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El año del récord

La depresión es un país extranjero. Quien la padece, sé de lo que hablo, cree que es su único habitante. Las fronteras, si se divisan, quedan tan lejos que uno piensa que nunca podrá escapar. Parece situado muy al norte porque las noches, insomnes, se encabalgan como en un invierno boreal. Allí se vive a la intemperie, aislado. No es que no puedas comunicarte, es que ya no hablas el idioma de antes, con el que, bien que mal, te hacías entender.

Esta es una imagen de tantas para ilustrar la angustia y el desconcierto que acompañan la depresión. Conozco más. Mías, leídas y oídas a otros: infierno portátil, compañera invisible, túnel sin salida, campana de cristal… Dice la literatura científica que las metáforas más empleadas tienen que ver con la oscuridad, el peso, los espacios cerrados o una fuerza que tira hacia abajo. En realidad, la enfermedad y el ­dolor son experiencias radicalmente privadas e intransferibles. Frente a la depresión uno depende de que sus palabras tejan una narrativa que dé sentido a algo invisible cuyos síntomas no son contrastables con el microscopio o analíticas. Para Alphonse Daudet, autor de En la tierra del dolor, el sufrimiento, “como la pasión, deja a un lado el len­guaje”, y así cada paciente encuentra su propia teoría del dolor –físico o existencial– que varía como la voz de un cantante según la acústica de la sala. Y siempre queda la sensación de no saber decirlo todo, que lo importante permanece mudo y se­creto.

Desde hace un tiempo, en campañas como “Hablemos de #SaludMental” o tribunas de opinión, se nos anima a visibilizar nuestro estado psíquico. Es decir, antes de poner todos los medios, se nos pide que saltemos sin red. Y con profusión de datos se nos explican, además, cosas ya sabidas: que las cifras muestran un deterioro de la salud mental en nuestro país y que la asistencia psicológica y psiquiátrica del sistema público arrastra una carencia crónica de recursos. Esto es particularmente preocupante con respecto a los adolescentes, porque –leo en un estudio en el que ha participado el hospital Clínic– “el inicio de la mayoría de los trastornos mentales se produce a los catorce años”. Ahora mismo, al margen de la edad, quien quede encallado en las arenas movedizas de la depresión, si quiere seguir activo ha de ir a un centro de atención primaria para que le receten pastillas y luego, las más de las veces, rascarse el bolsillo para la terapia.

Llevan tiempo encendidas las luces de alarma. El mecanismo de negación (hacer como si nada hubiera pasado, interiorizar que lo peor ya había pasado) funcionó en gran medida para la crisis del 2008. El mercado se alimenta de optimismo, no de sujetos alicaídos. Si preguntas a los farmacéuticos, hablan de una sociedad medicada. Las cajas de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos e hipnóticos se prodigan en los mostradores. También estaban ahí los datos comparativos de la UE, claros y diáfanos, con España a la cola: la salud mental no ha sido una prioridad. Ahora las administraciones anuncian “planes de choque” y, si solo se planifican para mejorar las ratios, pienso en el efecto rebote de una mala dieta.

Los factores estresantes del año pasado vinculados a la pandemia contribuyeron a que las muertes por suicidio en España alcanzaran un récord histórico. Aun así, algo estructural debe de estar fallando también para que ascendieran a 3.941 los decesos por esa causa en el 2020. Aunque nuestra tasa de suicidios no es de las peores en Europa, se constata una tendencia al alza que debería hacernos reaccionar. Además, por cada muerte consumada, conforme estimaciones, se producen veinte tentativas. ¿Cuántos a nuestro alrededor habrán fantaseado con el final para atajar su sufrimiento? Que la condición humana es vulne­rable nos lo ha explicado profusamente el pensador Joan-Carles Mèlich a lo largo de su obra ensayística. “Nadie puede ocupar el lugar del otro ni nadie puede sentir su dolor, su experiencia, su pérdida. […] Ser compasivo es situarse al lado del que sufre, escuchándolo, atendiéndolo, cuidando su cuerpo maltratado, sus heridas, su soledad. Ser compasivo es estar a la altura de lo que el otro nos pide. A menudo es una demanda no explícita, silenciosa. Ser compasivo es estar ahí ”. Una expresión sencilla, estar ahí, que aglutina una ética para tiempos inciertos y debería ser una brújula permanente para la política sanitaria.

