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Cuentos chinos

Cada vez son más frecuentes las novelas que utilizan material autobiográfico en lugar de construir mundos del todo ficticios. No tengo nada en contra, siempre que el círculo mágico que construye la lengua literaria tenga vida independiente. Me gusta el género menor, a veces en fragmentos desechados por los escritores, en sus cartas, en algún informe rescatado de la papelera, hay tanto arte literario como en una novela de quinientas páginas.

La incompleta Suite francesa de Irene Nemirovski, abandonada en una caja de zapatos durante cuarenta años, habría sido (¿es?) la mejor novela francesa sobre la guerra. Las cartas de Valle Inclán recientemente editadas por el profesor Hormigón son un Valle Inclán de gran calidad. Los informes de lectura que Gabriel Ferrater escribió mercenariamente para Seix Barral forman parte inexcusable de su producción poética y así fueron editados por la editorial Cuaderns Crema para placer de los aficionados.

Es posible que la trivialidad de la experiencia moderna sea lo que permite un trabajo tan refinado y artístico en las novelas. Cuando ese refinamiento falta, se nota. Así le sucedió a Martin Amis en el libro de recuerdos sobre su padre, Experiencia. A pesar de que Kingsley Amis era un tipo espléndido, las relaciones de Martin con su padre no tenían suficiente originalidad como para justificar un relato que aparecía como “novela”. Consciente de ello, le añadió dos rocambolescas historias, la primera sobre una prima secuestrada y asesinada por un célebre psicópata, y la segunda sobre la hija natural del autor. El resultado es divertido, pero deforme: un documento interesante y de escaso valor literario. Tiene la necesaria vulgaridad, pero le falta trabajo artístico.

Por el contrario, una vida original, única, asombrosa, exige dejar de lado las ambiciones literarias y narrar con la mayor simplicidad. Caso notable el de David Kidd, cuyos recuerdos se han publicado con el título de Historias de Pekín (Libros del Asteroide). En 1946 este caballero llegó a la capital china para ampliar sus estudios de sinología. En una estupenda escena cuenta cómo, al poco de llegar, conoció a su futura mujer, Aimee Yu, sin saber que pertenecía al núcleo más restringido de la aristocracia de la Ciudad Prohibida.

Tras la boda y durante cuatro años, antes de que los comunistas se afianzaran en el poder e impusieran un régimen de terror, Kidd vivió en el palacio de su suegro, cabeza visible de la Justicia en el laberinto imperial, personaje de la más alta nobleza y extremadamente acaudalado. Con mucha gracia y ese desparpajo de los anglosajones cuando cuentan sucesos inverosímiles, Kidd vivió como un personaje de Lady Murasaki: desayunaba en el pabellón de las mariposas ebrias y se fumaba un cigarro en la puerta de los sonidos sedosos, por así decirlo. De vez en cuando, como en un cameo, aparecía William Empson whisky en ristre.

Sólo con la mayor simplicidad puede narrarse la extinción de los incensarios que habían ardido durante quinientos años sin interrupción, pérdida inmensa porque al enfriarse la aleación de bronce y polvo de rubí el instrumento perdía irreparablemente su sensacional coloración y dejaba de ser una pieza única e irrepetible. Esta metáfora sobre la extinción de una sociedad con cuatro mil años de antigüedad tiene fuerza precisamente porque no es “literaria”, sino experiencial.

Si Kidd hubiera escrito sus recuerdos con un esfuerzo estilístico añadido, habría resultado insoportable. Una vida tan extraña en un mundo tan imposible no permite el ejercicio artístico. Algunos episodios, como el último baile de disfraces en el vastísimo parque del palacio, escena analógica al crepúsculo de los dioses, parecerían fruto del delirio alcohólico. Sólo la sobriedad del narrador permite creerlos.

Los muy antiguos maestros tenían sobre nosotros esa ventaja: podían hacer literatura hablando con absoluta naturalidad de vidas inverosímiles. La de Sísifo, la de Orestes, la de Jesucristo, la de Merlín, la de San Julián el hospitalario, la del profeta Elías arrebatado por un carro de fuego.

