Sònia Hernández
No es un absurdo. Es un misterio. El absurdo se niega porque aparentemente no ofrece un sentido, y entonces lo más sano es mirar a otro lado. En el mejor de los casos, se llega al humor, que es sin duda un buen lugar para habitar. Casilla de llegada que ofrece un fugaz sosiego y un placer momentáneo. Suficiente para tomar aliento.
El misterio, en cambio, atrae poderosamente reclamando ser sondeado, una labor que exige fuerza o, mejor dicho, fortaleza. O valor. Fuerza para cargar con la determinación que parece irrenunciable, pero también requiere esfuerzos puntuales para aceptar la vastedad de un territorio ignoto e inabarcable, sólo accesible a través de formas transformadas en símbolos. También pueden ser cómicas o hilarantes, todo el mundo necesita respirar. Sin embargo, tal vez las formas más propias del misterio sean las sombras, o lo único que nos es posible percibir con los sentidos de que hemos sido dotados.
Las sombras de Gianfranco La Cognata. El artista italiano afincado en Barcelona desde hace más de veinte años es también arquitecto. Ha diseñado un laberinto para un Minotauro un tanto soberbio que parece sobrevolarlo, como si la rotundidad de su cuerpo no fuera un impedimento para alzarse y vigilar sus dominios estando en suspensión. A una distancia similar a la que vive su admirado Cosimo, el barón rampante de Calvino, que decidió no bajar nunca de las copas de los árboles. El título de la obra es El artista. Parece a la vez guardián y preso del laberinto apenas si trazado en un acrílico que se convierte en un falso lápiz o carbón. El propio laberinto es también una sombra, así como las paredes. El cuerpo hermoso y la cabeza coronada por amenazantes astas. La bestia-sombra es hermosa. La belleza es aquí un misterio. Las sombras platónicas son un engaño porque no son la realidad, sino una ilusión producida indirectamente por el fuego.
En el laberinto del Minotauro de La Cognata la luz se intuye. Mejor dicho, su ausencia es la mejor manera de hacerla presente, cumpliendo así el principio platónico, aunque invirtiéndolo. En algún momento, debió de haber alguien recorriendo los pasillos del laberinto y, quizá, enloqueciendo. Eso es lo que vigila el Minotauro que dirige la mirada hacia nosotros para revelarlo. No posee ninguna facción en su rostro que pueda atribuirle una personalidad, aunque sabemos que no carece de alma. Es una testa de bestia perfectamente moldeada, como su cuerpo de humano.
Sombras que son las formas del misterio transmiten en silencio la agitación de la vida o las parábolas de las que deberíamos aprender porque se realizan donde también habita la luz.
Otras obras de La Cognata están habitadas por ausencias. Bien mirado, ésta puede ser una buena definición para una sombra. Muchos de sus trabajos reproducen sillas. Como fruto de una obsesión que se asume concretando un pacto que establezca sin margen de confusión las reglas que han de regir el arriesgado ejercicio de lanzarse a sondear el misterio. En sus sillas también hay sombras. Se sabe de la presencia de la luz en algún sitio, ordenando la escena. La perspectiva con que las construye es impecable, aunque sea para trazar espacios absurdos o ilimitados. Un arquitecto necesita imaginar espacios para crearlos, y también normas para vulnerarlos y desmentirlos. Sobre desmentir las normas y los tratados arquitectónicos sabe mucho La Cognata. Lo ha demostrado en una exquisita serie de dibujos sobre un antiguo manual, donde explora las posibilidades de la polisemia y el absurdo del lenguaje. Porque a veces las palabras no dicen lo que quisieran. Esta serie podrá verse en una exposición en otoño en la localidad del Masnou (Barcelona).
De regreso a sus sillas, como en una caverna, de nuevo un laberinto invertido. Imposible saber quién estuvo sentado allí, pensando y sintiendo, o quién podría hacerlo, cansado de qué caminos, de cuánto tiempo transitando los caminos imposibles que indefectiblemente acaban topando contra una pared, el final de un corredor que no conducía a ningún sitio. Solo podemos imaginar a qué esperan los individuos que podrían sentarse o los que han ocupado las sillas de La Cognata. Podemos dejar allí nuestro cansancio, eso sí. En los espacios misteriosos en los que se acumulan las sillas se espera la revelación de las sombras, la proyección de lo que sucede fuera del laberinto, los ecos –otra forma de sombra– de las voces de quienes van a sentarse o de los que ya emprendieron el camino. En la silenciosa inmovilidad también se produce su propio movimiento interno: el de la memoria. Pasado y futuro se funden, lo sucedido con las posibilidades de todo lo que podría suceder. Las sillas se nos presentan desordenadas y acumuladas, cuando ya importa poco la historia que acogieron. Indicio de que se acabó la fiesta, el espectáculo, el ritual o el encuentro. Si nos encontráramos al principio, la disposición, forzosamente, debería ser otra. Ya sabemos que en los laberintos es imposible saber cuál es el final, y con frecuencia se nos olvida o se diluye el motivo que nos llevó dentro.