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ELS JOGLARS TEATROS DEL CANAL fotografiado por el fotógrafo Pablo Lorente

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El tiempo está fuera de quicio

 

A veces las columnas te hablan antes de ser escritas. Por un lado, digamos el derecho, la mía me anima a escribir del Aristófanes de Els Joglars, y de cómo parodian ese reguero de conceptos que, de tanto repetirlos, se han desgastado igual que unos tejanos. Apelamos a la empatía las veinticuatro horas, marginando palabras que antes la comunicaban sin tanta pretensión, como cercanía o comprensión. Y ahí está la simpatía, esa cualidad efervescente arrinconada en nuestro mundo de empáticos antipáticos que, en su asunción de la moral dominante, uniformizan el pensamiento, a menudo tan global e intrascendente como esas cadenas de tiendas de camisetas replicadas.

El grupo teatral, en ¡Que salga Aristófanes! , se sirve de la cara B del teatro clásico, un contra-Sócrates y contra-Eurípides que, sin pretenderlo, inspiraría a generaciones de feministas: en su Lisístrata , las mujeres se declaran en huelga sexual hasta que se alcance la paz. La función, con un gigante Fontserè al mando, arremete también contra los derechos de los animales, la cancelación de artistas poco ejemplares, el lenguaje inclusivo, la sostenibilidad, las falsas denuncias de acoso –aunque los datos demuestren que son una anécdota– y hasta que exista un Ministerio de Cultura ¡y Deporte! Qué saludable ejercicio democrático es la crítica, y más aún cuando la sátira mezcla ruido con Schubert.

En cambio, por la izquierda, la columna me pide que repase los premios Goya, que reunieron todos los ingredientes del llamado pensamiento woke : la desigualdad de las mujeres, la galopante deshumanización de un mundo que ahoga al náufrago en lugar de salvarlo, los patrones abusones aplaudidos todavía por la moral del patriarcado o la necesaria pedagogía del perdón. El espectáculo nos ofrecía un espejo hiperbólico en el que unos se reconocían y otros se enajenaban.

“El tiempo está fuera de quicio”, exclama Hamlet. El fantasma del horizonte perdido ya planeaba en Shakespeare, y solo ha ido mudando de sábana. Hoy, sorprende aquel pensamiento de Virginia Woolf cuando anotó que hubo un día –ella lo fechó en 1910– en que el carácter humano cambió. Hoy en día seguimos pensando lo mismo, enrocados en la polarización de los bandos, atentos a la pretendida superioridad moral de la izquierda y al negacionismo de una derecha que satiriza las transformaciones de la experiencia sensible. Los tiempos están descoyuntados, sí, como siempre, por ello temblamos cuando se abren los escenarios, sea por la derecha o por la izquierda.

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25 de febrero de 2022
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Recuérdame lo infeliz que me siento lejos de todas tus leyes

«La gente se junta por atracción, porque le conviene o porque tiene miedo a la soledad, pero el amor es una flor muy rara», respondió Battiato al ser preguntado por su ausencia de parejas. Y tan rara. Battiato nunca buscó el éxito, meditaba dos veces al día y creía en la reencarnación. Una carrera de luces y sombras, algo así como un corazón del revés. Excéntrico, reaccionario y moderno. ¿Estrella del rock con aires de monje eremita? Yo digo que sí.

Hace unas semanas, Sílex Ediciones publicaba En presencia de Battiato, una biografía del artista siciliano a cargo del escritor Eduardo Laporte. Un consejo: si quieren leer un libro de tintes musicales, que sea este y no otro. No hace falta vestir canas para tener un bonito recuerdo atravesado por una canción de Battiato. Mesmamente, a finales del año pasado, mi padre y yo escuchamos la mítica Prospettiva Nevski en bucle mientras recorríamos La Mancha y sus carreteras interminables. «E il mio maestro mi insegnò com’è difficile trovare l’alba dentro l’imbrunire».

Battiato, místico sin igual, dueño de una visión del mundo terriblemente espiritual, algún problema psiquiátrico por el camino y unos títulos de canciones que bien podrían leerse como un poema. Con tan sólo 19 años, el joven Francesco, se mudó a Milán, epicentro de la industria musical italiana, con una firme convicción: convertirse en Franco Battiato. Lo logró. Pasó por diversos trabajos de supervivencia, como mozo de almacén o repartidor, y abundantes horas de autodidactismo, desde instrumentos sacros como el armonio del sacerdote de su pueblo hasta su primer gran amor, la guitarra. Poderosa sensibilidad. Todos hemos empezado alguna vez, con o sin corriente gravitacional. En palabras de Pablo d’Ors, «Dios no está al final de la búsqueda, sino en la búsqueda misma».

Una vez leída esta suerte de biografía nostálgica, una se pregunta por qué nos empeñamos en hacer algunas cosas sin espíritu, ¿acaso sirve de algo? Todas las épocas han sido las mejores para el peor de los vacíos existenciales. Aun así, una certeza: las canciones de Battiato nos servirán de guía para estos tiempos y los que tengan que venir.

