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Fantasmas sin tumba

En otra de sus reveladoras intuiciones, Walter Benjamin afirmó que las fotografías, como los humanos, tenían inconsciente. No porque en ellas se colara disimuladamente el conflicto inabordable de un alma enferma, como aquel buitre inverosímil que Freud dibujó en una pintura de Leonardo, sino porque la máquina fotográfica captaba con sus ojos, más desnudos que los ojos humanos, aspectos del mundo que eran invisibles a los habitantes de aquel tiempo. Al mirar viejos retratos, Benjamin descubría detalles que habían pasado inadvertidos a quienes estaban presentes cuando se dispararon las fotografías. El inconsciente visual de una temporalidad histórica sólo se manifestaba muchos años más tarde a quienes ya no podían intervenir en la escena.

En un artículo de Michael Kimmelman (The New York Times/El País, 14 septiembre) sobre una exposición dedicada al gran Walker Evans, aparecen de nuevo fantasmas (distintos a los de Benjamin) que han permanecido petrificados en la luz apagada del pasado, durante décadas, como momias vivientes. Los actuales sistemas de revelado digital pueden hacer visibles muchos detalles que los viejos negativos han mantenido ocultos durante más de medio siglo. “El proceso digital permite descubrir detalles incrustados en los negativos”, escribe Kimmelman. El uso de “incrustados” invita a pensar en esos insectos atrapados en gotas de resina desde hace millones de años. Seres desaparecidos pero presentes, que esperan una mirada del futuro.

Kimmelman cita varios ejemplos del inconsciente fotográfico de Evans (¡del inconsciente de su máquina!) que pueden verse ahora en la exposición, y me han llamado la atención dos de ellos. El primero dice que es: “Una chica en sombras, en la puerta de un tenderete, junto a la carretera de Birmingham, Alabama”. Y el segundo, no menos inquietante: “Fotos de carné en la ventana de un estudio de fotografía de Savannah, Georgia”.

Aquella muchacha de Alabama que en 1936 no pudo ver Evans, pero sí su máquina, regresa ahora, setenta años más tarde, para que la pueda conocer su nieta, si hubo descendencia, o quizás para recoger una mirada atenta que nunca tuvo porque murió joven. Si aumentamos el tamaño de las fotos de carné de Savannah quizás averigüemos quién vivía entonces en aquella pequeña ciudad y qué actividad le obligó a hacerse un documento de identidad. De ese modo es posible que descubramos ahora por qué esa identidad ha tardado tanto en volver al mundo.

Como en aquella película de Antonioni en la que gracias a las sucesivas ampliaciones de una fotografía, el fotógrafo descubre un asesinato que le ha pasado inadvertido a pesar de haberlo fotografiado, así también están regresando ahora vidas invisibles que habían permanecido a la vista de todo el mundo, aunque perfectamente ocultas.

Hay un abismal pasado esperando a ser rescatado de los negativos fotográficos. Y junto a estos fantasmas sin tumba aparece también un futuro: el de los psicoanalistas de fotos. Porque también las fotografías que estamos haciendo en este preciso instante ocultan imágenes borrosas, muchachas en sombras, diminutas identidades disimuladas en el claroscuro de la fotografía, que nosotros jamás podremos ver y que en el futuro declararán sombríamente sobre sus ciegos fotógrafos.

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19 de septiembre de 2006
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LA VOZ (3)

Es posible que una buena voz corresponda a una persona necia pero es difícil que una mala voz pertenezca a un ser inteligente. ¿Se correlaciona por tanto la inteligencia y la voz?

Algo impreciso hace intuir que la inteligencia actúa sobre la voz para trasmitirle claridad, interés, adecuación o perfeccionamiento. El tonto, por su parte, descuida forzosamente la voz y la convierte en un artefacto suelto sobre el que no muestra ejercer ningún dominio.

Parecen, en cualquier caso, más profundos o perspicaces los dueños de una voz que ahonda o cuya pertinencia física es evidente.

Después, se da el caso de aquellas voces que se imponen sin resistencia posible en las tertulias. Los depositarios de esas voces extraordinarias acaban imperando por más razones que sus cuerdas vocales pero necesariamente reinan por su admirable calidad sonora.

Nos complace mucho escuchar a alguien cuya preciosa voz se ajusta a un valioso contenido pero siendo el contenido muy importante la desgraciada  disonancia de su timbre nos perturba y  nos ahuyenta.

Es cruel decirlo pero la voz ajusticia.