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24 de noviembre de 2021
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Muera Caín

En un país que sólo mercadea con la Guerra Civil, los de Ciudadanos son necesarios

¿Nunca nos libraremos del pasado? Cuando éramos jóvenes nos atraía la izquierda porque miraba al futuro, prometía ayudar a los más débiles si perseveraban por mejorar, veían la educación como una escala de ascenso gracias al talento y el esfuerzo, el porvenir tenía una luminosidad que guiaba nuestra esperanza. La izquierda, ahora, sólo se interesa y se identifica con el pasado, sólo le importa lo acaudalado en memorias sectarias y fanáticas, quiere regresar una y otra vez a viejos fracasos como las repúblicas (dos) o las revoluciones (un montón), hay incluso apologistas del comunismo, una superstición tan rancia como la alquimia. Nuestra izquierda es profundamente reaccionaria: no ve posibilidad alguna de mejora en aquellos jóvenes que deseen formarse, educarse, aprender y lanzarse a mejorar la sociedad. Todo lo contrario, premia a los gandules, considera que suspender es de derechas, que el esfuerzo es facha y que lo mejor que puede uno hacer es no tener la menor ilusión de mejora. Está paralizada por una ausencia total de ideas para el futuro.

En el otro lado de la trinchera, las fuerzas conservadoras se guían fielmente por lo mismo, aunque con el signo cambiado para polarizar con éxito a la población. Si las izquierdas parece que lo único que pretenden es volver a perder la Guerra Civil, las derechas aceptan el envite y se enfrentan para ganar de nuevo. De modo que, por ejemplo, maltratan a la judicatura y aplastan al modo leninista a quien tenga ideas propias, igual que las izquierdas.

Hubo un tiempo en que se podía votar a un partido de centro y liberal. Lo hicieron mal, como todos los partidos, pero son imprescindibles. En un país que sólo mercadea con la Guerra Civil, los de Ciudadanos son necesarios. Ya sé que se están suicidando. Me da igual. Yo les votaré hasta que se extingan.

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23 de noviembre de 2021
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Trabas a la escritura

Es sabido que la familia, cuando está viva y próxima, dificulta, si no imposibilita, la escritura de una novela. En la actualidad, a ese escollo, habría que añadir la omnipresencia de las cámaras callejeras de seguridad. Mi hermano pequeño, Carlos, sale libre del penal de El Dueso el 14 de marzo de 1985. Lo recojo en el Chrysler 180 y a los pocos metros me pide que pare en una gasolinera, baja, y la asalta. Entrando en Santoña repetimos la maniobra, y llegamos a casa más contentos que Chupilla. Hoy sería imposible. Hay cámaras por todas partes y, para más inri, mi hermano vive ahora con Antoñita, menuda pécora la tía, ya estaría tardando en amenazarme con llamar a la pasma si me volviera a ver con Carlos, que yo le llevo la mala vida a él, y la desgracia a todos. Este cambio en las costumbres, queda claro, no me permite avanzar en la escritura de Sangres, la novela biográfica que he de entregar en marzo al editor; temo que lo que cuente exaspere a mis padres, hermanos, cuñados, sobrinos... además qué trama verosímil le doy al polar con todos los badulaques de la zona videovigilados, quizá que el héroe sea el Hombre Invisible, pero célibe y casto.

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22 de noviembre de 2021
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Cuando despertó, Monterroso todavía estaba allí

El mes de diciembre que entra se cumple el centenario del nacimiento de Augusto Monterroso, un escritor que seguirá despertando y siempre estará allí, como el famoso dinosaurio de su cuento de pocas líneas, obra maestra de la brevedad, del ingenio, y de la ligereza que tan caro era a Ítalo Calvino.

Un cuento de una sola línea, una sola coma y un solo punto que es, además, el único cuento que puede aprenderse entero de memoria, como muchos lo hemos aprendido, y que hoy cabría en la estricta medida de un tuit, con lo que Monterroso, mal que le pese, pasa a ser un adelantado de la postmodernidad.

Al primero a quien la solemnidad de este aniversario habría divertido es a él mismo, desconfiado siempre de la pompa del bronce y los laureles. Un humor sosegado, para nada estridente. Como era corto de estatura, decía que los bajitos tenían un sexto sentido para reconocerse entre ellos. Y se declaraba también embajador plenipotenciario de los Países Bajos.

Ya el hecho de que, en lugar de Augusto, su nombre de pila, lo llamaran Tito, era pasar del terreno de la majestad imperial, despojado a gusto de su título de emperador romano, al de un diminutivo que lo hacía sentirse confiado en sí mismo, maestro como fue de la brevedad también por regla literaria.