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23 de febrero de 2022
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Dos abrecartas

 

Al hablar, mientras concluía El abrecartas, de testamento (“testamento vital” fueron sus palabras exactas), Luis de Pablo no hacía referencia a un legado o última voluntad, sino a una ligazón personal con la historia de su país, ya que en esta ópera, de un modo muy distinto al de las anteriores (que partían de libretos fantásticos o alegóricos), el músico aportaba su propia vida y mostraba sus aspiraciones, las logradas y las defraudadas. De ahí su deseo de poner música a lo que él había sabido ver en mi novela, articulada como un relato epistolar de vencedores y vencidos, de vividores sin escrúpulos y supervivientes rotos, tan pasionales como desdichados.

No descubro nada al señalar que de Pablo era un hombre de cultura amplísima y profunda, en la que la música, o mejor diríamos las músicas, de todo tiempo y de aquí y de allá, constituía además de su vocación otro de sus afanes, siendo igualmente sus conocimientos literarios en poesía y narrativa casi infinitos en cinco o seis lenguas, que hablaba, por lo demás, fluidamente. Aun así quedé sorprendido, entonces y al releerla ahora, por lo que me escribió en una carta del 29 de octubre de 2006, o sea, pocas semanas después de publicarse el libro de El abrecartas y ya leído por él. Generoso en el elogio, Luis me decía lo siguiente: “has escrito la novela de un par de generaciones: la mía y la tuya. Quizá eso sea lo que tanto me ha llegado, porque hay en ella gestos, decires, situaciones, amores, odios, personas vivas (¡y muertas!) que han sido los míos…y los de tanta gente.”

En tanto que autor de la misma, yo la definiría como novela-río llena de meandros y surcada por figuras reales y ficticias de la España del siglo XX, que se intercambian versos y amenazas, que se escriben cartas de amor y mensajes secretos que no llegarán a su destino aunque otros los leerán y manipularán. Una novela histórica contemporánea contada sin un punto de vista pero con muchas voces. Una novela, por tanto, que no tiene narrador sino narradores, y que ahora, gracias al crisol de la ópera, se convierte en una anti-epopeya coral amarga y animada por las citas musicales y los brotes poéticos.

Luis de Pablo murió sin llegar a oír cantada y tocada la música por él compuesta a partir de la letra (libreteada por mí libremente) de las primeras 220 páginas de mi novela El abrecartas, ciñéndola, según una proposición suya que acepté sin dudar, a los años y los protagonistas de la primera mitad de siglo. Quizá en algunos rasgos de los inventados Rafica, Setefilla, Manuela o Alfonso se pueda adivinar, al otro lado del espejo en el que todos se reflejan, la España de una segunda mitad más prometedora y tolerante, que en tanto que libreto de ópera queda ahora guardado en un archivo como un texto indeciso y sólo imaginado en la palabra escrita.

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23 de febrero de 2022

Puente de Isabel II, conocido como puente de Triana, en Sevilla.

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Ciudad

 

Es para mí una obligación volver cada año a Sevilla tratando de entender el tránsito del poder, el giro de la Fortuna

 

Durante dos siglos fue Sevilla la capital de Europa, que es como decir del mundo porque el mundo nuevo que estaba emergiendo lo hacía justo en los talleres, dársenas, atarazanas y palacios sevillanos. No lo digo para gloria de Sevilla, sino para memoria nuestra. Es para mí una obligación volver cada año a aquella ciudad tratando de entender el tránsito del poder, el giro de la Fortuna.

Hace justo 100 años, en 1921, publicaba Chaves Nogales uno de sus primeros y juveniles libros, La ciudad, magníficamente editado por Ignacio Garmendia en la imprescindible Obra completa del escritor (Libros del Asteroide). Es instructivo ver si algo queda de la Sevilla de hace un siglo. La prosa del Chaves veinteañero no es aquella navaja afilada en un pedernal de inteligencia como lo fue la del Chaves adulto, pero así y todo da una idea muy fina de cuáles eran los grandes palos que aún permitían navegar a la nave hispalense y dejan ver, en transparencia, lo que de ellos queda hoy en día, que es muy poco.

Algunos elementos esenciales son ahora algo distinto e incluso opuesto. En tiempos de Chaves el paseo del Guadalquivir era para la nobleza, como los Campos Elíseos de París. El camino era entonces limitado (“desde el Puente de Triana hasta la Villa Rosa”) y es hoy kilométrico, pero el cambio mayor es que entonces era río y hoy no lo es. Se trata de una deidad muerta, aunque su simulacro actual posea un encanto indudable. Fue necesario matarlo porque era un dios antropófago, como los aztecas, y devoraba sevillanos en cada crecida. Otras divinidades no han cambiado, así el Jesús del Gran Poder, que sigue estremeciendo a quienes lo ven volar por las calles en Semana Santa.

Abre el libro una frase lapidaria: “En nuestra ciudad, la muerte es siempre un asesinato”. Hay que evitar morirse en Sevilla, de modo que, ¡ea!, allá me voy.

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22 de febrero de 2022
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La férrea fragilidad de Lucy Barton

 

Un profesor en la universidad nos habló de un personaje protagonista en una novela que consideraba clave en la literatura del exilio. Se había desarrollado toda una guerra civil a su alrededor y él no se había dado cuenta de nada, a pesar de vivir en una gran capital y rodeado de víctimas y verdugos. Entonces me pareció poco verosímil, imposible no percatarse de acontecimientos colectivos e históricos de tal calibre cuando uno los está viviendo. Tal vez todavía no había comprendido ni aprehendido el significado del adjetivo solipsista, que con tanta frecuencia se me aparece últimamente.