Jugaban con ventaja. Las vidas privadas carecían entonces de la menor importancia. A todo el mundo le importaban un bledo. Nosotros, los modernos, hemos hecho de la trivialidad cotidiana nuestra épica. Hay que echarle mucho arte para tenga algún sabor.

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25 de septiembre de 2006
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Los herederos

En cierta ocasión, un medievalista balear me dijo que las lenguas se hablan según quien mande. Los que antes mandaban en Cataluña hablaban castellano y todo el mundo tenía que hablar en castellano. Ahora los dueños de la región hablan en catalán, de modo que todo el mundo ha de hablar en catalán. La lengua oficial es la lengua del amo. Así lo creo yo también. No hay tal cosa como un conflicto lingüístico: se trata de dejar bien claro quién manda aquí.

Un concejal del ayuntamiento de Barcelona, un tal Portabella, ultra nacionalista del partido de Carod Rovira, ha manifestado que el próximo domingo no asistirá al pregón de las fiestas de la Merced, patrona de Barcelona. La razón de semejante grosería es que la pregonera, la simpática Elvira Lindo, pregonará en castellano.

No me cabe la menor duda de que si el pregonero hubiera sido subsahariano y hubiese pregonado en suahili, el concejal Portabella habría aplaudido hasta hacerse sangre y derramado gordas lágrimas de emoción. El concejal Portabella cree que no es xenófobo.

La xenofobia de los ultras catalanes es gravitacional e inversamente proporcional a la distancia. Cuánto más lejano el lugar de origen del interfecto, menos rechazo les produce. Aman a los indígenas de Nueva Zelanda, a los chinos, a los chechenos. Sin embargo, a medida que nos vamos acercando, ya aman menos: a los turcos, a los bereberes, a los marroquíes. Y les disgustan profundamente los próximos: los de Cádiz (Elvira), los de Córdoba (Montilla), los de Madrid (todos los españoles que no piensen como ellos).

Sin embargo, el odio sulfúrico, lo que les provoca unas urticarias dolorosísimas que deben rascarse con cepillo de púas, son los ciudadanos que viven en Cataluña y se niegan a aceptar las imposiciones de los amos. Estos, los que hablan en castellano en la sagrada tierra catalana, o sea un 70% de la población, les provocan un profundo asco y mandan a sus muchachuelos a reventar aquellos actos en los que participan.

A Elvira Lindo la han pillado a media distancia; finalmente, Cádiz está en el otro extremo de España, es un poco ya África para ellos y creo que la dejarán pregonar en castellano sin demasiados problemas, aunque nunca se sabe. Lo que jamás sucederá es que un vecino de Barcelona pregone en castellano, eso sí que no. Este es el auténtico judío, el negro verdadero, el moro concreto del racismo catalán.

Es lógico. Podría producirse una confusión sobre la herencia: alguien podría dar por supuesto que esa gente tiene algún derecho a la misma, aunque no hable la lengua del amo.

Portabella y los suyos no están dispuestos a que nadie se les lleve ni siquiera el aparato de televisión. Y mira que está viejo.

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22 de septiembre de 2006
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El provocador discreto

Todo el mundo conoce a Alfred Hitchcock. Y a Billy Wilder. Y a Charles Chaplin. Pero quizá porque no era un maestro de la autopromoción, o porque no ganó tantos oscars, o porque no aparecía con frecuencia en la pantalla, a Otto Preminger nunca le hacen tanto caso. Este año se cumplen cien de su nacimiento y veinte de su muerte, y quizá sea una buena ocasión para recordarlo o descubrirlo. Creo que se lo merece, porque le debemos muchas cosas que hoy consideramos normales, como los créditos en animación, George Scott, o la posibilidad de decir “virgen” en una película.

Esta última fue toda una lucha. En 1953, una pícara Maggie McNamara protagonizaba The moon is blue y hablaba de la seducción con una ligereza que escandalizó a la censura de la época. Ahora parece increíble, pero en esa época, el público recibió muy mal líneas de diálogo como: “los hombres piensan que las vírgenes somos aburridas” o “¿cree usted que soy una virgen profesional?”. La exagerada extensión de los besos tampoco sentaba muy bien. Si se fijan bien, en las películas de esa época, incluso las parejas casadas dormían en camas separadas.

