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Suplemento Cultura|s, La Vanguardia. Edición impresa (8-04-2023)

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Baudelaire, periodista cultural

Los escritos de Baudelaire sobre arte, literatura y música podrían haberse resca­tado como una reliquia cultural, pero la antología se lee como una irónica interpe­lación a nuestra época. Sorprende comprobar que los 150 años transcurridos desde su publicación en diferentes periódicos y revistas no hayan hecho caducar las amonestaciones del poeta maldito y auspicien su extraña y ardiente actualidad. Una actualidad inmóvil, idéntica, paralizada, indiferente a los espantajos del progreso y la evolución.

Al margen entonces del reloj (“Dios espantoso, siniestro e impasible”) Baudelaire llevará de la mano al lector de nuestros días por los Salones, imprentas y teatros del viejo París y también por los pasajes de una mentalidad enquistada en sí misma y atrapada en la feliz complacencia de su arrogante estupidez.

Nos dice Baudelaire en su diatriba contra la escuela pagana que todo niño sobreexcitado que oiga hablar sin cesar de gloria y de goce, cuyos sentidos sean a diario acariciados, irritados, asustados, encendidos o satisfechos se convertirá en el más desgraciado de los hombres.

En su apología de Víctor Hugo, celebrando la densidad hiperbólica de sus personajes, Baudelaire lamenta que vaya creciendo a la sombra de estos gigantes la tendencia sermoneadora, pedantesca y didáctica de las novelas.

Al celebrar el artículo que Saint-Beuve dedicó a la Academie Française, renueva el desdén por los intrigantes que la gobiernan y por los políticos que vienen vergonzosamente a robar el sillón que se le debe a un pobre hombre de letras.

Baudelaire advierte que el poeta no se debe a la república, ni a la monarquía absoluta ni a la monarquía constitucional. Denuncia la alianza adúltera establecida entre la escuela literaria y la política y reclama para el arte la potestad destemplada del genio que a nadie da cuentas. No desperdicia la ocasión de aludir a Heine y a su literatura podrida de sentimentalismo materialista.

Será suficiente este breve balance –niños adulados (¡sin IPhone aún!) y hombres desquiciados, poetas serviles, instituciones amañadas y novelas puritanas– para reconocer en la voz de Baudelaire el soniquete del gemido contemporáneo.

El lector recordará que los escritos de Baudelaire recogidos en este volumen fueron publicados sin el aura que la posteridad concedió al autor de Las flores del mal y que sus ácidos juicios le acarreaban la consecuente inquina de sus adversarios. Señalar la tontería del gentío, la verborrea de los oradores o la pomposa ridiculez de los literatos no le proporcionaba afecto precisamente.

Su conocimiento de Manet y Delacroix, de Flaubert, Balzac y Víctor Hugo, tan sagazmente penetrados y comprendidos en este volumen, lo autorizaba a comportarse como un crítico inclemente, enervado por la mediocridad, la impostura y la falsificación de los valores estéticos.

Anticipándose a Charles de Gaulle, Baudelaire ya supo ver que en Estados Unidos gobernaba la tiranía cruel e inexorable de la opinión y que sus ciudadanos padecían esa fe envanecida e ingenua por la omnipotencia de la industria. También pudo prever la figura de los “filósofos zoócratas” que han americanizado al dócil hombrecito europeo.

Su encomio de Edgar Allan Poe, como traductor y prologuista de su obra, le permite compartir la enérgica refutación de la “gran herejía de los tiempos modernos” y celebrar con veneración a este escritor visionario, “azotado sin piedad por el Ángel ciego de la expiación”, poeta, narrador y filósofo, iluminado y sabio. “¿Por qué no confesar –dice Baudelaire– el placer de presentarles a un hombre que se parece un poco a mí?”

Los escritos de nuestro autor recorren los libros y pinturas de su siglo con meticulosa lucidez, revelando la profundidad de sus logros artísticos y consagrando su integridad estética. Baudelaire, libre de la coerción invisible y de la obediencia voluntaria que la modernidad ha injertado en la ciudadanía, heredero de una inteligencia que no se deja hipnotizar por las candilejas del espectáculo, nunca cultivó la empalagosa adulación del lector.

En diferentes momentos de la antología se oye su insistente evocación como un presagio: “¡Ojalá que la religión y la filosofía puedan acudir algún día, como obligadas por el grito de un desesperado!”.

Retrato del artista intratable Charles Baudelaire nace en París en 1821 y muere en la misma ciudad a los 46 años. Tras las restauraciones monárquicas y las barricadas revolucionarias que agitaron el XIX francés, aparecen ‘Las flores del Mal’ (1857), ‘Los paraísos artificiales' (1860), ‘Los despojos’ (1866) y ‘El spleen de París’ (1869). Contemporáneo de Balzac, Flaubert y Víctor Hugo, su poética sacudió al mismo tiempo las convenciones literarias y las presunciones morales. En realidad, su obscenidad, que concitó acusaciones, procesos y censuras y consagró la figura del artista intratable, fue la enervada alegoría de la incipiente modernidad.

Reseña del libro: Escritos sobre arte, literatura y música (1845-1866), de Charles Baudelaire (Acantilado, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia

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9 de abril de 2023
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No uno, sino dos

 

En una ocasión, Robert Graves coincidió con el gran T.E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, y hablaron de poesía. El coronel mostró un interés notable por los poetas de la época, como el propio Graves, y confesó tenerles mucha envidia porque estaba convencido de que guardaban un secreto que él quería conocer y aprovechar. “Lawrence pensaba que el secreto de los poetas era una maestría técnica de las palabras, más que un modo particular de vivir y pensar”, escribió Graves. Y, por lo tanto, siendo un secreto técnico, podía aprenderse y poner en uso. Esta ha sido, desde la antigüedad, una divisoria típica de los poetas, aquellos que son maestros del lenguaje, como Keats, y los que sobresalen por su inspirada y sombría existencia, como Byron.