Ha regresado este recuerdo al leer una escena de la impactante Ay, William, de Elizabeth Strout, publicada por Alfagura en enero de este año, con traducción de Catalina Martínez Muñoz. En ella, una de las hijas de Lucy Barton –la recuperada protagonista de la novela Me llamo Lucy y los relatos Todo es posible– extiende un brazo para protegerse del acercamiento de su madre, que pretende consolarla. En ningún momento se ha jactado de ser la madre ideal, pero el gesto dispara las alarmas. Eso es muy corriente en el universo que Strout ha creado para Lucy Barton y su entorno: la cotidianidad sencilla, domesticada y casi diría que placentera, construida con un lenguaje engañosamente sencillo y directo, de repente se altera y se transforma por gestos sencillos y aparentemente nimios.

La realidad es lo que narra en primera persona la escritora Lucy Barton, que goza del éxito de sus libros viviendo en la capital del mundo, Nueva York, y disfrutando de una vida acomodada y plena de estímulos, ejemplo del triunfo que supone haber dejado atrás una infancia en una familia paupérrima. Otro gesto símbolo de toda una vida e incluso de un universo: el que hacían los compañeros del colegio de los niños Barton, al llevarse dos dedos a la nariz formando una pinza para hacerles saber que olían mal. La narradora supo protegerse del gesto y todo cuanto significaba reforzando su fragilidad, para lo que encontró instrumentos afilados en la lectura y la escritura.

Pero el éxito no es sólo haber preservado la parte más vulnerable del ser humano, sino haber conseguido, con el paso de los años, que los demás –unos otros diferentes a los que se llevaban los dedos a la nariz– asuman buena parte de la responsabilidad en esa vigilancia. Y sin ser siempre consciente, o sin querer serlo. En principio y en apariencia, Ay, William es la historia de los terrores nocturnos que sufre el primer marido de Lucy Barton, y la narración de sus pesquisas para encontrar una hermana secreta sobre la que nunca le había hablado su madre. No obstante, la trama se va llenando de pistas –muchas devuelven al magnífico Me llamo Lucy– que indican que otros caminos menos evidentes llevan a otros resultados más reveladores.

Es el exmarido que la engañaba con diferentes mujeres quien llama a la narradora para confesarle sus miedos e inseguridades, y quien le pide que le acompañe en su viaje detectivesco, incluso quien reclama atenciones cuando le abandona su tercera esposa; así mismo, es la suegra quien le compra la ropa a Lucy Barton para recordarle que ella viene de la nada, y, por lo tanto es imposible que pueda tener buen gusto. Sin embargo, es ella quien sigue necesitando verse a través de los ojos de los demás para, paradójicamente, seguir afirmando que su principal atributo es que pasa desapercibida para todo el mundo, como la perfecta mujer invisible. En muchos momentos llegamos a creerle y a verter en ella nuestra empatía, hasta que una de sus hijas nos muestra, al extender un brazo, que la supuesta invisibilidad ocupa mucho espacio y con frecuencia supone una carga onerosa para los demás.

Strout hace gala de una cautivadora maestría para mostrarnos cómo determinadas personas –nunca conviene generalizar, por si acaso– utilizan a los otros para la creación del personaje que les define, que incluye las manipulaciones que sean necesarias para salvaguardar y reafirmar la propia vulnerabilidad. Así, el otro no es sino el reflejo de una parte de nosotros mismos que necesitamos observar y admirar, pero el mensaje es sutil, hay que estar dispuestos a aceptar que casi siempre existe una razón que explica las acciones de los otros. Todos esos motivos circulan por canales invisibles en el comportamiento de los personajes de Strout, dotándoles de esa la fuerza y brillo que hacen tan sólidas sus novelas y relatos. La férrea fragilidad de Lucy Barton es un aviso que a veces asusta, precisamente porque es demasiado cotidiana: otra vez los niños tristes porque sus compañeros se burlan de ellos y les dicen que huelen mal. Probablemente, Lucy Barton ha conseguido ser una escritora de éxito porque demuestra que cuando hablamos de los demás no hacemos sino referirnos siempre a nosotros mismos, y al revés.

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20 de febrero de 2022
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Semblanza de Pedro Gimferrer

‘Intensidad’ es la palabra. La entrada en mi vida de Pedro Gimferrer Torrens produjo una conmoción que se mantuvo durante dos o tres años; actividad frenética diaria sustanciada en la asistencia a las salas de cine y a la visita a librerías y exposiciones. Personaje de prodigiosa memoria y exclusiva consagración al mundo de la literatura y las artes, supuso, para mí, la apertura al conocimiento de nuevos autores del universo literario y, también, dada su condición desinhibida, la posibilidad de tratar a la reducida nómina barcelonesa de editores y escritores, a los que Pedro con singular soltura abordaba. Transcribo a continuación algunos textos que hacen mención a la amistad que nos unió durante aquella etapa y al marco en el que se desarrolló la misma. Pedro, El Sabio, Pere y Potencia son los nombres con que se le cita.