Preminger resistió: no cedió a la presión de censores y exhibidores, y terminó descubriendo algo más, que quedaría grabado en la cultura mercantil de nuestra era: el escándalo es rentable. The moon is blue fue un gran éxito, y recibió tres nominaciones al Oscar. Dos años después de esa experiencia, Preminger lanzó The man with the golden arm, con Frank Sinatra en el papel de un adicto a la heroína. Esta vez, los guardianes de la moral habían aprendido la lección. Optaron por quedarse callados y retirar la drogadicción de la lista de temas censurados. Aún así, la película fue un éxito y recibió otras tres nominaciones al Oscar.

Cosas aún más osadas pueblan el currículum de este director. En 1960, contrató para escribir el guión de Exodus a Dalton Trumbo, proscrito por la caza de brujas desatada por McCarthy. Trumbo firmó con seudónimo, pero Preminger nunca se hizo problemas al respecto. Cuando un periodista le preguntó por qué reconocía públicamente haber contratado a un escritor vetado, respondió:

-Porque usted me lo ha preguntado.

Preminger se permitía esos lujos porque trabajaba en libertad (otro de sus inventos fue la figura de productor independiente) y sobre todo porque trabajaba con total discreción. Ante la censura, nunca respondía desafiante y agresivo, sino apacible y seguro de sí mismo. Aparecía poco y dejaba que su trabajo hablase por él. Su reino no era la opinión pública, sino el estudio de grabación.

Eso sí, en el estudio era un tirano. Michael Caine, Deborah Kerr, Tom Tryon y todos los actores que trabajaron con él dan fe de su carácter irascible y su tendencia a gritarles brutalmente a todos los actores del estudio. Aunque encantador en la vida social, en el trabajo se transformaba en un monstruo, obsesionado con moldear un mundo a su exacta medida, y forzar a sus actores a habitar en él.   

Un mundo cruel, por cierto. Sus personajes enfrentan casi siempre grandes dilemas morales, porque sus convicciones individuales o sus apetitos suelen entrar en conflicto con sus obligaciones o sus creencias. El cardenal deja morir a su hermana para no quebrar la ley de Dios; el presidente de Advise and Consent saca adelante sus nobles decisiones contra todo el corrupto sistema que preside; el embaucador de Fallen Angel estafa por amor; la niña mimada de Bon jour tristesse destruye a su padre porque lo quiere demasiado. Creo que la actualidad de Otto Preminger reside precisamente en esa obsesión. Sus filmes nos muestran lo que no queremos ver de nosotros mismos: el conflicto entre la recta conciencia y la esclavitud a nuestras pasiones. Él mismo era un ejemplo de eso, mientras forjaba a grito pelado, casi a golpes –pero sin aspavientos públicos-, un giro total para la libertad de expresión y para la manera de ver el cine durante el siglo XX.

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22 de septiembre de 2006
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LA MALA EDUCACIÓN ESPAÑOLA

Las vergonzosas cifras sobre el estado de la educación en España hacen pensar que nos encontramos bajo una sucesión de gobiernos tan ignorantes como irresponsables. De ser menos ineptos habrían recaído en la soberana importancia de la educación, base de la efectiva soberanía del pueblo. Pero acaso su irresponsabilidad se corresponde tanto con la inepcia como con la astucia para ostentar el poder sin el contrapoder de la inteligencia instruida. Que España, octava potencia económica del mundo, se encuentre a la cola de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) -puesto 28 de un total de 30 países- en el presupuesto de educación y también a la cabeza en fracaso escolar, denota no solo un pecado inversor y una negligencia profesional sino una grave dejación democrática en términos absolutos.

La primera Constitución democrática española de 1812 establecía en su discurso preliminar: “...el Estado, no menos que soldados que le defienden, necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública”. Los franceses, los alemanes o los ingleses se tomaron en serio la escuela para la construcción de la nación pero no España. Aquí, a la altura de 1900, más del 60% de la población continuaba siendo analfabeta mientras en Francia el porcentaje era del 17% y en Alemania o en Inglaterra del 5%.