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19 de septiembre de 2006
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Dostoievski en Baltimore

Era de madrugada cuando terminé de ver el último capítulo de The Wire, y me costó mucho conciliar el sueño. No sé ustedes, pero cuando yo me encuentro con una obra que me entusiasma (libro, película, historieta, serie televisiva: da igual) la adrenalina fluye por mi cuerpo como si me hubiese lanzado al vacío en paracaídas. Mientras reviso una y mil veces las escenas, los personajes y las situaciones (y reboto de pared a pared, como un niño que consumió demasiada azúcar), mezclo el placer que siento con el deseo y me pregunto si alguna vez podré producir una ficción tan atrapante como la que acabo de disfrutar. Los pactos fáusticos, se sabe, no surgen de la nada.

The Wire es una miniserie policial creada por David Simon, que va por su cuarta temporada en HBO. Yo llegué tarde a este tren, acabo de ver el último capítulo de la temporada inicial. Pero los tambores seguían batiendo en su favor con tanto entusiasmo (Stephen King escribió hace poco que The Wire ya había dejado de ser muy buena televisión para convertirse en televisión clásica, “junto con The Prisoner y las primeras temporadas de The Sopranos”), que me decidí a combatir mi empedernida ignorancia y empecé por el principio. Fue una buena inversión. The Wire cuenta una historia que no brilla por su originalidad (la lucha de una división especial de la policía contra un traficante de drogas de Baltimore), pero eso es lo de menos: lo importante es cómo la cuenta. Viendo The Wire uno comprende que, aunque ya casi no existan las novelas que pintan el mundo entero al pintar una aldea en su complejidad, la miniserie televisiva se ha convertido en el heredero natural de ese formato literario. Al disponer de un tiempo narrativo tan generoso (las temporadas oscilan entre los once y los trece capítulos, lo cual equivale a igual cantidad de horas), las miniseries pueden darse el lujo de ver todo el espectro social, desde el adolescente que vende drogas para mantener a sus hermanitos hasta el senador corrupto que recibe contribuciones de un traficante para su campaña. The Wire transcurre en Baltimore pero podría ocurrir en Buenos Aires, Madrid, el DF o Río –o, como sugiere Stephen King, en el Inferno de Dante.

No es una miniserie que aspire a ser cool, su estilo es naturalista, por completo desprovisto de afectaciones. Lo que le importa a David Simon es otra cosa, su mirada es la del tipo que contempla la violencia de una gran ciudad, que se pregunta si hay algo que podamos hacer al respecto –y que se arremanga para al menos intentarlo, aun cuando sabe que la codicia del hombre y la podrida médula del sistema lo han derrotado antes de comenzar. Imagino que la riqueza de su relato coral y la compasión que destila fueron algunas de las causas que acercaron a The Wire a grandes de la narrativa policial como George Pelecanos, Richard Price (Clockers, Freedomland) y Dennis Lehane (Mystic River), que se convirtieron en colaboradores de Simon sin pensarlo dos veces. Desde el punto de vista de un escritor, esta línea de fuerza de Dostoievski-en-Baltimore-post 9/11 que encarna The Wire resulta un atractivo irresistible.

Al meterme esta mañana en la red me encontré con la buena noticia de que HBO acaba de contratar a Simon para que produzca una quinta, y aparentemente final, temporada de The Wire. Mientras espero que HBO transmita la cuarta temporada en Latinoamérica tengo tiempo para comprar la segunda y tercera, ya editadas en DVD. ¿Existe algo más maravilloso que la anticipación del disfrute que, en casos como el de The Wire, sabemos que nos espera en algún punto del futuro?

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19 de septiembre de 2006
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Sobre La Noche de los Lápices

Este sábado fue una de las raras ocasiones en que el Obelisco sirvió para algo. El tan tradicional como algo banal símbolo de Buenos Aires se disfrazó de lápiz, para conmemorar los treinta años de uno de esos hechos que contribuyeron a despojarnos de nuestra inocencia: la Noche de los Lápices. A mediados de septiembre de 1976, grupos de operaciones de la policía bonaerense secuestraron a varios adolescentes de entre 16 y 18 años, que habían destacado en su reclamo en pos de la instauración de un boleto estudiantil. Esto es: chicos que reclamaban que los estudiantes pudiesen pagar menos por el uso del transporte público, tal como era costumbre hasta que se instaló la dictadura. Se ve que los represores consideraban que del boleto estudiantil al triunfo del comunismo mediaba un solo paso, por lo que decidieron hacer tronar el escarmiento. Enviaron a los perros negros en su busca, los arrancaron de sus casas, los encerraron en cárcel clandestina (el sábado también hubo un homenaje en el Pozo de Bánfield, el campo de concentración donde vivieron sus últimos días: un monumento al horror que todavía está de pie), los torturaron en cuerpo y alma (porque además de la violencia física los sometieron a simulacros de fusilamiento) y finalmente los fusilaron de verdad.