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Conocí a Francisco Ferrer Lerín en la Universidad (aunque cursábamos carreras distintas: él Medicina y yo Derecho, ambos sin lo que se suele llamar vocación) en el curso 1962-63. Pronto nos hicimos amigos; y, hasta 1965 aproximadamente, creo que fue la persona con quien sostuve más abundantes y extensas conversaciones sobre arte y literatura. Quiero decir, que descubrimos juntos muchas cosas. Me parece que éramos los únicos estudiantes que en la Universidad teníamos en aquellos años algún interés por el surrealismo y el arte de vanguardia en general. Quizá esta afirmación sea inexacta, pero no he tenido hasta ahora ninguna ocasión de verificar tal inexactitud. El tiempo suele poner a prueba las amistades de adolescencia. Yo inicié tempranamente una cierta carrera literaria; Ferrer Lerín partió al servicio militar y posteriormente supe que se había recluido en un centro de Biología experimental, dedicado a la ornitología. (...)

Pedro Gimferrer. Prólogo de La hora oval, F. Ferrer Lerín, Colección Ocnos, Barcelona, 1971.

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(...) Nadie hurtó más y mejor que aquel grupo de poetas caminantes, merodeadores, sabuesos de impar olfato, bibliófilos a la carrera, conocedores de cada una de las librerías de nuevo y de viejo hasta extremos de delirio. (...) Había que explicar el mundo. Y qué mejor manera que encuadrar las cosas en categorías. Eran estas: ‘Dios’ y ‘Esputo’. La primera, por ejemplo, acogía a Orson Welles, a William Faulkner y a Piranesi. La segunda, por ejemplo, acogía a Doris Day, a Gabriel Celaya y a la Jota Navarra. La formulación era la siguiente: ‘Esto es de Dios’ o bien ‘Esto es un esputo’. Teniendo en cuenta que el manejo de estas categorías, aunque no registrado, era de uso casi exclusivo de quien les habla y del poeta conocido por ‘el Sabio’, habrá que reconocer la responsabilidad en que se incurría cada vez que ante las masas sedientas se daba un veredicto. Por lo que no deja de ser sorprendente, desde la actual perspectiva, la inclusión, por parte de El Sabio, en la categoría de Esputo, yo diría que en su grado máximo, de dos conceptos siempre peliagudos como son ‘lo religioso’ y ‘lo catalán’ aunque tal declaración se produjera ante un grupito de exaltados epígonos ávidos de noticias y en un clima de agradable relajación allá en la primavera de 1964. (...)

Francisco Ferrer Lerín. “Jornada laboral de un poeta barcelonés (1959-1974)”. Ponencia leída en el congreso “Poéticas Novísimas”, Zaragoza, 27 de abril de 2002, y publicada en Tropelías, 15-17, Zaragoza, 2009.

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—¿Qué tipo de humus había en la Barcelona de la época para el desarrollo de una poesía que dejase atrás el lastre del socialrealismo? ¿Cómo se rompe, en definitiva: hace falta una personalidad muy marcada, unas lecturas muy concretas?

-Barcelona es épater le bourgeois, ir siempre contracorriente (del resto de España). Cursando medicina escribía poemas en inglés, en letra muy gorda, al alcance de mis compañeros de aula; en filología garabateaba cortes anatómicos. Nunca noté presión política; los libros prohibidos se hallaban aún más a mano que los otros: los «infiernos» estaban poco o nada vigilados. ¿Humus? Hijos de la alta burguesía -o al menos dos del cuarteto-, no era necesario soportar el tedio de los celayas y sí indispensable esgrimir nuevas lecturas, a ser posible las más delirantes y qué bien si además albergaban a un genio.

—¿ Cómo se produce -literariamente— el primer contacto entre el grupo: Ferrer Lerín, Gimferrer, Azúa, posteriormente Panero?¿Qué tipo de jerarquía literaria, sobre todo lecturas, se estableció?

-A Pedro, olfateador y lector sin par, le debieron de llegar unos protoversos míos y algún alcahuete organizó la cita, que se materializó durante un festival Antonioni. Félix llegó por la vía lógica del paroxismo elitista. Leopoldo vino de Madrid a pasar unos días y el póquer más que la literatura nos envolvió. La noción de grupo no es la apropiada. A lo más, cuatro tipos unidos por su afición a la carne de ternera. Hubo un careo diario con Pedro que duró dos o tres años con programa cerrado -librerías, galerías de arte, cine-, una relación más laxa con Félix y una relación espasmódica con Leopoldo. Nada de jefes y autoridades; en todo caso algunas recomendaciones por parte de El Sabio en la línea de la obligatoriedad y algunas mías en la línea de la extravagancia. Fruto de todo ello Perse, Borges, Pound, Ossian, Beowulf...

—¿Cómo se encauzó la acción? ¿Eran solamente tertulias, salidas nocturnas, o había una voluntad de canalizar todo eso en algún tipo de publicación? ¿Crees que eso hubiera sido posible entonces?

-Yo, al menos, no encaucé nada. Como ya se ha dicho no existía la conciencia de grupo y sólo Pedro, en etapas más avanzadas (años de mi mili), a instancias de Castellet por ejemplo, agrupó la tropa y promovió ascensos. En cualquier caso habrá que separar la etapa inicial, en la que estuve presente, de lo que sucedió después. Repito que por lo que a mí respecta nunca pensé en constituir grupos, en dedicarme profesionalmente a aquello y ni siquiera en continuarlo como mero pasatiempo.

—¿Puede haber ruptura sin conciencia de con qué se está rompiendo? ¿Realmente leíais a los poetas precedentes?¿Quién se salvaba, según vosotros, entonces?