Cuando se ha buscado explicación sobre el retraso general español a lo largo de casi todo el siglo XX aquí se encontraba una de las causas maestras. Y nunca mejor dicho. Ni los recursos materiales, ni la consideración de los maestros, ni la estabilidad y acierto de los planes de estudio contribuyeron a mejorar las cosas. Más bien, al auge de escolarizaciones de los años setenta y ochenta siguió la molicie formativa del último decenio: títulos regalados, aprobados generales, pérdida de fe en los estudios, descalificación de los profesores, desintegración de los contenidos, caos y desidia en las aulas. En los tiempos de la llamada sociedad de la información y el conocimiento, los gobiernos españoles parecen llamarse a andanas. Podrían llamarse indignos de ser gobiernos.

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22 de septiembre de 2006
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Manifiesto del artista como santo

Nos tocó en suerte un mundo jibarizado. Pocos siglos atrás Shakespeare era un autor popular, el entertainer que convocaba al grueso del público londinense durante el fin de semana. Hoy los ingleses consumen American Idol o cosas por el estilo; lo que va de Elizabeth I a Tony Blair, american idol por mérito propio. Tampoco olvidemos que además se achicó el planeta, por obra de los aviones, de Internet y de la televisión, que nos permite espiar Darfur o Thailandia por su cerradura en el instante en que algo exótico ocurre. También se achicaron los paraguas y los apartamentos y los teléfonos. Y los sueldos y los autos y las mujeres, que si no vienen Extra Small de fábrica se recortan a medida por motu proprio. Las familias también se achicaron. (Y qué decir de los matrimonios. Y de las pasiones, que los médicos recomiendan consumir tan sólo en versión light). Se achicaron las salas de cine y el cine también, así como encogieron los equipos que reproducen música -y por supuesto la música.

Cada vez que veo a George Bush, con esos ojitos mezquinos que brillan con luz de escaso wattaje, me pregunto qué fue de los Salomón, los Kublai Khan, los Napoleón. ¡Esos sí que eran monarcas! Si uno va a ser regido, y aun si va a ser sojuzgado, ¿no sería preferible que lo fuese por figuras coloridas y melodramáticas, más grandes que la vida misma? Yo preferiría rabiar contra un Macbeth, conspirar contra un Ricardo III. Todo lo que puedo hacer hoy cuando veo los noticieros es gruñir por lo bajo, ¡este villano parece salido de Los Dukes de Hazzard! Por eso me apiado de los que aspiran hoy al sitial de Shakespeare: van a tener que hurgar en el pasado, porque los monarcas actuales no dan la talla para el drama imperecedero. Resulta natural que una actriz magnífica como Helen Mirren interprete a Elizabeth I, pero para interpretar a Blair alcanzaría con Mike Myers.   

También pienso en esto cuando hojeo libros nuevos y me parecen pequeños y faltos de ambición. (Me refiero a la verdadera ambición, la de poner el mundo patas arriba y generar una belleza inédita, tan distinta de la ambición de trepar listas de best sellers o impresionar a los alumnos de la Facultad de Letras.) Y también le doy vueltas al asunto cuando descubro que la música que compro es casi toda vieja, o en su defecto hecha por los gigantes que aun habitan entre nosotros. Que Bob Dylan titule Modern Times a su álbum nuevo no deja de ser un latigazo. Dylan suena más atemporal que nunca, como si sugierese que la única forma de ser moderno en estos días es poner toda la distancia posible entre uno mismo y este mundo banal.

¿Por qué no aparece un Leonard Cohen joven, sin ir más lejos? Me la paso escuchando la banda sonora de I’m Your Man, el documental sobre Cohen dirigido por Lian Lunson, y cada vez que lo hago me pregunto por qué ya nadie escribe canciones como estas –nadie que no sea Leonard Cohen, en todo caso, que gracias al cielo sigue vivito y coleando, como lo demuestra su último álbum, Dear Heather.