La brevedad no sólo en cuanto a la extensión de sus textos, sino en cuanto a su obra toda, que nunca llegó a ser abundante, debido a su recato frente a las palabras, y a los graves riesgos que para él entrañaban los textos excesivos. La regla de la rigurosa escasez. En esto se parecía a Bartleby, el escribiente solitario del cuento de Herman Melville, a quien, cuando se le quería confiar una nueva tarea de oficina, solía responder, tímida pero tozudamente: “preferiría no hacerlo”.

Como suele ocurrir con las accidentadas vidas centroamericanas, nació en Tegucigalpa, de padre guatemalteco y madre hondureña, venido de una parentela de gambusinos como los de las película del oeste, que colaban el oro recogido en la corriente de los ríos, tal como lo cuenta en su libro biográfico de 1993, Los buscadores de oro.

 Vivió su infancia y adolescencia en Guatemala bajo la dictadura de Jorge Ubico, y cuando este fue derrocado, respaldó de estudiante la revolución democrática que se inició en 1944 con el presidente Juan José Arévalo; salió al exilio tras la caída de Jacobo Arbenz en 1953, y vivió primero en Chile, para luego recalar en México, donde se quedó el resto de su vida.

Para Monterroso el breve, la escritura era también lo que no se escribía, lo que quedaba en el silencio. Balzac, el copioso, venía a ser todo lo contrario de su concepción, o escogencia, de la literatura, esa parquedad que se volvía una especie de pudor verbal; y a la vista de aquella cordillera de crestas que se repiten sin fin en el horizonte que es La comedia humana, Monterroso, frugal, exclama, lleno de graciosas ínfulas: “hoy he escrito una línea, hoy me siento un Balzac”.

En su cuento El zorro es más sabio, que cierra su libro La oveja negra y demás fábulas, escuchamos la historia del Zorro escritor a quien siempre pedían un nuevo libro, a pesar de que ya había publicado dos, aclamados por la crítica. “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”, pensaba el Zorro.

En el personaje del Zorro escritor, no pocos descubren al discreto Juan Rulfo, que se negó a escribir un tercer libro, o inventó que estaba escribiendo uno que se llamaría La Cordillera para que lo dejaran en paz, pero nunca lo empezó. También Rulfo tenía ese vicio de la parquedad.

Recuerdo, además, una broma de Monterroso frente a un grupo de estudiantes guatemaltecos que planeaban editar una revista y llegaron a visitarlo a su casa en la ciudad de México para pedirle una colaboración literaria. Los mandó con otro escritor, poeta compatriota suyo, este sí, abundante hasta la desmesura, y mal poeta, también en el exilio, diciéndoles: “pídanle a él, ése tiene bastante”.

Obras completas y otros cuentos, su primer libro, se publicó en 1959, textos ejemplares que despreciaban el rezago vernáculo de la literatura centroamericana de entonces. Luego, un década después, vendría La oveja negra y demás fábulas, e, igual que su zorro, Monterroso empezó a prevenirse de no caer en las provocaciones del escribir demasiado para acrecentar su fama. Cuando alguna vez le dije, hiriendo su modestia, que nunca había escrito una sola línea mala, me respondió, antes de soltar su risa sosegada, que era porque escribía poco. La ilustre compañía de Bartleby.  Recomendaba, además, a sus alumnos de los talleres literarios, frente a la página que uno creía perfecta, agregar algún error, para lograr así la imperfección, que es siempre una obra humana.

Igual que sus antepasados que se metían en las corrientes de los ríos a colar la arena en busca de pepitas de oro, Monterroso lo hizo con las palabras. Mucha arena colada y poco oro.

Y cuando despierte dentro de otros cien años, seguirá allí.

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22 de noviembre de 2021
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De mitos y dilemas

Los mitos nos interrogan y nos despojan de máscaras cuando los sabemos interpretar desde el ángulo más profundo y radical... Los mitos hablan del verbo, pero también de las dimensiones del silencio, del vacío y de la ración de incertidumbre y desazón que nos depara la existencia.

En su excelente poemario De mitos y dilemas, Federico Puigdevall extrae de los mitos su más venenosa esencia y la acerca a nuestros labios, con ritmo pausado y firmeza clásica. Sus reflexiones sobre la vida y el tiempo tienen la música del agua y esparcen un perfume muy bien destilado en el atanor de la noche personal.

