Víctor Gómez Pin
Hace sólo unos años, cuando se viajaba a un país cuya lengua es desconocida, un buen consejo era aprender unas cuantas frases elementales relativas a la vida cotidiana. Así, si preguntabas dónde estaba la parada de autobuses, lo más probable es que de la respuesta no te enteraras, pero al menos habías dado un primer paso. Si se trataba de un país como Grecia en el que la dicción de las personas de habla castellana es bastante similar podías por así decirlo dar el pego. Si pedías un vaso de vino blanco en un bar, el problema surgía si en lugar de servirte directamente el camarero preguntaba por tu preferido en un abanico de blancos y tintos, pero en fin…
Hoy todo este esfuerzo por introducirte en el universo lingüístico del otro es inútil. Si llegas por ejemplo a Pekín y preguntas torpemente por la estación de metro, tu interlocutor, sobre todo si es joven, sacará el smartphone, para que introduzcas la pregunta que la máquina traducirá al mandarín (si es el caso) y te dará la respuesta en tu lengua.
Animados por estos hechos hoy tan cotidianos los legos podemos caer en la tentación de estimar que con instrumentos maquinales más sofisticados estaría resuelto el problema de la traducción de textos científicos, por sutiles que fueran; se piensa incluso que las máquinas pueden llegar a tener capacidad de traducir narración o poesía. Un paso más y (guiados ya por una suerte de hybris) se apunta a la creación por esa máquina inteligente de una composición musical, una obra pictórica que responda a un determinado estilo, o un poemario que un humano no sabría distinguir del realizado por un congénere. ¿Cabe pensar que una de estas entidades maquinales, cuya modalidad de aprendizaje aceptaríamos provisionalmente que es similar a la de un científico, está ya en condiciones de emular la tarea de un poeta, un músico o un pintor? Evocaré al respecto una anécdota:
En una sesión reciente de Jakiunde (Academia Vasca de Ciencias, Letras y Artes) en la que académicos de diversas disciplinas reflexionaban sobre el creatividad y las condiciones que la favorecen o dificultan, uno de los ponentes mostró en la pantalla imágenes forjadas por entidades artificiales que parecían tener las características de una obra de arte, algunas de ellas evocadoras quizás de pinturas de Dalí. Pues bien, otro de los participantes, conocido artista plástico, se alzó denunciando la falacia que supondría el considerar como arte aquellas imágenes, que calificó literalmente de cutres.
Por lo furibundo de la reacción entendí que no estaba designando aquello como arte “malo”, sino como algo que nada podía tener que ver con el arte. Otra cosa es que esta (a mi juicio bien fundada) denuncia de una monumental confusión hubiera sido suficientemente argumentada, es decir, que el mencionado artista hubiera llegado a exponer las razones conceptuales de su certeza. Creo que ayudaría en la tarea el tener en cuenta la tripartición kantiana de la razón, tantas veces aquí evocada.
Pues aun suponiendo (¡y es mucho suponer!) que un ente que no se da en la naturaleza inmediata, un ente que exige directa o indirectamente la intervención del hombre (pues eso significa en última instancia el término “artificial”) pudiera ser capaz de un aprendizaje científico, ateniéndose meramente a esa capacidad suya, no puede inferirse que ese ente sería también capaz de dar lugar a una obra de arte.
Pero es que ni siquiera hay seguridad de la premisa, seguridad de que entidades maquinales sean capaces de conocimiento científico en el sentido cabal de la palabra “ciencia”, que implica no sólo capacidad de descripción y previsión sino también capacidad de explicación. Para llegar por sus pasos a este tremendo problema, empezaré en la próxima columna por algunas consideraciones sobre lo que cabe y no cabe atribuir a una máquina, haciendo comparación con las etapas a las que es susceptible de acceder el espíritu humano, a saber, experiencia, conocimiento técnico, conocimiento científico y actividad artístico-creativa.