Disculpen que me ponga obvio, pero necesito subrayar el dato: hablo de chicos y chicas de la edad de mis hijas, o sea a medio cocer, de ojos tan grandes como inocentes, todavía inseguros, puro tallo, de esos que aun no logran manejar bien el cuerpo nuevo y a los que la voz les tiembla, llenos de generosidad y de torpeza y por eso indignos de cualquier otra cosa que no sea cuidado y ternura. Pero para las bestias que entonces tenían el poder eran enemigos del Estado, o cuanto menos enemigos en potencia; imagino que decidieron arrasar con ellos para que su destino disuadiese a otros de imitarlos.

La semana pasada me conmovió el testimonio de Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes, que hoy roza los cincuenta años. Las cámaras de Telenoche, el informativo de Canal 13, lo acompañaron en su regreso al Pozo de Bánfield. Se acordaba del sitio a la perfección, y podía identificar cada una de las celdas infectas en que vivieron semidesnudos, durante aquel tiempo que tan sólo para Pablo no fue el último. Verlo quebrarse como se quebró me partió el alma: la forma en que parecía volver a los 18 al hablar de aquellos compañeros que nunca crecieron, la culpa del sobreviviente que prometió a todos que los sacaría de allí y fracasó en su cometido. (Díaz salió del Pozo de Bánfield para ser blanqueado como prisionero del Estado, y pasó preso otros tres años.) Tal como me ocurre cada vez que rememoro el hecho, no puedo dejar de pensar que ellos tenían pocos años más que yo; pero yo provenía de una familia apolítica, y tenía un interés todavía escaso en el mundo real (vivía en una nube de fantasías, ya por entonces no ansiaba otra cosa que ser escritor), y de alguna manera este desapego me protegió. Si la dictadura hubiese llegado unos años después, cuando yo ya había despertado al mundo y respondido al deseo de convertirlo en un sitio mejor, seguramente no sería yo quien escribe hoy en este espacio.

Para aquellos tentados de desdeñar esta historia como parte de un pasado remoto, valga el relato de lo ocurrido la semana pasada. Durante algunas horas, la entrada que la enciclopedia online llamada Wikipedia dedicaba a La Noche de los Lápices describió el hecho como “un invento creado por las organizaciones terroristas que reclutaban jóvenes secundarios y universitarios para llevar a cabo sus delitos de lesa humanidad”. Es decir que existe alguien hoy que abusó del mecanismo liberal de la Wikipedia, que permite a sus usuarios modificar los contenidos que brinda, para justificar el secuestro y asesinato a sangre fría de un grupo de adolescentes. Lo cual equivale a decir que sigue existiendo gente que si tuviese oportunidad, volvería a perpetrar horrores como los ya cometidos.

Por eso quiero mencionar por sus nombres a María Claudia Falcone, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, María Clara Ciocchini, Francisco López Muntaner y Daniel Racero. Porque aunque sus asesinos se hayan empeñado en esconder sus cuerpos, yo quiero que en este sitio los chicos no sean desaparecidos, sino aparecidos.

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18 de septiembre de 2006
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EL DRAMA SIN TEXTO

Hace un par de años, en el festival de teatro de Avignon hubo protestas tumultuosas contra la presentación de un noventa por cien de las obras sin texto o con tan poco texto que no se recibía la representación como un producto literario sino audiovisual.

Ayer me ocurrió lo mismo asistiendo a la función de Medea que por unos días se presentó en el Teatro Español de Madrid. ¿Su argumento? ¿Sus peripecias? Imposible desentrañar de qué se hablaba o a qué se refería el montaje. O, mejor dicho, el montaje era su entera referencia.

No puedo decir que lo pasara mal ni que los actores dejaran de hacerlo bien. La cuestión radica en que los actores se manifestaban de manera sustantivamente distinta al modelo convencional. Declamaban con notable impostación no por sus deficiencias sino por la voluntad de producir efectos especiales. Efectos especiales presentes tanto en su vestuario como en la escenografía, cuya plasticidad era la clave de la entrega.

El teatro de texto por el que pugnó Haro Tecglen toda su vida se ha ido desvaneciendo no sólo en las creaciones recientes sino también en las muy antiguas. La bandera es la plástica al punto que incluso el sintagma “obra de arte” está cediéndole su sitio. ¿Plástica frente a arte? ¿No serían aspectos de lo mismo? Lo fueron pero ya no lo son tanto. El arte en sí ha perdido prestancia. Lo artístico connota lo refinado mientras lo plástico sitúa en primer lugar la expresión eficiente y directa.