-A algunos de nosotros (y siempre hablo de Pedro, de Félix, en mucha menor medida de Leopoldo y, claro está, de mí, que es de quien únicamente debería hablar) nos llegó antes Henry Miller que Antonio Machado. Para romper hay que estar unido a algo y el nexo con el 98, el 27 y el 50 era inexistente. ¿Hubiera salvado a Cernuda y Lorca? No sé, otros lo hacían por solidaridad corporativa aunque en privado los denostaran; no era mi caso. (...)

—Hablemos de las circunstancias editoriales que rodearon a la aparición de tus libros: ¿a qué puertas llamaste, quién llamó a tu puerta, qué te propusieron incluir, qué decidiste no incluir? ¿Cómo viviste por ejemplo, la publicación de tu primer libro?

-“De las condiciones humanas” fue editado por Joaquín Buxó Montesinos, poeta y dramaturgo, hijo del marqués de Castellflorite, presidente de la Diputación y de una de las grandes Cajas catalanas. Pedro Gimferrer, hombre dotado de un gran desparpajo, al menos en aquellos años, le llamó por teléfono anunciándole que dos poetas irían a verle, y así, en la colección «De trigo y voz provisto» se publicó al poco tiempo... con un tranquilizador prólogo del también poeta Corredor Matheos. “La hora oval” vino de la mano del poeta Joaquín Marco, abanderado entonces de mi causa y que capitaneaba la colección «Ocnos». Tampoco se consideró apropiado dejarme despegar solo y se bendijo la aventura con un prólogo de Pedro Gimferrer. “Cónsul” fue el resultado de una selección de poemas, realizada por Félix de Azúa, que por su atrevimiento formal y/o temático habían quedado fuera de “La hora oval”. Azúa no quiso prologarlo y se pensó esta vez en el poeta catalán Pere Gimferrer. (...)

Entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 658, Madrid, abril 2005.

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(...) “De las condiciones humanas” estaba abriendo nuevas vías para la expresión poética en España. Era el año 1964, aunque el libro databa en realidad de 1962, y fue publicado, no se olvide, en la misma colección que “Mensaje del Tetrarca”, de Pedro Gimferrer, de 1963, aunque este último orquestó su presentación en sociedad en fecha suficientemente antedatada. (...) Un verso de “De las condiciones humanas” constituye la cita que Gimferrer incluye, junto a otra de Poe, en la primera edición de “Mensaje del Tetrarca”, publicado en la misma colección. El que el libro de Ferrer Lerín estuviera aún inédito cuando Gimferrer incluye la cita ilustra la proximidad y afinidad de ambos poetas entonces. También lo falaz que resulta hablar de quién fuera en realidad el primero en arribar a qué costas. Pero si la falta de generosidad se pudiera leer como síntoma de miedo pánico a perder la pole position, es notorio que el autor de “Arde el mar” no incluye los versos de su coevo en sucesivas reediciones de su obra. (...)

Carlos Jiménez Arribas, prólogo de Ciudad propia. Poesía autorizada, F. Ferrer Lerín, Artemisa Ediciones, Tenerife, 2006.

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(...) de pronto, entre la muchedumbre de barbudos y fumadores en pipa, apartándola gracias a su corpulencia y a su andar vacilante, apareció un personaje de difícil catalogación -joven pero de nobles entradas en una frente rimbombante, rostro incontrolado, cutis jienense, chubasquero de plástico oscuro- que, para mi sorpresa, saludó -eso sí, con altivez- a mis compañeros y se colocó el primero en la más o menos difusa cola. Entramos juntos y tras varios cambios decidió sentarse a mi lado aunque con un espacio de por medio. Encajó su cuerpo en la butaca, y se produjo una especie de terremoto en toda la fila, pero lo sorprendente vino después; al apagarse las lámparas surgió un resplandor, un fogonazo verde, su piel irradiaba una intensa luz, un rarísimo fenómeno de fosforescencia que (...) es la causa, junto a otras, por la que le denominaremos Potencia, evitando también con esta triquiñuela cualquier tipo de responsabilidad, ya que hoy es persona de poder omnímodo. (...) su prodigiosa memoria que según parece hacía que los profesores acudieran a él y, luego, las sempiternas manchas en sus pantalones bombachos producidas por la sardina de lata en aceite envuelta en papel de periódico que se traía de casa y que hasta ser consumida en el recreo permanecía en sus bolsillos (alternaba derecho e izquierdo). (...) era un ser omnipresente, era tiránico en sus obsesiones intelectuales y, a su desaliño corporal, sumaba una dificultad motriz estrepitosa. Dos ejemplos sobre esto último: no sólo no acertaba nunca a entrar por una puerta -se golpeaba contra el marco- sino que era incapaz de sujetar cualquier objeto y así se llegaba a situaciones dramáticas como en aquel cóctel en la Terraza Martini (a menudo nos colábamos en eventos así) en que fue expulsado tras habérsele escapado de la mano un vaso de whisky -que estalló con gran estrépito al chocar contra la barra- luego derramar una copa de champán en la moqueta y, finalmente, esparcir por los peldaños de la escalera todos los canapés de una bandeja durante el forcejeo con un camarero creyendo que éste se la ofrecía entera. Pero no había rivalidad entre nosotros. Potencia vivía en el mundo de la fantasía. Y yo en el de la realidad. En el momento en que el grado de compenetración fue lo suficientemente elevado y no fueron necesarias las farragosas preguntas, sólo diciendo Miller le refería cuáles habían sido mis últimos lances sexuales y, si decía Rossen, le contaba el resultado de la timba de anoche. Porque los libros y el cine -y las artes plásticas secundariamente- ocupaban en exclusiva nuestro marco de relación pero él vivía dentro de ellos y yo, en cambio, me limitaba a disfrutar con ellos, como disfrutaba también con otras cosas. (...) Tras ver “El buscavidas” y llegar a la conclusión de que era el único epílogo posible del cine negro emprendimos una tournée por las salas de billar. Potencia era el Gordo de Minnesota y yo era Paul Newman. En una de ellas, creo que en El Velódromo, un hombrecillo pulcro que por allí trotaba nos estuvo estudiando largo rato -Potencia de Minnesota con traje oscuro sentado en una silla con las regordetas piernas abiertas y Paul Amatller inclinado sobre la mesa dándole al taco y a las bolas- y debió parecerle un cuadro de gran carga sexual porque nos abordó resuelto, y nos propuso hacer lo mismo en su casa pero todos con menos ropa y con algún dinero a cambio. (...)