Este libro es pura alquimia y enuncia una semántica de cristal, trasparente y lacerante, donde la antigüedad, sorbida en gotas muy concentradas, ilumina y preña de sentido conjetural algunos de los mejores poemas, entre los que cabe destacar Ese animal, Presagio, Libertad soñada, Canción del vencedor vencido, Habitante de lo oscuro...

A continuación reproduzco algunos versos de De mitos y dilemas que me han gustado especialmente:

*

¿No es lo mismo levantar un laberinto que acabar en él?

*

La noche volverá a esconder en tus pupilas el silencio.

*

La vida se detiene ante paisajes imposibles de abarcar con la mirada.

*

¿Qué nos trajo hasta este infierno?

*

La noche regresó desnuda ya de sueños.

*

Solo los secretos van hilando la medida de las cosas.

*

Así nos engañamos nuevamente, creyendo que somos siempre el mismo, aquel cuya mirada solo imaginamos, aquel en cuyo rostro está el abismo... Tal es la distancia entre quien somos y aquel que fuimos.

*

¡Arroja los recuerdos!

*

Nuestros ojos se buscaron en la bruma y hallaron un espejo al otro lado.

*

¿Dónde el oráculo?

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20 de noviembre de 2021

Viñeta. El Roto.

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Histeria

«La ambición de poder es el núcleo de todo. La paranoia es, en el sentido literal de la palabra, una enfermedad del poder», escribe Elias Canetti en Masa y poder.

La prensa sistémica ha cancelado el sentido común. Abundan encuestas y titulares escalofriantes:

¿Deberían los no vacunados pagar por los gastos de su ingreso hospitalario y tratamiento? Austria confinará a los no vacunados. Prohibido visitar a sus familiares ingresados si no disfruta de la doble pauta de vacunación. Berlín deja sin vida social a los no vacunados. Confinar a los antivacunas. ¿Qué hacemos con los antivacunas? Europa endurece las medidas contra los antivacunas por el avance del COVID. Ha llegado la hora de actuar contra los antivacunas que van por ahí matando a gente. Cuñadismo vacunal, la nueva amenaza para las relaciones. A la caza del no vacunado. Los expertos advierten de lo que no se puede hacer en Navidad: No entremos en casa de los no vacunados, no los invitemos. Matar al no vacunado.

Punk is dead. La histeria vacunal roza máximos históricos. El tema ha llegado incluso a las pescaderías de barrio y sus conversaciones amables. ¿A qué esperas para ponerte la tercera dosis? Sintonizamos las principales cadenas de televisión y no vemos más que a un montón de tertulianos sin mascarilla echándole la bronca a los que no la llevan. Es que los techos del plató son muy altos, decían. El acceso al Vaticano sólo es posible con el pasaporte Covid. ¿Pasaporte de salud? La situación es tan ridícula que incluso la cadena McDonalds lo pide en algunos países. Berghain, el templo alemán de la música techno y las drogas, lo pide.

Donde hay riesgo, debe haber elección. El pasado mes de junio, mi querida amiga Sara, joven y activa, se preparaba para su tan esperado viaje a Islandia. Lo primero que le vino a la mente fue la obligatoriedad de mostrar su pauta de vacunación en el control de pasaportes del aeropuerto. Cumplió. Acudió a su cita y se puso la primera dosis de Pfizer. El calvario empezó tres horas después. Mareos, dolores de cabeza, vértigo. Incluso perdió la vista, todo borroso y nada a lo que agarrarse. En urgencias tan sólo le recomendaron reposo. Tres días después, se le inflamó la parte izquierda de la cara y el cuello. Acabó en parálisis. Luego, vinieron las taquicardias y subidas de tensión. Urgencias y TAC cerebral. El dímero D disparado. Su sangre se había coagulado hasta niveles insospechados. Han pasado cinco meses. Constantes ingresos en urgencias y prescripciones médicas, pero Sara no ha recuperado la buena salud de la que disfrutaba antes. Su día a día es una retahíla de mareos, náuseas y vómitos. Sinfín de vértigos, incluso tumbada en la cama. ¿Cómo era aquello de vacunarse para volver a la vida normal? Huelga decir que no hubo viaje a Islandia. Constantes visitas a neurólogos, públicos y privados, y todavía no ha podido dar con un tratamiento válido.