En el universo de la comunicación los efectos directos son la clave del éxito. A esas luces, lo artístico se hunde en un plano de segundo nivel, menos patente y de menor potencia para la rápida consumición sensorial. Quienes no supieran nada de la obra de Eurípides o incluso quienes recordaran vagamente su contenido salieron del teatro sin ninguna idea ni información suplementaria. Pero obtuvieron, por el contrario, un rico contingente de sensaciones estéticas. El teatro tiende a ser plástico en correspondencia con el inmenso plató de la sociedad del espectáculo.

Aunque, con todo ¿cómo no seguir requiriendo en la estela de Eduardo Haro el cuidado del texto, la riqueza de los diálogos, el disfrute de los versos recitados? Puede que no siendo excelente la escritura, el público se aburra antes de hora pero tanto los telefilmes como las películas bien dialogadas de ahora mismo han podido cosechar éxitos prolongados y masivos, prueba de que ante lo mejor –de acuerdo con los tiempos- el oído no ha perdido el gusto por la imaginación o la inteligencia habladas.

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18 de septiembre de 2006
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LAS CRUZADAS

No me corresponde inventar una hermenéutica de las palabras de un Papa que da gato musulmán por liebre islamista. Escoger un texto sumamente ambiguo del siglo catorce para plantear el problema de la convivencia entre las religiones monoteístas en el siglo veintiuno procede de una visión extraña de la pedagogía. Ya periódicos y revistas se llenaron de distintas interpretaciones, siempre vinculadas con un consenso generalizado: tenemos al primer Papa de la era moderna que, por falta de matices en su expresión, se dedica de manera activa a luchar contra la paz. Hacer peor, es decir hablar de manera más peligrosa, no se puede.

A pesar de todo, hay que reconocer la coherencia del Papa. Habló de buena fe (sin broma). Dijo la semana pasada en una universidad alemana lo que siempre ha dicho en todas partes. Como lo destacó Frédéric Lenoir, sociólogo y sobre todo director del mensual Le Monde des religions: “Ese Papa tiene la obsesión de recordar a Europa sus raíces cristianas”. De esto se trata. Sin interpretar las palabras del Papa se debe denunciar el error de los comentaristas que buscan en ellas una visión de las relaciones entre cristianos y musulmanes que tiene el jefe de la iglesia católica. Hablar (mal o bien) del otro bando es hablar de su propio bando. Prueba de esto dos artículos que leí sobre las cruzadas. Ambos ayudan a entender el ámbito real del discurso pronunciado en el aula magna de la universidad de Ratisbona.

El primer artículo lo firmó Felipe Fernández Armesto en el Times de Londres. Es la reseña de un libro sobre la historia de las cruzadas cristianas. Pero no habla tanto del libro como de la visión errónea que tenemos de las cruzadas. ¿Qué dice Fernández Armesto? Tres cosas:

1. Las cruzadas no provocaron un choque entre civilizaciones; “en el mundo mediterráneo, las comunidades cristianas y musulmanas siguieron en su convivencia”.

2. “El gran conflicto de esta época no fue entre los cristianos y los musulmanes, más bien entre los sunnitas y los chiítas” – con victoria de los primeros sobre los segundos.

3. “El gran efecto de las cruzadas en el reino cristiano fue una aceleración de la piedad religiosa”.

Siempre, una cruzada produce más efectos adentro que afuera. Es lo que explica el autor del segundo artículo, Tony Judt, al denunciar en la London Review of Books la debilidad de los intelectuales liberales que apoyan sin reserva la supuesta cruzada del presidente americano George W. Bush en contra del “islamismo-fascismo” como se dice en la Casa Blanca. Bush no es el Papa pero tiene un discurso muy parecido en el fondo: dice que la violencia, la falta de razón se encuentra en el otro bando. Y el discurso tiene una eficiencia potente al leer la lista, establecida por Judt, de los intelectuales, tanto en Europa como en EE. UU. que no se atrevían a criticar al promotor de la cruzada (Thomas Friedman, Adam Michnik, Vaclav Havel, André Glucksmann, etc.).

Una cruzada es la confirmación de una identidad común, incluyendo la paranoia, las mentiras y el voluntarismo que se esconde en el alma íntima de cualquier pueblo. Al leer al Papa, pensé enseguida en estos artículos. Felipe Fernández Armesto consiguió escribir una historia total del mundo; Tony Judt publicó una historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Son dos hombres que tienen un talento excepcional para la síntesis. Y ambos, escribiendo antes de las palabras del Papa, nos dan la clave de su interpretación: el jefe de la Iglesia Católica hablaba a los cristianos. Cuando de guerra se trata, solo se puede hablar a sus propias tropas. Aun más cuando es la guerra de Dios.