Ferrer Lerín. Familias como la mía, Tusquets Editores, Barcelona, 2011.

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Francisco Ferrer Lerín

Versión completa del artículo publicado, con título parecido, en "Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada", 20, Zaragoza, 2013.

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19 de febrero de 2022
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El capote ucraniano de Gógol

 

Hace tres décadas una narrativa hegemónica se disgregó en 15 relatos independientes. Ucrania, una de las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética, emergió entonces como un país de nuevo cuño después de varios siglos bajo la influencia de la fuerza centrífuga rusa, que lo absorbía todo, desde la receta del borsch al talento literario. Por la teoría interesada de las zonas de influencia o de patrimonio compartido, la inercia persiste: Rusia, aun después de separarse del jardín de los cerezos que creía suyo (la obra de Chéjov homónima se desarrolla en los alrededores de Járkov), insiste en reclamar sus frutos. Al mirarse en Ucrania, se ve reflejada a sí misma, o lo que considera una prolongación suya.

En un polémico artículo sobre la unidad histórica de unos y otros, Putin puso como ejemplo a Gógol, "un patriota ruso" -el mismo calificativo que empleó el editorial del Pravda en el centenario de su muerte (1952)- que coloreó sus obras "escritas en ruso" con "refranes y motivos populares de la Rusia Menor". En la misma frase, el inquilino del Kremlin recalcó tres veces la adscripción del escritor.

El ejemplo de Nikolái Gógol (o Mykola Hohol, en ucraniano) es paradigmático. Del capote de un emigrante de la margen izquierda del Dniéper llegado a San Petersburgo en busca de empleo surgió toda la narrativa rusa, después de que un poeta de ascendencia africana como Pushkin hiciera lo propio con la lírica. En cualquier caso, si quería labrarse una carrera literaria debía hacerlo en ruso y ser legitimado en la capital del imperio.

Y he aquí otra vuelta de tuerca: después de irrumpir con relatos inspirados en el folclore ucraniano o los cosacos zaporogos, cuando volvió la mirada a San Petersburgo o las provincias rusas Gógol no dejó títere con cabeza. Su crítica es implacable, tanto en sus cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche de humor, inteligencia y fantasía que obnubiló al personal, incluido el propio zar. Solo un genio podía mostrar a cara descubierta el despotismo fractal que aquejaba a los rusos: de arriba abajo se reproducía el mismo patrón de corruptelas, desidia, servilismo.

Se le afeó que no perfilara un solo personaje ruso positivo, mientras que los ucranianos desprendían candor y autenticidad. No ajeno a esas suspicacias, cuando una amiga le preguntó si su alma era rusa o ucraniana, vino a contestar que no lo sabía, que un ucraniano no era menos que un ruso y viceversa, y si no eran lo mismo -porque sus raíces son disímiles-, en todo caso se complementaban.

Aun así, cuando Gógol emprendió la segunda parte de su gran novela, que sería en teoría más optimista respecto al porvenir del carácter nacional ruso, murió (literalmente) en el intento.

La historia de las letras ucranianas es la de un doloroso «a pesar de». Al margen del idioma en el que se haya expresado, ha sido rehén de sus fronteras físicas imprecisas y de las políticas cambiantes, del menosprecio o prohibición del ucraniano como lengua literaria, de los imperios y mancomunidades, de la asimilación cultural ruso-soviética, de la represión, del asesinato por hambruna, las purgas y los desplazamientos forzados. El nazismo dio la puntilla al metatexto políglota y multicultural ucraniano -tan fértil como su históricamente codiciada tierra negra, el chernozem-, inherente a ciudades de alma cosmopolita como Odesa o Lviv.

Y así, porque se expresaron en una lengua distinta al ucraniano, porque sus vidas los llevaron a cambiar de nacionalidad por una u otra razón, no imaginamos que un pedazo de Ucrania se lee en el polaco de Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Stanislaw Lem, Bruno Schulz o Zanna Sloniowska (pronto en Alianza), el hebreo del Nobel Shmuel Yosef Agnón, el portugués brasileño de Clarice Lispector, el francés de Irène Némirovsky, el inglés de Conrad o el alemán de Joseph Roth.