La libertad nos constituye como seres humanos. Los tres comportamientos de Fromm: Autoritarismo, destructividad y conformidad. Los vacunados contagian igual que los no vacunados. No lo digo yo, lo dice The Lancet. Basta ya de eufemismos y retórica oficialista. No son pasaportes e indicadores de salud, son permisos de movimiento. Australia, que hace poco gozaba de una de las democracias más liberales del mundo, se ha convertido en un infierno. Incluso Italia lo pide para trabajar. Miles de italianos se manifiestan cada día en las calles más concurridas de sus ciudades y la prensa no dice ni mu. Austria apunta a la vacunación obligatoria y un nuevo confinamiento. Un padre de familia lituano se lamenta por Twitter al no poder ir a comprar a su centro comercial. Without a pass, you’re banned. Estamos asistiendo a una debacle espiritual e irracional de la que no podremos recuperarnos. Aquellos que preferimos acudir a nuestra libre elección somos tildados de fachas conspiranoicos o portadores de un gorrito de papel de aluminio en la cabeza. La ventana de Overton está más abierta que nunca. Por favor, ¿qué más nos queda por ver? ¿Ha empezado ya la guerra por la libertad —me refiero a la libertad de verdad, no la chorrada del eslogan electoral— y no nos hemos dado cuenta?

Hace unas semanas, me topé por redes sociales con unas declaraciones de una instagrammer llamada Deborah Ciencia. «El bien y el mal existen. Los buenos serían los que se vacunan y los malos los que no se vacunan». ¿Por qué se puede alardear de ser divulgador científico en la televisión pública y acudir al moralismo más barato? Recordemos cuando el debate era la forma más sana de poner ideas en común. ¿A quién no le gusta un buen debate? Pues me temo que también lo hemos prohibido. Hace unos meses tuvo lugar un intento de mesa redonda acerca de la gestión de la pandemia en La Clave Cultural, el programa de Federico Ruiz de Lobera. Los invitados: tres médicos disidentes, María Luisa Carcedo, exministra de Sanidad del PSOE, y el presidente del Colegio de Médicos de Madrid. A la pregunta, ¿qué opina de los tropecientosmil efectos secundarios derivados de estas vacunas y sus muertes registradas? Carcedo y el presidente del Colegio de Médicos abandonaron el plató raudos y veloces. El vídeo fue eliminado de YouTube por incumplir las normas de la plataforma. ¿Qué normas son esas? Aquí nadie niega el virus, sólo nos hacemos preguntas. ¿Qué sería de nosotros si no nos hiciéramos preguntas? Hace unos días nos despertábamos con otra noticia: Instagram bloquea el hashtag inmunidad natural. Vamos a ver, ¿qué problema hay ahora con la inmunidad natural? El problema es que esa inmunidad no te la proporciona la vacuna, te la da tu sistema inmunológico.

Polarización y silencio cómplice. Otra pregunta más: ¿Por qué despreciamos nuestra libertad?

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19 de noviembre de 2021

Foto: Pedro Madueño

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Palmas en casa Wittgenstein

Aquella niña gitana que se bajó del carro para pedir limosna no llevaba zapatos. Debíamos de tener la misma edad, unos once o doce años, y quizás por ello sus pies callosos representaron para mí la peor de las humillaciones que podía imaginar, aparte del no ir al colegio. Espoleada por la urgencia, corrí a buscar unos zapatos viejos que le entregó mi madre. Aquella noche me acosté con el misterio encendido: pensaba en esas vidas desarraigadas y exiguas, pero también en su gracia, porque a pesar de la miseria aquella familia no parecía abrumada. No tardó en desvanecerse el sentimiento de eficacia que me había embargado al pensar que aquella chiquilla recorría caminos polvorientos con mis zapatos azules porque, cuando regresaron al cabo de dos meses, seguía descalza.

Me costó entender que sus pies prefirieran sentir el suelo, sin apreturas ni cordones. Ese fue mi primer descubrimiento sobre los gitanos, e hizo crecer mi interés por su manera de estar en el mundo. Su sentido de la libertad, que los ubicaba en los márgenes de la sociedad, almidonaba mi fantasía, arrebatada por el don de su música. En mi empeño, subí a las cuevas del Sacromonte, donde vivían pendientes del toque de guitarra; en Granada seguí la estela de los Morente, y en Cádiz, la de Camarón; además de aprenderme la Nana de colores, de Diego Carrasco y Remedios Amaya. También me aficioné a la fotografía de Jacques Léonard, un payo infiltrado en la vida cotidiana de aquellos que siguen defendiendo la fuerza de la comunidad en plena dictadura del individualismo.