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18 de septiembre de 2006
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Elogio del subversivo

Cuando yo era niño, mi papá y sus amigos –unos señores latinoamericanos mayoritariamente barbudos y con lentes de carey- solían comentar las noticias del periódico como quién lee un calendario. Todo eran señales que anunciaban la llegada inminente de la revolución. Nunca se preguntaban si llegaría realmente, o si sería necesaria. Sólo sabían que llegaría. La revolución era como un huracán del Caribe, un fenómeno natural incontenible: y ante su emergencia uno sólo podía sumarse o ser abandonado por la historia. 

Un año antes de mi nacimiento, Salvador Puig Antich fue ejecutado en España con el cruel sistema del garrote vil, acusado de asesinar a un policía durante un enfrentamiento. Fue la última ejecución ordenada por Franco antes de su muerte, y tuvo un sentido político: El presidente de gobierno Luis Carrero Blanco acababa de morir víctima de un atentado de ETA. Su automóvil había saltado por los aires con él dentro. El régimen necesitaba enviar una señal de fuerza contra los subversivos. Le tocó a Puig Antich.

La película Salvador, estrenada esta semana en España, narra los últimos meses de la vida de este anarquista. Las reacciones de quienes lo conocieron han sido diversas: sus hermanas ven al joven idealista fielmente retratado. Sus compañeros de militancia en el Movimiento Ibérico de Liberación consideran que se vacía de contenido político al personaje, y que la bella historia de amistad con un carcelero franquista es sencillamente inverosímil. Supongo que cada persona alberga a muchas personas distintas, y que cada uno de nuestros amigos o parientes ve sólo uno de nuestros numerosos rostros.

No obstante, hay un punto de unión entre la historia política y la familiar: el padre de Puig Antich. Joaquim Puig había sido militante de Acció Catalana durante la República. Tras la guerra civil fue encerrado en un campo de concentración en Francia, y a su regreso a España fue condenado a muerte. El indulto le llegó en el último minuto. En la película, el personaje del padre es un hombre derrotado, que apenas habla. El protagonista lo describe como un hombre “acostumbrado a vivir con miedo”. En contraste, el film describe a Salvador como un hombre “que se atrevió a vivir sin miedo”. De alguna manera, su rebelión es también una rebelión contra lo que ve en su padre, y a la vez, una rebelión para liberarlo a él.

Ahora bien, desde un punto de vista táctico y desde el siglo XXI, la rebelión del Movimiento Ibérico de Liberación sorprende por su ingenuidad. Asaltaban bancos a cara descubierta, se saltaban las normas de seguridad de la clandestinidad, dedicaban el botín a la publicación de revistas y pretendían financiar a obreros huelguistas que ni siquiera aceptaban su dinero porque sospechaban el origen. Para colmo, eran anarquistas, la versión más utópica de la liberación. El objetivo final de sus escaramuzas era un mundo sin clases, sin jefes, sin líderes, en el que todo el mundo fuese igual y libre. Nada menos.

Yo estaba en primera fila en los años noventa, cuando todo ese mundo de Robin Hoods se vino abajo: los amigos de papá mayoritariamente se afeitaron y se volvieron empresarios, y cambiaron las banderas rojas por cheques al portador. Creo que eso me hizo muy escéptico, y frecuentemente bastante cínico. Supongo que a Salvador este mundo tampoco le habría terminado de gustar. Pero paradójicamente, la película me hizo pensar que él consiguió lo que quería: defendiendo lo imposible murió víctima de lo real. Así redimió a su padre, y a la vez, se convirtió en el fantasma de una ilusión. La gran ventaja es que a los fantasmas nadie los puede matar.

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18 de septiembre de 2006
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Benedicto XVI, un Papa que ama los nombres largos, signo inequívoco de intelectual, cita a un olvidado emperador bizantino, el cual hace quinientos años se quejaba de que habían hecho aparición unos individuos brutales los cuales extendían la religión de Mahoma a golpe de cimitarra (como si los cristianos hubieran actuado de modo distinto, por cierto), y de inmediato se alzan en armas unos seres barbudos, aullantes y desesperados de dolor que queman iglesias, matan monjas italianas, amenazan de muerte a todo bicho viviente y se quejan amargamente de haber sido insultados.