En un párrafo de Beautiful Losers (1966), Cohen se pregunta qué es un santo. “Un santo es alguien que ha alcanzado una posibilidad humana remota”, dice, para a continuación aclarar que la definición de esa posibilidad es algo que está fuera de su alcance. Todo lo que puede sugerir es que tiene algo que ver con “la energía del amor”. Y a continuación dice: “Contactarse con esa energía resulta en el ejercicio de una suerte de balance en el caos de la existencia”. Es obvio que yo no busco tan sólo artistas a secas, también necesito artistas-santos que me ayuden a encontrar el balance en esta vida caótica, artistas que dejen la seguridad de su hogar en busca de esa posibilidad humana remota –y que por ende corran los riesgos del caso. He encontrado muchos a lo largo de la Historia, pero también necesito contemporáneos, gente que ilumine este paisaje del tiempo que compartimos. No cuento más que con un puñado, y son toda gente grande: Dylan, Cohen, Caetano Veloso. Entre los que vienen detrás hay gente valiosa, pero ninguno que haya respirado el aire de semejantes alturas. A mi manera, rezo a diario para que surjan muchos que recojan la antorcha.

“En todas las cosas hay alguna rajadura. Es así como entra la luz”, canta Cohen en Anthem (o sea Himno, vaya título más apropiado). Yo creo que los artistas-santos funcionan como estas rajaduras de las que Cohen habla. Cuando contamos con menos artistas como ellos -y hoy hay pocos, ya lo creo-, menos luz entra.

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22 de septiembre de 2006
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SABER MENTIR

Si no sabes mentir no salgas de casa. Para estar fuera de casa, para sobrevivir en  fiestas, presentaciones, inauguraciones, estrenos, premios, confesiones y demás saraos es necesario saber mentir. Mi amigo Paco Clavel, que sigue moviéndose por el mundo sin parar de sonreír, después de un atracón de amabilidad social, dijo en confianza: “¡Qué falsas somos!”. Cuando sufro de sobredosis de mentiras sociales me acuerdo de su frase. Pero, nada, eso no tiene cura. Y como no pienso hacerme testigo de Jehová, pues eso, a seguir practicando. Oportunidades no faltan.

Mantuve el tipo en presencia de Esther Tusquets, la muy apreciada escritora y editora catalana que hace unos días paseaba por Madrid. Hace poco publicó un libro sobre sus aventuras editoriales llamado Confesiones de una editora poco mentirosa ¿Será verdad? ¿Ha podido sobrevivir en el mundo editorial sin contar mentiras? Como no me fío, no me pienso jugar con ella nada al póquer. Un juego de refinadas mentiras, de apariencias y sangre fría, del que la editora es una consumada jugadora. No es lo mío. No edito. Pero con mucho placer he leído este libro, el segundo libro de memorias de editores que leo esta semana, con algunos meses de retraso. Me acordé de él después de haber leído el de su amigo Herralde. El de Esther es más propiamente un libro de memorias y no tanto de homenajes como el del editor de Anagrama. Está lleno de curiosidades de esta editora que empezó por casualidad. La primera, inolvidable editorial Losada, dice que le cayó del cielo. Casi del cielo, al menos del cielo del franquismo: la heredó la familia Tusquets de un tío cura que había sido un activo golpista en pro de Franco. De un tío que, las “virtudes” nunca vienen solas, era también un destacado antisemita. Hermosa traición la que hizo la familia Tusquets con la herencia de su tío. Muchos libros que nada tuvieron que ver con el franquismo le debemos a la editorial Losada.

Entre otras curiosas apreciaciones de la sagaz escritora y editora, me llama la atención que asegure que en Madrid se hablaba mucho más que en Barcelona. Se sorprende de lo que se hablaba en el Madrid de los años sesenta, también de lo poco que se dormía y lo mucho que se bebía. Asegura que se hablaba más pero que, comparado con Barcelona, se hablaba más o menos de lo mismo. Con la salvedad de un tema. En Madrid se hablaba mucho de toros. En Barcelona nada. Se nota que Esther Tusquets no era de las habituales del restaurante Leopoldo, del Barrio Chino. Allí, con la presidencia tertuliana de Néstor Luján, se hablaba de toros más que en una tertulia del Gijón con Javier Pradera. Eran otros tiempos; Néstor Lujan ya no está. Y Pradera está desencantado con la tauromaquia. Razones para hablar menos. Además, el Madrid cultural felizmente está lleno de catalanes. Que hablen ellos.