Cuando la editorial Arcadia anunció la publicación de Wittgenstein, los gitanos y los flamencos de Pedro G. Romero, mi curiosidad se desbordó. La historia parte de un pretexto: en el 2015, un grupo de gitanos búlgaros y rumanos fueron invitados a la casa Wittgenstein, en Viena, para participar en un encuentro sobre la cultura romaní. Y el fin de semana se alargó a meses de ocupación, pues a los gitanos solo les habían pagado el billete de ida. El autor se sirve de esta excusa para analizar las formas de asentarse y habitar de esta comunidad, así como su bohemia y su desclasamiento, y recuerda no solo que a Wittgenstein le atrajeron siempre los no integrados, aquellos en itinerancia física y moral, sino que enseñó a sus alumnos de la aldea de Trattembach que la cinta mágica, mulengi dori, de los gitanos guarda relación con el sistema métrico universal, y podía, además, traer buena fortuna. Pedro G. Romero nos descubre que la falsa simetría que caracteriza a la mansión que el filósofo levantó sobre los escombros del Palais de la Kundmanngasse, incómoda para la mayor parte de sus moradores, fue justo lo que hizo sentirse a los gitanos como en casa. Una sincronía nada extraña teniendo en cuenta que Wittgenstein defendía “la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender (…) esa comprensión que consiste en ver las relaciones entre las cosas”, como escribe su biógrafo Ray Monk en Ludwig Wittgenstein, el deber de un genio (Anagrama).

La banca del capitalismo ha comprado no pocas veces el arte gitano, pagando a los flamencos para que derramaran el duende –como herramienta de conocimiento, o sea, el antiguo pathos, tan arraigado en Europa– sobre sus manteles. Como en aquella ocasión en la que Lola Flores bailó medio desnuda entre señoritos jerezanos y un vapor de otro mundo paralizó el aire. Si su arte ha logrado no solo permear, sino elevar nuestra cultura, ¿por qué nos empeñamos en mantener el estigma con el que tan a menudo los señalamos?

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18 de noviembre de 2021
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Contrafaz

La mascarilla, contra el antifaz, oculta la parte más indefinida del rostro. Sólo vemos los ojos y eso favorece a las mujeres: suelen tenerlos grandes y expresivos

Lo tenía en el asiento frontero del autobús y podía observarlo con sosiego porque estaba absorto en sus cavilaciones y con los ojos muertos. Le calculé sesenta años. Un porte robusto y unas pobladas cejas a lo Breznev le añadían un toque feroz. Pero lo que atrajo mi atención es que aguantaba sobre las rodillas una enorme bolsa con el nombre del comercio: Le bonnet à pompón. Era como un guerrero vikingo que llevara en el regazo al nieto recién nacido. El negocio del título es ilustre entre las madres madrileñas. Venden ropitas infantiles e imaginaba yo que el abuelo iba feliz con sus tres kilos de ornatos para el bebé.

De ahí pasé al pompón, que en castellano se dice igual, aunque es más literario “borla”. Son ornatos que no han perdido su gracia a lo largo de siglos y me pregunto qué será lo que los hace tan simpáticos. En Estados Unidos se llaman así los grandes plumeros que agitan las cheerleader o animadoras del rugby, baloncesto o fútbol americano. En Escocia y con el nombre de toories adornan las boinas de algunos regimientos escoceses de gran prestigio. Es un adorno, por tanto, que engalana por igual a un severo militar, a un recién nacido o a una bella adolescente. Algo tiene el pompón que su presencia anima cualquier apariencia.

Volví al abuelo. La mascarilla me impedía concluir el tipo de persona que atraía mi atención. La mascarilla, contra el antifaz, oculta la parte más indefinida del rostro. Sólo vemos los ojos y eso favorece a las mujeres: suelen tenerlos grandes y expresivos. Así lo advirtieron los viajeros románticos. No hay visitante inglés, francés o alemán que no admire los “ojos hechiceros” de las españolas. Observen, por ejemplo, los anuncios de Carmen, sea película, libro o espectáculo. Enormes ojos brillantes y sugestivos. Veo pasear con mascarilla muchas más mujeres que hombres. Será por eso.

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16 de noviembre de 2021
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Pulsión de fútbol y pulsión de cine

En su ensayo titulado Mas allá del principio del placer, publicado hace casi justo un siglo, el eminente Sigmund Freud convino en definir dos categorías de pulsiones humanas, entendiendo como pulsión una excitación psicológica tal que se termina percibiendo como física y que el individuo trata de calmar, reprimiéndola o satisfaciéndola. Pues bien, Freud habló de una pulsión de vida, que también podemos entender como sexual o erótica, y de una pulsión de muerte que comprende las actitudes destructivas y violentas tanto contra uno mismo como contra los demás.

