Marcelo Figueras
Era de madrugada cuando terminé de ver el último capítulo de The Wire, y me costó mucho conciliar el sueño. No sé ustedes, pero cuando yo me encuentro con una obra que me entusiasma (libro, película, historieta, serie televisiva: da igual) la adrenalina fluye por mi cuerpo como si me hubiese lanzado al vacío en paracaídas. Mientras reviso una y mil veces las escenas, los personajes y las situaciones (y reboto de pared a pared, como un niño que consumió demasiada azúcar), mezclo el placer que siento con el deseo y me pregunto si alguna vez podré producir una ficción tan atrapante como la que acabo de disfrutar. Los pactos fáusticos, se sabe, no surgen de la nada.
The Wire es una miniserie policial creada por David Simon, que va por su cuarta temporada en HBO. Yo llegué tarde a este tren, acabo de ver el último capítulo de la temporada inicial. Pero los tambores seguían batiendo en su favor con tanto entusiasmo (Stephen King escribió hace poco que The Wire ya había dejado de ser muy buena televisión para convertirse en televisión clásica, “junto con The Prisoner y las primeras temporadas de The Sopranos”), que me decidí a combatir mi empedernida ignorancia y empecé por el principio. Fue una buena inversión. The Wire cuenta una historia que no brilla por su originalidad (la lucha de una división especial de la policía contra un traficante de drogas de Baltimore), pero eso es lo de menos: lo importante es cómo la cuenta. Viendo The Wire uno comprende que, aunque ya casi no existan las novelas que pintan el mundo entero al pintar una aldea en su complejidad, la miniserie televisiva se ha convertido en el heredero natural de ese formato literario. Al disponer de un tiempo narrativo tan generoso (las temporadas oscilan entre los once y los trece capítulos, lo cual equivale a igual cantidad de horas), las miniseries pueden darse el lujo de ver todo el espectro social, desde el adolescente que vende drogas para mantener a sus hermanitos hasta el senador corrupto que recibe contribuciones de un traficante para su campaña. The Wire transcurre en Baltimore pero podría ocurrir en Buenos Aires, Madrid, el DF o Río –o, como sugiere Stephen King, en el Inferno de Dante.
No es una miniserie que aspire a ser cool, su estilo es naturalista, por completo desprovisto de afectaciones. Lo que le importa a David Simon es otra cosa, su mirada es la del tipo que contempla la violencia de una gran ciudad, que se pregunta si hay algo que podamos hacer al respecto –y que se arremanga para al menos intentarlo, aun cuando sabe que la codicia del hombre y la podrida médula del sistema lo han derrotado antes de comenzar. Imagino que la riqueza de su relato coral y la compasión que destila fueron algunas de las causas que acercaron a The Wire a grandes de la narrativa policial como George Pelecanos, Richard Price (Clockers, Freedomland) y Dennis Lehane (Mystic River), que se convirtieron en colaboradores de Simon sin pensarlo dos veces. Desde el punto de vista de un escritor, esta línea de fuerza de Dostoievski-en-Baltimore-post 9/11 que encarna The Wire resulta un atractivo irresistible.
Al meterme esta mañana en la red me encontré con la buena noticia de que HBO acaba de contratar a Simon para que produzca una quinta, y aparentemente final, temporada de The Wire. Mientras espero que HBO transmita la cuarta temporada en Latinoamérica tengo tiempo para comprar la segunda y tercera, ya editadas en DVD. ¿Existe algo más maravilloso que la anticipación del disfrute que, en casos como el de The Wire, sabemos que nos espera en algún punto del futuro?