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22 de septiembre de 2006
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EL BOTELLÓN INVERTEBRADO

Las élites no nacen exclusivamente de las alturas. Con cierta frecuencia el líder se forja, como el héroe, en un contexto humilde y refuerza su ascendencia a causa de haber traspasado niveles superiores y reaparecer a flote. La flotación constituye un signo de supervivencia. También de vivencia superior.

En las reuniones, en las cenas de matrimonios, en los encuentros de antiguos colegiales, alguien se impone por la importancia de su voz, el acierto de sus comentarios, la gracia de sus gestos, la acuidad de sus observaciones, el tino al expresar las emociones.

Esta figura señera forma parte de la élite. Los demás ceden su protagonismo a este dúctor que  impulsa a la emulación. No a la sumisión ni a la docilidad sino a un seguimiento de su personalidad y su estilo.

En la historia invertebrada que Ortega aplica a España se echa siempre de menos al personaje que aglutina y  promueve la convergencia social.

La España Invertebrada resulta de la falta de cabezas potentes en la política, en la geografía, en los estamentos profesionales, en la selección nacional. De esta invertebración, la España actual reedita la época de Ortega.  Cánovas dijo en su tiempo de varias disgregaciones y banderías que "España se acabó".

La interminable Guerra Civil y el franquismo fue encubriendo el proceso de disgregación pero hoy, a todas luces, España desaparece. Más que un país España tiende a convertirse en  Plataforma. La playa de los turistas, la balsa de los emigrantes, el plató mediático de la Salsa Rosa, el aula de la educación superficial. La reiteración de proclamas  sin ilusión, de afirmaciones políticas removibles, de partidismos o  porciones como la pizza hut, han empujado a España hacia un entretenido botellón de finde donde pasar la vida entera. Sin consecuencias.

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21 de septiembre de 2006
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¡Aló, aló…!

Iba yo a sorber plácidamente el té de las 17.30 cuando Radio Nacional me dejó de un aire, caí en una profundísima meditación y para cuando salí del ensimismamiento ya era la hora de cenar. Ensalada y foie.

Lo que me había abstraído eran los consejos que estaba dando un experto contratado por la emisora para instruir a los radioyentes en asuntos de vida cotidiana, autoayuda, felicidad conyugal, aceptación de sí mismo y otros ámbitos de la mayor importancia y en los que todos andamos faltos.

Decía el experto, Amador Cernuda, ese era su nombre, no lo olvidaré nunca, que hoy, a la hora de irnos a dormir, íbamos a enviar unos mensajes positivos al cerebro. “Vamos a enviar mensajes positivos al cerebro”, dijo. A lo que la directora del programa añadió, muy animosa, “¡Venga!”.

En este punto me olvidé del té y presté mucha atención. El experto dijo, con toda la razón del mundo, que “el cerebro no admite mensajes negativos”. Directora: “¡Claro que no!”. Y puso un ejemplo deslumbrante: si tú le dices al cerebro: “¡No pienses en un piano!”, de inmediato el cerebro se pone a pensar en un piano. “Así es, exacto”, dijo la directora. Lo probé, y en efecto, no sé yo cómo, pero me puse a pensar en un piano y aún no me lo he quitado de la cabeza por muchos mensajes positivos que le envío al cerebro en este sentido.

En consecuencia, dedujo el experto, si tratas de adelgazar no has de decirle al cerebro: “No quiero estar tan gordo”, sino todo lo contrario: “¡Cerebro!, ¡quiero estar aún más delgado!”. Sutileza. Hay que engañar al cerebro, que es un poco bobo. Por gordos que estemos, si el cerebro recibe un mensaje positivo nos adelgaza sin pausa porque, claro, él no puede vernos y no sabe si estamos gordos o flacos.

