República. Tras la guerra civil fue encerrado en un campo de concentración en Francia, y a su regreso a España fue condenado a muerte. El indulto le llegó en el último minuto. En la película, el personaje del padre es un hombre derrotado, que apenas habla. El protagonista lo describe como un hombre “acostumbrado a vivir con miedo”. En contraste, el film describe a Salvador como un hombre “que se atrevió a vivir sin miedo”. De alguna manera, su rebelión es también una rebelión contra lo que ve en su padre, y a la vez, una rebelión para liberarlo a él.

Ahora bien, desde un punto de vista táctico y desde el siglo XXI, la rebelión del Movimiento Ibérico de Liberación sorprende por su ingenuidad. Asaltaban bancos a cara descubierta, se saltaban las normas de seguridad de la clandestinidad, dedicaban el botín a la publicación de revistas y pretendían financiar a obreros huelguistas que ni siquiera aceptaban su dinero porque sospechaban el origen. Para colmo, eran anarquistas, la versión más utópica de la liberación. El objetivo final de sus escaramuzas era un mundo sin clases, sin jefes, sin líderes, en el que todo el mundo fuese igual y libre. Nada menos.

Yo estaba en primera fila en los años noventa, cuando todo ese mundo de Robin Hoods se vino abajo: los amigos de papá mayoritariamente se afeitaron y se volvieron empresarios, y cambiaron las banderas rojas por cheques al portador. Creo que eso me hizo muy escéptico, y frecuentemente bastante cínico. Supongo que a Salvador este mundo tampoco le habría terminado de gustar. Pero paradójicamente, la película me hizo pensar que él consiguió lo que quería: defendiendo lo imposible murió víctima de lo real. Así redimió a su padre, y a la vez, se convirtió en el fantasma de una ilusión. La gran ventaja es que a los fantasmas nadie los puede matar.

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