Juan Lagardera
El divulgador científico Adolfo Plasencia, autor de un extenso libro de entrevistas a investigadores para el MIT, me pone en copia los últimos artículos que ha recopilado sobre los avances en el conocimiento de los mecanismos del cerebro, el humano. Entiendo poca cosa a pesar de tratarse de escritos de amplia difusión. Uno de esos papeles explica lo que es el conectoma, algo así como el mapa de las conexiones entre los 86.000 millones de neuronas que compondrían un cerebro adulto. Tantas como estrellas en la galaxia. Apenas se sabe nada de su funcionamiento, pero el artículo es capaz de fijar un número muy redondo de neuronas. ¡Bendita ciencia!
El conectoma, sin embargo, no afecta a la memoria pero sí a la personalidad. Tampoco conocemos dónde reside la memoria, el archivo de nuestra vida, porque no ocupa un único territorio, sino que depende también de las relaciones interregionales. Las cercanías. A lo largo de ese mapa o conectoma, que además es cambiante, dinámico, el mencionado artículo cuantifica las conexiones sinápticas en más de 100 billones. El autor del reportaje posee una calculadora extraordinaria, muy apreciable desde luego.
Lo más interesante –o peliculero, si se prefiere–, es que ya existen compañías en California que congelan el conectoma del cerebro para conservarlo y resucitarlo cuando exista tecnología avanzada para ello. Se congela matando a la persona, segundos antes de morir, introduciendo congelante, literalmente. En el conectoma, suponen estos científicos del business, se encuentra todo el dispositivo de la personalidad del individuo, su yo, en definitiva. El conectoma o la inmortalidad.
Otro de los artículos habla de las redes neuronales y los trabajos de los científicos computacionales para crear un algoritmo que permita el aprendizaje de la inteligencia artificial. Eso, dicen, ya lo han conseguido, pero ahora lo que pretenden con ayuda de los neurólogos es que funcione en un cerebro biológico, y ahí se han atascado porque están convencidos de que se aprende mediante retropropagación, que tampoco sé muy bien de qué se trata. Al parecer, uno de los mecanismos cerebrales consiste en vaticinar lo que vamos a sentir, no en sentir mediante los sentidos. Como un predictor de percepciones. ¿Se acuerdan de aquel relato de ciencia-ficción de la película Minority Report basada en Philip K. Dick en donde una máquina se adelantaba a la realidad?
Todo esto suena a chino más que a ciencia-ficción, aunque hay gente que está convencida del poder omnímodo del hombre. El filósofo israelí Yuval Noah Harari, por ejemplo, es el principal profeta de esta teoría. También cree que la ciencia nos dotará de un poder cuasi divino con el que se alcanzará el umbral de la inmortalidad. Mientras tanto, vende millones de libros de su Homo Deus, una breve y más que optimista visión del mañana humano. Aunque la realidad, de momento, es que no sabemos curar la esquizofrenia, ni el autismo, dos de los malestares que produce la deformación del conectoma. Ni siquiera podemos hacemos cargo socialmente de los enfermos mentales.
Hace escasos días, dos emprendedores multimillonarios norteamericanos, se enzarzaban en una delirante discusión. El creador de Facebook anunciaba un futuro radicalmente lúdico a través de la creación de un mundo digital paralelo, Metaverse le ha llamado. Contestaba el dueño de Tesla, para quien ese paraíso de pantallas y manipulaciones ópticas no le despierta el mínimo interés porque lo suyo es enviar satélites reales a Marte antes de la próxima década. Y dos científicos españoles afirmaban en El País que en unos diez años los humanos llevarán sensores injertados en la cabeza. Supongo que no serán para restablecer la cordura.
En sentido contrario a todas estas panoplias cientifistas, la película de las felices fiestas navideñas, No mires arriba, en Netflix, propone un final apocalíptico para la humanidad. El film, con un extraordinario Leonardo Di Caprio, no satiriza a la ciencia, todo lo contrario, sino los intereses espurios de una serie de políticos y multinacionales, cuya demencia y estupidez alcanza cotas impredecibles. Don’t Look Up, pone a parir la deriva actual de la comunicación, desbordada por oligofrénicos personajes dominantes en las redes sociales y programas de televisión donde todo son risas y chistecitos sin atención por lo verdaderamente noticioso. La estupidez convertida en entrevistas y humoradas televisivas.
El año 2021 ha dejado muchas huellas en ese sentido. El entretenimiento ha vencido al rigor de la historia –y a la misma ciencia– a pesar del gigantesco esfuerzo que la industria farmacológica ha desarrollado para combatir la pandemia y la seriedad con la que discutimos de educación pública. La humanidad rendida ante el virus no tenía conciencia de su fragilidad. Como quiera que la historiografía no se ocupaba de la vida cotidiana –no lo hizo hasta el último tercio del siglo XX–, no se tenía conciencia de la debilidad microbiana que hizo colapsar imperios y épocas ante las oleadas de peste negra, viruelas y gripes mal llamadas españolas. Solo se constataba el desastre que provocaron las epidemias occidentales cuando la colonización de América, una hecatombe demográfica.
Así que 2021 iba a ser el año de la recuperación económica, pero en realidad nos ha traído vacunas e historia, una perspectiva relativista. De tal suerte que nadie se atreve a vaticinar cómo será el 2022. Debía ser el de la gastronomía y el turismo de calidad, pero todo vuelve a estar en el aire. ¿Será posible recuperar la normalidad o lo que se avecina va a ser radicalmente distinto? ¿Cuánto tardaremos en volar con automóviles autónomos propulsados por electricidad como en el Blade Runner de 2019, imaginado también por Dick? ¿O la nueva geopolítica del gas de Putin y los argelinos nos va a dejar sin calefacción en cuanto llegue el frío invernal, si es que llega, dado el cambio climático que derrite el Ártico?
Como buena sátira, No mires arriba cuenta con un demoledor guion (Adam McKay ha ganado dos Óscar como guionista): la crisis científica nos pillará gobernados por idiotas, controlados por empresas tecnológicas, en manos del big data y la memez televisiva y social. ¡Vaya augurio! Otro ruso, tan irreverente para la cultura y la política como Vladimir Nabokov, ya dijo que “la sátira es una lección”. En cualquier caso, afirmaba el autor de Lolita, “nunca sabremos cuál es el origen de la vida, ni la naturaleza del espacio y el tiempo, ni la naturaleza de la naturaleza, ni la naturaleza del pensamiento”. El flotador es siempre literario.