La primera vez que asistí a uno de estos asombrosos espectáculos de inocentes enfurecidos fue en San Sebastián, en cuya universidad daba yo clases allá por el año 1982. La noche anterior había saltado por los aires un sujeto a quien le había estallado en plena cara la bomba que estaba a punto de activar. Algunos alumnos comenzaron de buena mañana a llamar a la huelga y a manifestarse por la ciudad “contra la violencia y por la paz”. Como no podía creer que aquellos pájaros estuvieran del lado gubernamental, les pregunté la razón de su protesta.

“¡Anda pues! ¡Que no hay derecho a que la gente tenga que ir por ahí poniendo bombas y corriendo peligro y jugándose la vida!”. La que así chillaba era una muchacha de unos veinte años, gordita, simpática, buena mujer, lo que por allí suele llamarse “gente maja”, la estoy viendo rediviva, si es que vive. Para aquella descerebrada, los que se jugaban la vida eran los terroristas.
Muchísima gente de las provincias vascas sigue pensando (¿pensando?) del mismo modo. Para estos fanáticos, los “otros” no existen, sólo existen los “nosotros”. En realidad los otros no son asesinados, simplemente se esfuman en el aire y dejan de molestar.

Exactamente igual que aquellos energúmenos que pillé un día en Gerona lanzando ladrillos, testeros y hasta una farola a unos pobres policías que estaban a la puerta del ayuntamiento, protegiéndose con sus escudos de las malas bestias nacionales. Los atacantes gritaban: “¡Fachas! ¡Nazis! ¡Asesinos!”, cada vez que les lanzaban un pedrusco con intención evidente de partirles el cráneo. Las autoridades habían dado orden a la policía de que no respondiera al ataque. Vieja tradición española, el poder protege a la banda de la porra.

Así ahora, cada vez que alguien se queja de la violencia, la irracionalidad y la vesania de los islamistas, recibe una amenaza de muerte “por manchar el honor del Islam”, o lo que todavía es más gracioso “por calumniar a la religión”. Da un poco de miedo, tanta gente religiosa y pacífica.

No es muy distinto de lo que le ha sucedido al mentecato de Rubianes que suelta las más atroces barbaridades sobre la puta España y reza para que les exploten los cojones a los españoles (su estilo es el hombre) buscando el aplauso de unos empleados de la Generalitat, y luego se empeña en estrenar… en el Teatro Español de Madrid. Hay que ser idiota. De inmediato salen los inenarrables opinadores de sacristía en defensa de la libertad de expresión. ¿Es una opinión decir que te ciscas en la puta Francia? ¿O que los franceses son unos maricones? Altísimo nivel intelectual, el de los defensores de esta opinión.

Ya sólo falta que Farruquito demande por atentar contra su honor a los familiares del señor al que aplastó con su cochazo. ¡Como si fuera fácil manejar uno de esos tanques sin tener ni zorra idea de conducir! ¡Anda que no corrió peligro ni nada el fino artista!

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18 de septiembre de 2006
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UN DATO

Es solo un artículo del diario El Nuevo Herald de Miami. No cuenta una historia, se limita a entregar un hecho: en lo que va del primer semestre del año 2006, las compras de Venezuela a EE. UU. ascendieron a más del 140%. El régimen de Hugo Chávez ya es el sexto socio comercial del Estado que se denuncia diariamente desde el Palacio de Miraflores. La república bolivariana se ubica por delante de países como Francia, Brasil o Rusia.

Basta ir de vez en cuando a Venezuela y mirar a la calle para saber de qué se trata. Las importaciones de coches de lujo sobrepasaron el 30% este año; parece que cada día se abre un nuevo supermercado; y los restaurantes descubren que se puede pedir precios de sinvergüenza a los nuevos ricos bolivarianos.

Caracas es una ciudad donde faltan medicamentos y que tiene o no azúcar según el flujo incierto de las importaciones, pues los campesinos no entregan la caña al considerar demasiado bajo el precio definido por el gobierno que construye el socialismo del siglo XXI. Pero Caracas es también la ciudad que provoca tanto entusiasmo en las páginas de la sección de finanzas del Financial Times: un lugar que se hunde en el efectivo que llega gracias a la subida del precio del petróleo.

Luis Ignacio Lula da Silva, presidente de Brasil, y que algo sabe del presidente de un país vecino, dijo a propósito de Chávez: “Sé que los discursos a veces molestan a la gente. Pero un discurso no es más que un discurso”. Y por el momento, Chávez denuncia a EE. UU. y compra allá más que nunca. Por supuesto, entendemos cómo, poco a poco, Chávez se vincula con Irán, para hacer empresas mixtas, o con China, para vender petróleo. En su intento de cambiar la geografía de la economía mundial, se le ve el plumero. Sus palabras buscan dividir en lugar de agrupar, y oponer en lugar de armonizar. Pero, por el momento, Hugo, el “boss” de su revolución, sigue siendo un líder venezolano típico, no “siembra petróleo” en la época de precios altos y no hace nada para detener una corrupción desenfrenada.

