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‘No man’s land’

Por 13 de enero de 2022 Sin comentarios

Maxim Shemetov / Reuters

Marta Rebón

Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Los traductores, sobre todo, entenderán a qué me refiero, pues saben que hasta el pasaje más prosaico se convierte en un desfiladero difícil de atravesar cuando tratan de verterlo a su lengua. Todo vocablo es un depósito de memoria, y con cada uso que se hace de ellos se suman nuevas posibilidades. Tiras del hilo de uno, y la complejidad te enreda en su madeja. Como en el río de Heráclito, no puedes bañarte dos veces en la misma palabra, pues el tiempo renueva su esencia sin cesar. Y mientras decides cuál es la mejor opción para darle vida en tu idioma, te hallas por unos instantes en un no-lugar, ni en esa lengua ni en la tuya, en una especie de silencio bilingüe. Como quien hace cola en el control de pasaportes de un aeropuerto: aún no has llegado del todo a destino.

Hace poco traduje una breve novela rusa de 1958 en que aparecía una expresión en inglés, “no man’s land” (tierra de nadie). Su autora, Nina Berbérova, relata la separación de dos amantes en París, cuando Alemania invade Polonia y Francia declara la guerra: ella, una joven emigrada rusa; él, un sueco que decide replegarse a su país neutral. En el aeropuerto de Le Bourget todo son promesas, pero pasarán siete años antes de que vuelvan a encontrarse… y hasta aquí puedo leer. Berbérova había sobrevivido a guerras, la civil rusa y dos mundiales. Algo sabía, pues, del arte de perder, inherente a todo exilio. Salvas la vida, sí, pero, como escribió Hannah Arendt en Nosotros, los refugiados, pierdes la cotidianidad familiar (hogar), la confianza de ser útil (ocu­pación), la sencilla expresión de los sentimientos­ (idioma), la vida privada (seres queridos). Hasta que leí a Ber­bérova, no man’s land me remitía a espacios abandonados de ciudades, pe­riferias desangeladas, lugares en transformación imprecisos y residuales donde se nota el peso del pasado. Sitios vistos con esa mezcla de extrañeza y ansiedad que describió en los noventa Ignasi­ de Solà-Morales –quien prefería el término francés terrain vague –, pues el mundo entonces había empezado a acelerarse y a causarnos la sensación de ser “extranjeros en nuestra patria, extraños en nuestra ciudad”. En cambio, Berbérova denomina no man’s land a ese espacio íntimo, irrenunciable, “desconocido para los demás y que nos pertenece sin reservas, donde prevalecen la libertad y el misterio”; es decir, donde se gesta todo lo que nos hace únicos y, por eso, supone un peligro para totalitarismos y autocracias que se afanan en liquidarlo. Para la protagonista, ni siquiera re­tomar una relación con su amado es razón suficiente para sacrificar su “tierra de nadie” , sin la cual dejaría de ser quien es.

Con todo, si hacemos una rápida búsqueda en internet de “no man’s land”, en la pantalla aparecerán imágenes de territorios devastados entre trincheras de los bandos enemigos de la Primera Guerra Mundial, donde la vida ya no crecía y cruzarlas significaba una muerte segura. Escribe Paul Fussell, en su ya clásico La Gran Guerra y la memoria moderna, que esa imagen de dos partes en trincheras enfrentadas hasta la destrucción ilustra “la costumbre moderna del enfrentamiento”: el nosotros, a un lado, y el enemigo –una entidad colectiva–, enfrente. Añade: “Uno de los legados de la guerra es esa costumbre de distinguir, simplificar y oponer de forma sencilla. Si la verdad es la principal víctima, la otra es la ambigüedad”. Más de un siglo después, la polarización ideológica, exacerbada con la verbosidad de las redes, ha arrinconado el diálogo y la pluralidad en una tierra de nadie.

Desde entonces no ha dejado de aumentar el potencial destructor, y países enteros son susceptibles de convertirse en “tierra de nadie”. Leo en The Guardian un titular que recurre a la misma expresión, no man’s land, para describir la situación de los inmigrantes atrapados en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. El interés mediático que ha despertado tal vez haga olvidar la de Croacia y Bosnia, o que este año se han registrado más muertes que en el anterior en el Mediterráneo, según la Organización In­ternacional para las Migraciones. Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Con solo tres tenemos una fotografía panorámica de la exis­tencia.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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