Y además de que no disponemos apenas de traducciones de quienes sí lo hicieron en ucraniano -Tarás Shevchenko, Iván Frankó, Lesya Ukrainka o Pavlo Tychyna-, tenemos por eminentemente rusos a ucranianos de origen que dignificaron el páramo literario soviético a cambio de un elevado coste personal: de Anna Ajmátova y Yuri Olesha a Mijaíl Bulgákov, pasando por Ilf y Petrov o Isaak Bábel, que se sentía el elegido de las "soleadas estepas perfiladas por el mar" para despejar "la misteriosa y densa niebla de Petersburgo".

 

La voz de los masacrados

Y en el centro, el profundo humanismo de Vasili Grossman, que habló por los que yacían masacrados bajo la tierra rusa, ucraniana o polaca, ya fuera por el Holodomor, la guerra, el Holocausto o el gulag. Grossman era de Berdýchiv, "la capital de los judíos" de Ucrania, sobre la que escribió su primer relato. La buena acogida que tuvo en las redacciones de las revistas literarias marcó su futuro como escritor y lo apartó de su carrera de ingeniero, que lo había llevado al Donbás, al este de Ucrania: "En fin, parece que me he encontrado con eso que llaman reconocimiento".

Siete años después, su madre reposaba en una de las fosas comunes de su ciudad natal. "Cuando muera, tú seguirás viviendo en el libro que te he dedicado, cuyo destino está unido al tuyo". Se refería a Vida y destino. En ella, la madre del protagonista -trasunto de la suya- se lleva al gueto de Berdýchiv, además de cartas y fotografías, libros de Chéjov y Pushkin.

Un último dato: como Las almas muertas de Gógol para la literatura rusa, una de las obras fundacionales de la ucraniana fue otra parodia: la Eneida, de Iván Kotliarevski (1789-1838), que cambió los troyanos de Virgilio por cosacos. Para definirse, para construir su propio relato, Ucrania no solo ha mirado hacia el Este.

 

NOTA BENE: En español la presencia de la literatura ucraniana contemporánea es escasa. Pocos autores tienen más de un título traducido, como Andréi Kurkov (rusófono) o Yuri Andrujóvich (ucraniófono). Este último califica la situación de triángulo amoroso tóxico: "Los ucranianos estamos enamorados de Europa, Europa está enamorada de Rusia, mientras que Rusia nos odia tanto a nosotros como a Europa, pero con nosotros y con Europa se comporta de manera diferente".

Si bien la guerra ha impactado en el contenido de las obras, en la vida de los autores de zonas de conflicto y en el mercado editorial -se ha complicado la importación de títulos de editoriales rusas y hay mayor demanda de libros en ucraniano-, uno de los fenómenos de mayor alcance desde la independencia es la proliferación de autoras en prosa, pues hasta entonces habían estado relegadas a la poesía.

Procedentes sobre todo del periodismo, mujeres de distintas generaciones han explorado temáticas inéditas o se han apropiado de otras ya existentes abordadas por hombres -violencia de género, nuevas sexualidades o crítica social- desde la literatura confesional, la prosa filosófica o la novela histórica. Destacan los nombres de Sofia Andrujóvych, Irena Karpa, Natalka Sniadanko, Maria Matios, Oksana Zabuzhko, Lyuko Dashvar, Lina Kostenko, Tania Maliarchuk o Larysa Denysenko.

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18 de febrero de 2022
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¿Máquinas creadoras? El saber musical no hace al músico

 

Vuelvo ahora a la pregunta que planteaba columnas atrás: asumiendo por un momento que un ente maquinal fuera susceptible de conocimiento científico… ¿podríamos ya sin más atribuirle la capacidad de creación plástica, musical o literaria? Uno de los puntos de arranque  de esta reflexión es  la tesis de la  tripartición (irreductible a toda fuente común conocida) de la razón humana en tres vertientes, cognoscitiva, ética y estética, sobre las cuales reflexiona Kant en cada una de sus tres famosas críticas (Crítica de la Razón Pura, Critica de la Razón Práctica y Crítica de la Facultad de Juzgar). Los defensores de la equiparación  de la inteligencia artificial  a la inteligencia humana  habrían de mostrar  que la primera es susceptible de funcionar  en ese  triple registro. Pero además: habrían de matizar la diferencia misma en el seno de la kantiana repartición, sin proyectar sobre  una de ellas criterios lo que es propio de la otra.

Y creo que el indignado artista (al que me refería  en un texto  anterior), miembro de la academia vasca Jakiunde que protestaba ante la presentación de una composición pictórica maquinal como obra de arte, estaba barruntando que la máquina había aplicado criterios propios de la razón cognoscitiva  (temática propia de la primera crítica kantiana) apuntando a algo que concierne al sentimiento  de  lo bello o lo repulsivo (asunto que concierne a la  tercera de las críticas). Es como si un pianista creyera que su dominio técnico del instrumento (asunto a tratar  también en el marco de la primera crítica, pues hasta ahí se trata meramente de conocimiento) es lo que hace de él un artista.

Lo esencial del asunto reside en que tratándose de conocimiento, el objeto legisla, el objeto da o quita razón, mientras que tratándose de  percepción estética la razón funciona como subjetividad (en ocasiones intersubjetividad) carente de  baremo objetivo.