No es tan sencillo, no simplifiquemos. Me costaba un montón enviar mensajes positivos al cerebro sin usar el cerebro. Por mucho que repetía mis mensajes una y otra vez, todos me salían por el cerebro, y no servían de nada porque cuando llegaban al cerebro ya los conocía, y así no hay quien le engañe. ¿Cómo podía yo enviarle un mensaje positivo al cerebro desde fuera del cerebro? Esta es la cuestión.

Para cuando el té ya prácticamente se había evaporado, yo seguía cavilando quién era aquel yo sin cerebro que le enviaba mensajes positivos al cerebro de no se sabe quién ni en qué idioma. No obstante, le envié un mensaje positivo al cerebro y le dije que me estaba divirtiendo mucho pero que, por favor, apagara la radio con aquella gracia que le caracteriza. ¡Y así lo hizo! Lo del piano, no, pero la radio sí. ¡Cómo es, el cerebro!

Un poco más tarde, leyendo la prensa del día antes de dormir, momento supremo, me topé con otro asunto de cerebro sin cuerpo, o de yo sin cerebro. En este caso, sin pito, que en general no es lo mismo, pero vale. Según la prensa diaria, un caballero había pedido que le extirparan el pene que le había sido implantado meses antes, rotundo ejemplar de un pobre chico recién muerto, porque, decía el atribulado, “no lo siento mío”. O sea, que se movía por su propia cuenta y sin consultarle, a él.

Su señora estaba de acuerdo. Al parecer el pene respondía tan delicada y sutilmente a los arrumacos de la dama que la pareja, viéndolo animado y jubiloso, más contento que unas pascuas, se había aterrorizado. Ella venía a decir que era como si la violara el muchacho muerto. Los doctores, comprensivos, han aliviado al caballero de su aditamento.

Si esta pareja hubiera escuchado Radio Nacional de España el día 19 de septiembre, sabría que todo este embrollo se debe a los mensajes negativos que le han enviado al cerebro, no importa el de quién, al cerebro y punto. En lugar de decirle que se las arreglara con el pene de un muerto deberían haberle felicitado por su inesperada resurrección. “¡Hay que ver cómo te pones, cerebro mío, qué salvajada, muy agradecidos!”. Estos son los mensajes que hay que enviar, positivos.

Sin embargo, atención, no siempre funciona, yo, por ejemplo, sigo con el dichoso piano en la cabeza.

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21 de septiembre de 2006
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El señor del Infierno

Confesémoslo: la mayoría de nosotros lleva adelante una vida esquizofrénica. Por una parte nos consta que el universo que habitamos es frío e indiferente, en su vasto marco lo humano constituye apenas un fenómeno marginal: todo lo que podemos agradecerle es que haya adoptado el rumbo que hizo posible nuestra existencia, pero no es sensato esperar que nos conceda alguna otra gracia. Por  otra parte, nos gusta creer a diario que existe en nuestra vida algo así como una tensión de finalidad: una dirección que no es tan solo la del camino a la muerte, sino la del sentido. Amamos pensar que las cosas ocurren por algo y para algo, nos gusta pensar que construimos, que aprendemos, que avanzamos –aun cuando el universo irrumpe también a diario para sugerirnos, o enrostrarnos a lo bruto, que las cosas simplemente son, y porque sí.

Que el universo me perdone el atrevimiento, pero hoy es de esos días en que estoy convencido de que existe un sentido. La condena a cadena perpetua del represor Miguel Etchecolatz significa un triunfo de los mejores rasgos de nuestra especie: la perseverancia en la verdad, el rechazo a toda violencia y la búsqueda de justicia. Durante la dictadura Etchecolatz manejó una veintena de campos de concentración de la provincia de Buenos Aires, lo cual lo convierte en responsable por el destino de miles de argentinos que fueron secuestrados, torturados, violados, asesinados e incluso algo peor: despojados de su identidad, como los bebés que fueron arrancados a sus padres para ser entregados sotto voce, es decir ilegalmente, a nuevas familias. Entre los campos que Etchecolatz dirigía estaba el Pozo de Bánfield, al que también se llamaba El Infierno. Allí fueron encerrados y después fusilados, entre tantos otros, los adolescentes que habían tenido el descaro de reclamar que los estudiantes pagasen menos al usar el transporte público, un episodio ignominioso al que todavía se llama La Noche de los Lápices. Que la condena de Etchecolatz haya llegado a treinta años de aquel crimen imperdonable es algo que huele a (perdóname, universo) justicia poética.