De un modo más simple, una pulsión de vida sería cualquiera que derivase en la autoconservación de uno mismo, de su prole e incluso de la especie, una pulsión de supervivencia en suma. La pulsión de muerte no solo agruparía todas las actitudes violentas sino también las inútiles, la pérdida de tiempo, el despilfarro de la existencia, incluyendo el mero entretenimiento.

A lo largo de mi vida he creado una especie de mitología propia respecto de las actividades más constantes que he llevado a cabo. Y de entre todas ellas he destacado siempre dos de ellas como usualmente antitéticas, de tal suerte que cuando me dedicaba con intensidad a una, la otra menguaba, contradiciéndose al modo freudiano. Quiero referirme al fútbol y al cine. A una le he conferido categoría de pulsión de vida y a la otra de muerte. Al fútbol me he dedicado no como practicante sino como aficionado, hooligan al fin y al cabo siquiera sea del sillón-bol frente al televisor de Movistar o de Gol. Y al cine, también, como mirón, adicto del mismo modo tanto a las películas como a las buenas series.

Desde la preadolescencia que, a temporadas, he consumido cine casi compulsivamente. Quise, incluso, ser director de cine como a los dieciocho, y empecé en la escritura en tiempos remotos ejerciendo de crítico junto a personajes tan cinematográficos como Sigfrid Monleón, Rafa Ferrando, un malogrado escritor local que firmaba sus críticas como Tallulah Banked, o Abelardo Muñoz, aspirante valenciano a Stendhal. Terminé de cinéfilo, viendo programas dobles y hasta triples en cines de reestreno o en las primeras filmotecas, coleccionando revistas: la Cartelera Turia de los 70 la debo tener al completo ya no sé dónde, el Fotogramas donde escribía Molina Foix y José Luis Guarner, Dirigido Por, Casablanca, en la que me publicaron un buen reportaje junto a unos artículos firmados por Miguel Marías y por Fernando Trueba, director entonces incipiente tras su Ópera prima, en 1980.

La cinefilia terminaba declinando y, a partir de los años universitarios, con cada declive sustituía las películas por el fútbol. Seguía entonces el campeonato, veía los partidos, comprobaba las clasificaciones… Arrastrado por la molicie de la liga, dejaba de acudir al cine. Eso era antes de que amanecieran los vídeo-clubs en los 90. Algún que otro día acudía al campo de Mestalla, incluso recuerdo una noche que llevé a un Valencia-Nantes al sociólogo Sami Naïr y nos quedamos embobados con Pedja Mijatovic. Más tarde me pidieron que escribiera las contracrónicas de los partidos en el periódico. Durante dos temporadas iba cada domingo al estadio –entonces siempre se jugaba en domingo por la tarde, tras la paella, y los miércoles competíamos en Europa–, muchas veces con el bueno de Álvaro Oyarbide, un cocinero navarro, sobrino de Zalacaín y de Príncipe de Viana, y con Vicent Todolí, el curator internacional de la Tate, a quienes les dejaba el pase Zubizarreta, el gran portero. Hasta que, de nuevo, dejaba el fútbol y volvía al cine.

Desde aquellas experiencias para mí el cine siempre fue y es pulsión de vida, una forma de contar historias, de reflexionar y narrar. Nunca es entretenimiento. Vives otras vidas, acumulas la experiencia de los demás, como en la literatura, a modo de lectura fácil de los libros. Me refiero al buen cine y a la buena literatura, y lo son si provocan esa metamorfosis, por eso son vida. El fútbol, en cambio, aún cuando en ocasiones incorpore metáforas sobre la vida, deviene pulsión de muerte, una forma de pasión entre romántica e improductiva. Me refiero al fútbol desde la mirada pasiva; pues como práctica, al igual que el resto de los deportes, resulta vivificante, del mismo modo que la literatura sobre fútbol, hablo de Mario Benedetti, del guardameta Albert Camus, incluso del Wittgenstein que filosofaba con el juego del balón desde su refugio en Cambridge. Escribir bien de fútbol es vida, e incluyo las excelentes crónicas de los partidos, en especial las británicas. Hasta los delirios psicoanalíticos de Vicente Verdú, quien comparaba el gol con un orgasmo, proceden de una pulsión de vida.