No hay general acuerdo sobre lo irreductible de la diferencia entre razón humana que apunta a la creación artística y razón humana que  apunta al conocimiento. Es usual escuchar  el argumento de que la percepción y creación estética responden a una forma de conocimiento que se ignora como tal. En una tesis como la hegeliana (según la cual el arte sería  una figura del pasado  inútil  ya cuando el concepto adquiere vigencia plena) parece considerarse que en el arte  se trata de un conocimiento asténico, pero al fin y al cabo se trataría de conocimiento (incluso se ha llegado a pensar que los imperativos éticos serían también corolario de una forma de conocimiento).

Establecida así la discusión, una de las modalidades de reducir la singularidad de la razón estética es anular  lo que hay de específico en los instrumentos de la misma. Consideremos el caso de la literatura. La metáfora juega en ella un papel fundamental. Por ello, si se reduce la función de la metáfora en literatura a la función  de la metáfora en ciencia se habrá ya quitado puntos a la tesis de la diferenciación entre la actividad cognoscitiva y la actividad artística de los seres de razón. Me centraré la próxima columna en este asunto.

 

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17 de febrero de 2022

Fry, Roger Eliot; Virginia Woolf (1882-1941)

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Las croquetas de la abuela

 

En sus diarios, Virginia Woolf cuenta que tiene que dejar de escribir para guisar la cena. “Creo que ciertamente es verdad que una adquiere cierto dominio sobre la carne de salchicha y sobre el róbalo por el medio de hacerlos constar por escrito”. Woolf era una virtuosa literaria, pero eso no la eximía de las tareas impuestas a las damas hacendosas. De ahí que, en un ensayo sobre las profesiones femeninas, señale que “el deber de toda mujer escritora es matar al ángel del hogar”. Su sentencia caló, aunque solo entre nosotras, que decidimos acabar silenciosamente con el fantasma doméstico que se aparecía bajo la forma de una fregona, escapando de la abnegación propia de las buenas amitas de su casa. Y para ello contamos con complicidades inesperadas: las de nuestras propias abuelas y madres.

Curiosamente, hoy, en mi casa se oyen quejas con sorna. “Queremos comer unas croquetas de la abuela, pero tú no sabes cocinar”, me dicen, haciendo suya esa nostalgia que han comercializado las marcas de congelados. El caso es que ni mi madre ni mi abuela –como tantas otras– se preocuparon por enseñarme sus recetas. “Tú estudia”, me decían mientras bregaban entre los vapores de sus ollas. Ellas se quedaban con sus cuchillos frente a los fogones y yo me ocupaba de mis metáforas. Nunca tuve tanto tiempo propio como en aquellos años de estudiante ni volví a disfrutar de largas horas de lectura porque su gran transferencia fue la generosidad y el aliento para que lograra mi emancipación intelectual y profesional.

El viernes se celebró el día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, y el sesgo de género volvió a aflorar. El número de mujeres que se dedican a las llamadas carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) retrocede. Y mucho más después de la pandemia, cuando tuvieron que interrumpir sus estudios porque alguien tenía que preparar las croquetas de la abuela.

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16 de febrero de 2022
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Batacazo

La única salida es impensable: un pacto de Estado con el PSOE para evitar que Vox gobierne, a cambio de la ruptura con los separatistas vascos y catalanes. No lo verán mis ojos

Es uno de esos raros momentos en los que el periodista le ve la gracia al oficio, cuando empieza a escribir sobre unas elecciones antes de que se abran las urnas, con la idea de entregar cuando todo haya acabado. Un viaje de dron. Empiezo a escribir el sábado y el domingo saldrán a votar (o no) los súbditos. Los profesionales de la política, los que se juegan el dinero, están ahora temblando, porque lo cierto es que los votantes ocupamos el lugar de los antiguos proletarios y servimos a unos amos cuyos intereses rara vez coinciden con los nuestros. ¿Nos han persuadido de lo bien que nos irá en esta vida si gana su partido? ¿Compramos el producto? No lo saben. Tienen un puño en la garganta.

Ahora ya es domingo. La campaña ha sido mediocre y futbolera. Enormes palabras para ideas minúsculas en dos formaciones de una incompetencia insondable. Pegados a ellos sus hijuelos, decenas de pequeños partidos que nacen como hongos. Es la metástasis identitaria. Alguien pedirá subir el porcentaje exigible para tener representación y que los enanos vuelvan al bosque, pero será una guerra perdida. Por las entrevistas se advierte que los votantes solo han aceptado los insultos porque nadie habla de programas. Saben a quién no deben votar, pero no para qué. A las ocho de la noche, las “encuestas a pie de urna” dan la victoria al PP, pero deberá gobernar con Vox. A las 10 de la noche se confirma el desastre: todos han perdido. Menudo éxito el del PP, cambiar a Ciudadanos por Vox. ¿Quién dirige ese carromato?

El lunes empezaron las verdaderas elecciones. Solo puede llegar al poder el PP, pero con medio Gobierno de Vox. La única salida es impensable: un pacto de Estado con el PSOE para evitar que Vox gobierne, a cambio de la ruptura con los separatistas vascos y catalanes. No lo verán mis ojos. Ni los suyos. Vienen meses ciegos.

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15 de febrero de 2022
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El Boomeran(g)
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