Más allá de la pena otorgada a este monstruo, el dictamen incluyó un elemento que resultará importantísimo en los juicios que de aquí en más se sustanciarán a otros represores: la especificación de que Etchecolatz no cometió, ordenó o permitió esos crímenes de acuerdo a su antojo personal, sino “en el marco de un genocidio”. Desde el comienzo la Fiscalía apuntó a demostrar que todos esos delitos de lesa humanidad habían sido perpetrados para cumplir con un plan específico, a cuyos efectos se había organizado una fuerza ad hoc con efectivos de las Fuerzas Armadas y de los organismos de seguridad del Estado. Si existe la intención de matar a miles y si se organiza una pandilla para hacerlo, ya no se trata de delitos aislados sino de genocidio: exterminio sistemático de un grupo por motivos de raza, religión o políticos, reza mi diccionario, nunca más apropiado. Ahora que al fin ha sido impuesta, la calificación legal de genocidas dificultará a los represores esquivar sus condenas mediante los artilugios doctorales que hasta hoy habían intentado utilizar en su favor.

Para ser sincero, cuando lo pienso bien me digo que en realidad no somos tan esquizofrénicos. Es verdad que el universo no sabe nada de justicia humana, pero el texto que recita a diario debería inspirarnos: existimos en un sistema solar que favorece la vida, una vida que brota por doquier y se multiplica con pasión; este fenómeno depende, además, de la armonía entre infinidad de componentes, de su sociedad siempre perfectible. Si los humanos leyésemos más a menudo ese texto original, privilegiando la vida tal como lo hace el universo y entendiendo que la armonía entre las partes es condición sine qua non, nos iría mucho mejor. Por lo general ignoramos lo que el universo nos cuenta y reescribimos la existencia caprichosamente, convirtiendo la excepción –por ejemplo la violencia que este universo sufrió pocas veces en milenios, como ajuste para reformular su equilibrio- en norma, y atacando la vida que el universo consagra. Al menos esta vez, el fallo de los jueces Rozanski, Insaurralde y Lorenzo reescribió la Historia siguiendo el libreto que el universo tuvo la grandeza de inspirarnos.

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21 de septiembre de 2006
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FERNÁN GÓMEZ EN SU SILLA

Este fin de semana en el Festival de San Sebastián se proyectará una de las películas que más ganas tengo de ver. También una de las películas que produce más envidia, sin verla, no haberla podido rodar. Es el gran espectáculo que durante años de charlas, risas, copas y otras situaciones que mi envidia me impide imaginar, ha reunido a dos amigos, dos colegas, dos cómplices frente a una silla en la que se sentaba Fernando Fernán Gómez. Los responsables son David Trueba -de conocido talento en cine y libros- y Luis Alegre, universalmente conocido por sus canciones, su capacidad para la amistad y sus talentos para los libros de cine y las mujeres hermosas. Juntos y revueltos han conseguido una película de larga duración con un solo protagonista.

Estoy convencido de que será un gran espectáculo. El mejor espectáculo de la memoria, la forma de contar, el fondo de la historia, la recreación de lo vivido y la lúcida mirada a las últimas siete décadas de nuestra historia. La película se llama La silla de Fernando. Los que alguna vez hemos tenido la fortuna de ver y escuchar de cerca a Fernán Gómez sabemos que puede ser tan apasionante como la mejor ficción. O como la mejor no ficción. Apasionante propuesta de un cine español que no está atado solamente a la fácil comercialización de gran presupuesto. Además la película lleva música de dos monstruos que no se conocían, Bebo Valdés y Enrique Morente. El cartel lo firma otro de los grandes, Oscar Mariné.

Espero que los que no podemos escaparnos a San Sebastián, los amantes del gran espectáculo del cine, más pronto que tarde podamos sumergirnos en la magia compartida de ver a uno de nuestros mayores nombres del espectáculo y la cultura en una sala de cine.

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21 de septiembre de 2006
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