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Viejos modos, modales antiguos

Por 20 de septiembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

En el casco histórico de Montpellier hay un eje urbano de indudable grandeza. Un arco de triunfo encierra en su luz la estatua ecuestre de Luis el Grande. Algo más allá, el precioso templete de las aguas oculta un colosal acueducto que los lugareños llaman les arceaux. Es la huella de una potencia constructora que no podemos ni imaginar. Tras innumerables destrucciones, la ciudad de Montpellier, rebelde y hugonota, fue finalmente conquistada por los ingenieros, los arquitectos, los escultores y los consejeros de la corona francesa. Allí sigue, en esa plataforma barroca que domina el valle y la ciudad, petrificada, la huella de su anexión definitiva.

Dentro del casco urbano, en la calle Jean Moulin puede leerse una placa que guarda la memoria del jefe de la resistencia contra la ocupación alemana. La inscripción no dice “asesinado por los nazis”, sino “ejecutado por el ejército alemán”. Como la estatua del rey Luis, esta placa conserva la memoria de un suceso de armas, un sufrimiento, un pasado que debe olvidarse para seguir viviendo, pero que no debe olvidarse del todo para poder vivir adecuadamente. Según reza la inscripción, el jefe de la resistencia no fue la víctima de un crimen sino un oficial francés pasado por las armas del invasor.

Vivir con decencia, tanto en el ámbito público como en el privado, nos obliga a aceptar nuestras derrotas. Negarlas es infantil, como aquel corrupto jefe de la Guardia Civil, Roldán, que falsificó su currículo para presentarse ante sus subordinados como un diplomado universitario. Olvidarlas es correr el peligro de repetirlas, como los que tratan ahora de ganar una guerra civil que sus abuelos perdieron irremediablemente.

Sin embargo, la memoria ha de dignificar el pasado, no reducirlo a un pudridero. Ha de recordar a los héroes que se enfrentaron al ejército nazi, pero nunca debe ridiculizar a ese ejército porque entonces la derrota sería una mera consecuencia natural y los luchadores carecerían de valor. Rebajar al enemigo es rebajar el valor de quienes lucharon contra él. Los gigantes que vencen a enanos no suelen dejar muy buen recuerdo.

Europa ha sido un matadero durante siglos. Se ha construido sobre la sangre de millones de víctimas. A los cristianos europeos y americanos nunca les importó añadir otro millón de muertos al cementerio de su historia. Como dijo el infame Napoleón ante los cadáveres de la Grand Armée: “Esto lo arregla una noche de amor en París”. Se adivina en sus palabras la futura influencia de los publicistas. No obstante, los occidentales han sido siempre prudentes y han sabido digerir sus derrotas con sabiduría, asumirlas decentemente. Y cuando no lo han hecho, como Hitler, incapaz de reconocer que Alemania había sido derrotada, se convierten en delincuentes.

Tras la orgía de la Segunda Guerra Mundial, cuando los millones de muertos ya se aproximaban al centenar, parece que a los occidentales nos entró un cierto desasosiego. Es difícil dignificar semejante barbarie, respetar a enemigos tan monstruosos. Desde entonces no parece fácil distinguir entre guerra y crimen. Sin embargo, es imprescindible hacerlo, y es imprescindible petrificar el pasado del modo más digno posible.

Aquellos que se niegan a aceptar y petrificar el pasado, como quien se niega a aceptar y petrificar un abandono conyugal, mantienen el duelo y se lo exigen a todos los demás, a veces violentamente, como los bengalíes que arrojan ácido a la cara descubierta de sus mujeres.

Pero es inútil deformar sus rostros. No por eso volverán a cubrirse. No por eso regresarán las mujeres a la protección patriarcal. Si se igualan guerra y crimen, entonces Bin Laden y Josu Ternera son los nuevos Jefferson.

Porque tengo para mí que el motivo de la violencia islamista no obedece a ninguna otra causa que a la incapacidad de asumir la derrota, la ausencia de vigor para reconocer el fracaso. Y esa impotencia violenta está cada vez más extendida también entre muchos cristianos.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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