Claro que en los próximos días, vamos a oír palabras fuertes en la cumbre de los países no alineados de La Habana, pero habrá que recordar siempre quién habla. Cuando el presidente boliviano Evo Morales pida un estatuto histórico para el cultivo de la coca, proclame el derecho de Bolivia a disfrutar los beneficios de la venta de sus materias primas y, finalmente, pida una salida al mar, escucharemos a un hombre sincero que intenta hacer lo que dice. Cuando Hugo Chávez denuncie a la superpotencia del Norte, escucharemos a un cliente que habla mal de su suministrador de bienes de consumo.

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15 de septiembre de 2006
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Pero volver, volver, volver…

Llego a mi ciudad cuando, como cada año, cae el diluvio universal. Estas repeticiones tienen mucho misterio, embelesan, parecen dar sentido a lo que no lo tiene. Vieja ley: una mentira suficientemente repetida se convierte en una verdad. Que el sol haya salido hasta hoy todos los días, parece garantizar la verdad del enunciado: “El sol sale todos los días”. Y sin embargo, es falso.

Una de las hermosas moreras que bordean la entrada del parque, en la plaza Boston, aparece tumbada, sus amplias hojas oscuras son como los faldones de una reina súbitamente muerta. A media mañana ya la han aserrado. Le pregunto al portero de la finca adyacente y suelta una risita sarcástica. No la tumbó la lluvia, sino un camión que maniobraba sobre la acera conducido por un chapuzas. “¿Y qué hacía encima de la acera ese animal? ¿Y por qué no lo denuncian?”, le pregunto a punto de amostazarme. “Es que era del ayuntamiento. De Parques y Jardines”. A la morera la ha matado su jardinero. Violencia de género.

Cada año es lo mismo. El verano rabioso alarga su mano de fuego hasta septiembre. Antes, durante o después del Once de Septiembre, día de la orgía nacionalista catalana, se juntan las bajas presiones del atlántico y la borrasca de levante en una espiral casi perfecta. Cada año caen entre cien y doscientos litros en un solo día sobre una Barcelona amojamada, agria, leprosa, envenenada, mugrienta, en la que no ha asomado una gota de agua durante seis meses. La repetición le da un carácter de verdad incontrovertible, de necesidad fatídica al desastre. Es un momento magnífico, de limpieza general. La ciudad sale del trance rejuvenecida y enérgica. Aunque, eso sí, maltrecha.

Ayer cayeron 178 litros por metro cuadrado. El Euromed, el tren que enlaza con Valencia, quedó muerto en la provincia de Tarragona. Doscientos pasajeros tardaron catorce horas en llegar a Barcelona; hicieron noche en medio de la nada. El aeropuerto, cerrado. El polígono químico de Tarragona arrojó al mar una mancha de hidrocarburo de 2 km. Las líneas de Renfe C-3, C-4 y C-7 quedaron sin servicio, lo que equivale a paralizar el tráfico de cercanías. La Nacional II también estuvo cortada. Se averiaron 70 semáforos. Era muy estimulante ver el cruce Balmes/General Mitre colapsado y con todo el personal dándole al claxon como en Estambul. Ni un guardia urbano. Dos líneas de metro se paralizaron durante horas: estaciones inundadas. Y así sucesivamente.

Todo lo cual puede dar la sensación de una catástrofe colosal, y lo sería en cualquier lugar del mundo, pero no en Barcelona. Como dice el ayuntamiento, Barcelona es “la millor botiga del mon” y se queda tan ancho, estas minucias carecen de importancia. Sobre todo si tenemos en cuenta que se repiten cada año con marcada puntualidad y que por lo tanto son algo inevitable. Por eso el alcalde de Barcelona va a encargarse del Ministerio más estratégico del gobierno. Su eficacia, su capacitación, han quedado demostradas a lo largo de un montón de años. De repetición en repetición sin que jamás pasara nada.

Pensando en estas cosas, en el regreso de lo idéntico, en la irresponsabilidad de los jefes, en la arrogancia de los majaderos, en el maravilloso final del verano (esa estación inútil), y releyendo los poemas de Larkin elegidos por el distinguido público (no hubo ni una coincidencia: son doce poemas distintos), pensé si el más indicado no sería Church Going, incluido en el libro de 1955 The Less Deceived, un poema sobre visitas culturales, sobre iglesias, sobre la trivialidad de las visitas culturales a las iglesias, sobre la trivialidad de las iglesias, y sin embargo también sobre la necesidad ineludible de visitar iglesias para seguir creyéndonos gente seria, visitas repetidas una y otra vez con iguales resultados. Versos otoñales sobre la repetición.