En esas estábamos cuando el genial poeta valenciano, Carlos Marzal, ha dado a luz un libro sobre fútbol. El título ya es revelador, Nunca fuimos más felices (Tusquets, 2021). Pulsión de vida. Se trata de un compendio de pequeñas anotaciones, a modo de diario o agenda, sobre las circunstancias del autor en torno al deporte del balompié. Como jugador pasional, como aficionado relajado y como padre de un joven jugador que pudiera, tal vez, caminar hacia la gloria deportiva. Unas remembranzas, en suma, que deambulan por la vida y en donde el fútbol es escusa, un punto de apoyo personal y memorialístico para repasar, en especial, los gozosos años juveniles y las aventuras domésticas de la paternidad.

El libro, sin embargo, termina con un capítulo especial y más largo. Como una prórroga interminable donde Marzal narra las vicisitudes emotivas del accidente futbolístico que llevó a la parálisis, y luego a la muerte, a uno de sus mejores amigos, el también escritor, Antonio Cabrera. Una extraordinaria persona, un brillante pensador y fino literato. Un desastre; la historia de un siniestro contada de modo catártico, un relato necesario para poder tranquilizar la pulsión de muerte mediante la reafirmación de la vida. El instante más perplejo.

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16 de noviembre de 2021
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Un reto para la máquina…una queja del hombre

Obviamente la reivindicación de la singularidad del ser humano en virtud de su capacidad de efectuar juicios éticos y sobre todo juicios estéticos, supone dos condiciones:

En primer lugar que tales juicios sean efectivamente de un orden diferente a lo que nuestra mente efectúa cuando codifica y sopesa información recibida, es decir: que una metáfora como “las aladas almas de las rosas” no sea una forma (disimulada para nosotros mismos) de responder a aquello mismo a lo que responden los códigos de señales. Hipótesis anti- reduccionista con la que no simpatizará ciertamente quien estime que el comportamiento lingüístico no es, en lo esencial, diferente del comportamiento que pone de relieve la abeja en su danza (por atenerse al ejemplo clásico).

La segunda condición no consiste en reducir al hombre sino en homologar a la creatura artificial en lo que haría la singularidad del anterior. Habría que decir que un algoritmo puede llegar a exceder la capacidad humana a la hora de simbolizar, de dar sentido o constatar la ausencia del mismo. Desde luego la entidad maquinal sería como nosotros si llegara estar realmente motivada por aquello que motiva a Garcilaso, y si tuviera entre sus intenciones el llegar realmente a emular a este. No digo que esto no pueda darse, digo simplemente que sólo si así fuera, la idea misma de entidades post- humanas tendría el peso que algunos le otorgan.

Utilizando, como señala Aristóteles, “metáforas poéticas”, Platón nos describe un horizonte de puros conceptos, el campo eidético, en el que aspirarían a instalarse todos aquellos que fueron tocados por la dialéctica de Sócrates. Esta querencia por alcanzar la ciudad de las ideas, es decir, el lugar donde las ideas no estarían contaminadas, aparece en los diálogos de Platón llamados “metafísicos” (Parménides, Teeteto, Sofista, Filebo) como ilusión vana, puesto que en el seno de las ideas mismas reaparecen la alteridad, la oposición y la contradicción, es decir, todo aquello que el espíritu repudiaba y que atribuía a la perturbación que para las ideas supondría su inserción en la materia. Hace muchísimos años describí esta decepción de aquel que se aventura en el campo eidético en un libro que llevaba por título “El drama de la ciudad ideal”.

Pasado tanto tiempo quiero simplemente señalar que más allá de la decepción a la llegada la aspiración al campo eidético encierra una suerte de profunda queja.

“¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub/ Almansur. Muera como tuvieron que morir las/rosas y Aristóteles?”, se interroga ácidamente el héroe magrebí de Borges. La mente que encadena metáforas, la mente que sintetiza un complejo número de ideas en una prodigiosa fórmula modificadora de las nociones mismas de masa luz y energía, la mente que explora vastos y diversos tipos de infinitud (laberinto cantoriano en el que Borges se queja de no haberle sido dado penetrar…) esta mente ¿ha der encerrada en la vida y heredar el destino de esta? La de los hombres es la única forma de vida que se sabe “un paréntesis entre dos nadas”. Saber tremendo que crea un abismo entre nosotros y el resto de seres vivos. La aspiración al campo eidético platónico, la aspiración a una poesía y una matemática no perturbadas por el transcurrir del tiempo, encierra una sorda y justificada queja por el hecho de que el verbo haya surgido de la carne, quejas por el hecho de que quien haya mutado en ser de palabra sea un animal.

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15 de noviembre de 2021
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El Boomeran(g)
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