Vicente Molina Foix
Esta historia se compone de dos escenas al aire libre y de un proyecto de ley. La primera escena es nocturna y un poco neorrealista. La vi sin vivirla hace muchos veranos, viajando con unos amigos por la hermosa costa marroquí del Atlántico sur, allí donde se suceden las “ciudades portuguesas” fundadas a lo largo del siglo XVI. Nos habíamos entretenido al atardecer, los tres viajeros españoles, en las dunas de una larga playa sin merenderos ni sombrillas; las sombras surgieron de repente, como si brotasen de las laderas de arena. ¿Alucinaciones del vino blanco de Meknés con el que el camarero benigno de un restorán de hotel nos había llenado, como un falso té de menta, la cantimplora?
Serían unos veinte los que se acercaban desde los matorrales, descalzos y muy vestidos. Iban en dirección al agua, pero en vez de quedarse en bañador aún se revestían más. Cinco o seis mujeres que en la distancia parecían esbeltas engordaron a gran velocidad; un bulto de chilabas amontonadas y plásticos las envolvió. La barquichuela estaba emboscada entre unas rocas, cubierta de ramas, y la vimos zarpar en cuanto se hizo noche cerrada: un navío sin botadura ni despedidas. ¿Tuvo aquel viaje rumbo al norte (¿Canarias, Almería?) un final feliz, o se ahogaron las mujeres infladas de jerseys y los niños que iban en el convoy sin sus juguetes?
Retrocedo unos años más, haciendo girar la rueda de la memoria, y me viene, en plena Movida, el recuerdo de las putas medio desnudas de Rubén Darío, no el poeta, sino la glorieta del centro de Madrid donde, también en noches cálidas de verano, salían de los setos unos titanes de cuerpo mayormente femenino abordando a los automovilistas que merodeaban con intenciones lúbricas. Creo que ahora ya no, pero entonces aquella glorieta y sus calles aledañas ofrecían, cuando uno volvía tarde a casa dando un paseo, el espectáculo gratis de una prostitución vocinglera que no parecía forzosa, aunque solo Dios sabe si al acabar de atender a su clientela esas chicas reversibles y de curvas estratosféricas serían robadas y golpeadas por chulos descontentos de la recaudación. En la escena segunda de estos deseos de playa y glorieta, el neorrealismo pobre ha dejado paso a la dolce vita.
Las dos escenas remiten a dos grandes problemas que tenemos, no sólo nosotros, pero muy concretamente nosotros. El cúmulo de ropa, o la falta de ropa, son elementos de atrezo o anécdotas de estas historias, que dan color a cada una de ellas, teniendo ambas un trasfondo oscuro y trágico: el tránsito de las mercancías de carne y alma. Las mujeres, los hombres y los niños que llegan a toda Europa buscando refugio desde geografías que a veces uno no sabe situar en el mapa del Tercer Mundo, persiguen lo mismo que aquellas personas, en su mayoría chicas jóvenes, que acaban –con resignación- o van a caer -sin ella- en la prostitución: ganarse la vida en tierra extraña, vivir mejor, o meramente vivir, ayudar a los suyos, ver de cerca el concepto, o la posibilidad, de ser humanos. En el tránsito, ambos grupos sufren la explotación, el fraude, el maltrato, las humillaciones, muchas veces la muerte.
Todos los días leemos una noticia o varias respecto al primer grupo, que es el más castigado, el más universal y el más numeroso, aunque no el más antiguo de la civilización. Los cuerpos de los ahogados, en especial si son niños, nos conmueven, como nos hace llorar de gozo el recién nacido africano salvado de las aguas como una criatura del nuevo mundo. Y aprendemos el nombre de ciudades y pueblos impronunciables de países borrosos cuando en sus fronteras se agolpan los olvidados que vienen a recordarnos su existencia, sus aspiraciones. Del segundo grupo se habla y se escribe menos, aunque quizá sus pormenores se lean más en razón del morbo erótico, por comprado que sea. Entre el dolor y el placer es fácil elegir.
Ahora bien, estos asuntos candentes nos llegan a nosotros descompensados, y quizá en ello radique la injusticia que los mantiene vigentes y cada día más pujantes. A los menores que han entrado ilegalmente se les difumina la cara en el telediario, y la prostituta de las entrevistas está a contraluz, para no ser reconocida -dijo una de ellas en la tele- por su hija pequeña, que la creía sanitaria de primeros auxilios y no mujer de la calle. Pero la realidad cruda sí alcanza, incluso en los noticieros y periódicos menos sensacionalistas, al cuerpo ensangrentado de los subsaharianos heridos por los alambres de las concertinas. Terrible música.
Lo curioso es que en todas estas imágenes, en todas estas historias que aquí evocamos, en todas esas noticias que nos inquietan e inquietan o deberían inquietar a los distintos gobiernos de la nación, sólo hay actores de reparto. ¿Dónde están los protagonistas? ¿Por qué no se ve nunca al primer actor del drama, al captador avispado, al especulador del disfrute ajeno, a la madame propietaria del burdel de lujo, al embaucador que cobra el pasaje, al capitán de la lancha que ha de naufragar, al enlace que volverá a cobrar al otro lado del mar o la frontera? Ellos son los personajes estelares, los capos bien vestidos de una industria de compraventa cárnica entre particulares, los nuevos héroes de un milagro económico al por mayor, en el que los secundarios hacen bulto pero no tienen papeles.
Aún más portentoso resulta que, hoy, en el tiempo de la minuciosa revelación de los delitos ocultos en la política, los puteros de las pateras no tengan nombre, ni domicilio fiscal, ni guarida, ni dejen rastro de sus fechorías criminales en puertos y ensenadas, aunque les acechen con drones las policías de Occidente. Hemos de estar contentos, sin embargo: la justicia, ese reino prometedor de esperanzas, va a dar un respiro a la esclavitud de las putas, habiéndose anunciado por el gobierno de Pedro Sánchez la abolición por ley del puterío.
La palabra abolición tiene grandeza histórica, y ser abolicionista siempre fue un timbre de gloria. Como es un proyecto y no se ha consumado, aún se ignora cómo va a abolirse aquí de raíz algo tan arraigado. No tengo ninguna simpatía, ni tampoco odio, por la figura del consumidor de prostitución. Pero ¿hablamos de las grandes cadenas de producción erótica, o se va a penalizar al pequeño comercio del “aquí te pillo y aquí matamos dos pájaros de un tiro”? Nadie quiere ser puta involuntaria, y nadie quiere ser harraga adolescente encajado en las ruedas de un camión o en la goma de unos flotadores. Acabar o aliviar esas dos miserias o servidumbres nos haría bien a todos. Sin embargo la abolición a escala continental de los cruceros asesinos, y la persecución de los tratantes de las manadas de chicas incautas, o simplemente pobres, fracasa, aunque el dinero y los medios punitivos no faltan. Los pesimistas dicen que no hay solución sin milagro para detener o remediar la avalancha creciente de los migrantes. Yo tampoco creo en milagros, como ustedes, pero sí creíamos que la UE iba a poder vencer en ese campo. Vemos, por el contrario, una gran desunión europea, y el cómo vencer, el cómo superarla, no nos compete a nosotros, que somos espectadores impacientes, público preocupado del drama, contribuyentes de un bienestar que no sabemos o no queremos repartir.
En mi cabeza, dada a fantasear mientras recuerda, las dos historias cruzadas que empiezan con p se parecen en rasgos y peripecias. Quizá por eso sueño que un día, cuando el mundo real esté mejor hecho, la ficción nos dé un happy end que iguale a ambas y nos contente a todos.