Es un poema de una lucidez considerable sobre los hábitos de la gente ilustrada, sobre las excusas para matar el tiempo que nos damos incansablemente. Aunque la música es de Shakespeare, quizás sea una locura producida por la lluvia, pero me da a mí la impresión de que el poema podría haberlo escrito Antonio Machado en su última etapa, cuando narraba jornadas lluviosas y reguladas por el suave tic-tac de la extinción. Si sus padres hubieran regentado un negocio de corbatas en Birmingham, naturalmente.

Había una bonita edición de este libro, traducido por Álvaro García, en La Veleta (Granada), pero data de hace quince años y no sé si se encuentra en librería. De modo que ahí va el original.

Once I am sure there's nothing going on
I step inside, letting the door thud shut.
Another church: matting, seats, and stone,
And little books; sprawlings of flowers, cut
For Sunday, brownish now; some brass and stuff
Up at the holy end; the small neat organ;
And a tense, musty, unignorable silence,
Brewed God knows how long. Hatless, I take off
My cycle-clips in awkward reverence.

Move forward, run my hand around the font.
From where I stand, the roof looks almost new -
Cleaned, or restored? Someone would know: I don't.
Mounting the lectern, I peruse a few
Hectoring large-scale verses, and pronounce
'Here endeth' much more loudly than I'd meant.
The echoes snigger briefly. Back at the door
I sign the book, donate an Irish sixpence,
Reflect the place was not worth stopping for.

Yet stop I did: in fact I often do,
And always end much at a loss like this,
Wondering what to look for; wondering, too,
When churches will fall completely out of use
What we shall turn them into, if we shall keep
A few cathedrals chronically on show,
Their parchment, plate and pyx in locked cases,
And let the rest rent-free to rain and sheep.
Shall we avoid them as unlucky places?

Or, after dark, will dubious women come
To make their children touch a particular stone;
Pick simples for a cancer; or on some
Advised night see walking a dead one?
Power of some sort will go on
In games, in riddles, seemingly at random;
But superstition, like belief, must die,
And what remains when disbelief has gone?
Grass, weedy pavement, brambles, buttress, sky,

A shape less recognisable each week,
A purpose more obscure. I wonder who
Will be the last, the very last, to seek
This place for what it was; one of the crew
That tap and jot and know what rood-lofts were?
Some ruin-bibber, randy for antique,
Or Christmas-addict, counting on a whiff
Of gown-and-bands and organ-pipes and myrrh?
Or will he be my representative,

Bored, uninformed, knowing the ghostly silt
Dispersed, yet tending to this cross of ground
Through suburb scrub because it held unspilt
So long and equably what since is found
Only in separation - marriage, and birth,
And death, and thoughts of these - for which was built
This special shell? For, though I've no idea
What this accoutred frowsty barn is worth,
It pleases me to stand in silence here;

A serious house on serious earth it is,
In whose blent air all our compulsions meet,
Are recognized, and robed as destinies.
And that much never can be obsolete,
Since someone will forever be surprising
A hunger in himself to be more serious,
And gravitating with it to this ground,
Which, he once heard, was proper to grow wise in,
If only that so many dead lie round.

Nota y reparación:
En el blog anterior escribí apresuradamente que Fuerteventura carece de interés biológico o natural. Es una bobada que se me escapó llevado por la prisa que impone el género diario. Alfredo me escribe con muchas informaciones, de entre las que destaco la siguiente:

Fuerteventura, pese a ser la isla de mayor superficie de Canarias (a marea baja…) es una de las de menor territorio protegido, con tan sólo el 28,8 % de su superficie. En cualquier caso, en ese casi 28% de su territorio protegido encontramos tres Parques Naturales y seis Monumentos Naturales. Atesora el título de ser la cuarta región natural a nivel mundial en cuanto a endemismos florísticos se refiere, donde perviven plantas de la Era Terciaria que han desaparecido de la mayor parte del planeta. Y, por lo que respecta a su fauna, en la isla viven o transitan aves marinas y rapaces de alto valor biológico donde destaca la majestuosa hubara como emblema de sus no menos espectaculares llanuras y complejos dunares. Por no hablar de la importante colonia de cetáceos que habita en sus costas.

Pido perdón por mi impertinencia. Lo que trataba de explicar, a toda prisa y mal, es que la isla más extensa puede ayudar a mantener el equilibrio de la más pequeña y también más intensa Lanzarote.

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15 de septiembre de 2006
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