Poetas hay pocos y en nuestro tiempo aún menos, ni siquiera creo que deba hablarse de la poesía, pero yo tengo ahora encima de la mesa dos gruesos volúmenes de quinientas páginas cada uno que resumen la vida entera de dos grandes escritores. Uno se llama Jon Juaristi y el libro Derrotero reúne sus poemas de 1969 a 2022 (Renacimiento). El otro se llama Francisco Ferrer Lerín y el libro, titulado más convencionalmente Poesía reunida (Tusquets), también recoge toda la obra desde 1969. He aquí dos vidas que coinciden en el cuidado de las palabras y han conocido la misma época. Dos perfectos y atemporales firmamentos. En cualquier país civilizado tendrían ya, por lo menos, una calle.

El título del libro de Juaristi, Derrotero, da una pista sobre su mundo porque es, en efecto, una guía de navegación, pero también una colección de derrotas. Su poesía es irónica, distanciada, sin esperanza, sin convencimiento, humorística, a veces sarcástica y esconde bajo el disfraz de la humildad una audacia suicida. El coronel Lawrence lo habría puesto junto a los maestros técnicos, porque sus poemas, exquisitamente construidos, son un prodigio de exactitud lingüística.

Ferrer Lerín seguramente cuadraría con los que antes dije que eran particulares por su pensamiento y por su vida. La vida de Lerín es una obra de arte que debe consultarse en su página de internet. Se encontrarán en ella todos los ingredientes de la novela negra: asesinatos sexuales, espionaje, juego de naipe bajo nubes de tabaco, retiro salvaje, todo ello cernido por el anillo celeste de los buitres.

Si el mundo de Juaristi es un perfecto modelo moral, un juicio (severo) sobre nuestra existencia tan amada como denostada desde los clásicos latinos, el de Lerín es perfectamente amoral, un mundo de mentiras, caricaturas, historias obscenas: un mundo moderno. Bien podríamos decir que están presentes los dos poetas de la tradición europea, el clásico y el romántico, el que mira desde la altura los movimientos de las hormigas humanas y el que se hunde en una desesperación que sólo es posible expresar mediante el uso surreal del lenguaje.

Hay muy pocos poetas, pero he tenido la suerte de conocer a dos de los que todavía viven, de modo que puedo asegurar su honradez. No quiero hablar de poesía, pero me gustaría ser como esos buhoneros que van por los pueblos con una borrica en cuyas alforjas llevan remedios contra el dolor de muelas, el dolor de cabeza, el dolor reumático y el dolor de la vida. Iría yo mostrando a grandes gritos estos libros y animando a la gente a que los comprara para evitar mayores daños y suavizar los incurables. Son dos universos densos, sólidos, maravillosamente escritos y juzgados. ¡Y aún no tienen ni una calle…!

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4 de abril de 2023
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Yishai Sarid: Israel y el trauma de militarizar a toda una sociedad

Tras la inquietante 'El monstruo de la memoria', Yishai Sarid nos adentra en el complejo clima social del Israel actual a través del debate sobre la implacable movilización bélica del país

Uno de los colores omnipresentes en el paisaje de Israel es el verde oliva de los uniformes que llevan chicos y chicas cuando hacen el servicio militar obligatorio, del que están exentos ortodoxos y árabes israelíes. No hace falta acercarse a los puestos de control para distinguirlos, pues se mezclan con el tejido de la vida cotidiana: ametralladora en ristre y petate en bandolera, están en autobuses de línea, en colas de supermercados, en estaciones de servicio. En un país en estado de alerta permanente desde hace décadas, el ejército se ha erigido como una de sus instituciones centrales, y el servicio militar es un rito de paso que incluye el permiso para matar. Para que el dedo sea capaz de apretar el gatillo, la mano de hundir el cuchillo o de lanzar una granada, se debe forzar la resistencia de un cerrojo interior hasta quebrarla.

Como explica Dave Grossman en El coste psicológico de aprender a matar en la guerra y en la sociedad (Melusina, 2019), se ha constatado en estudios sobre la Segunda Guerra Mundial que la gran mayoría de soldados no disparaban a matar. En la guerra de Vietnam, sin embargo, ya se había logrado invertir esa realidad. He ahí el resultado de aplicar la psicología a la maquinaria militar.

Aprender a matar a cualquier precio

Y a eso se ocupa, con entrega y fascinación, Abigail, teniente coronel del ejército que ejerce como terapeuta, con lo que se ha ganado una puerta de entrada al alma de las fuerzas armadas. Además, es hija de un psicólogo con un cáncer terminal cuyos pacientes son mayoritariamente excombatientes con trastorno de estrés postraumático. Padre e hija tienen visiones opuestas sobre la psicología: si para el primero el objetivo es curar el trauma -en la invasión del Líbano de 1982 el número de bajas psiquiátricas doblaba el de muertos: recuérdese el documental de animación Vals con Bashir-, para la segunda "no hay nada que dañe más la salud mental que la derrota". En otras palabras, lo prioritario es "hacer de los soldados mejores combatientes", para que puedan "matar con mayor facilidad», libres de remordimientos, culpa o miedo".

Victoriosa compone un potente díptico con la novela precedente de Yishai Sarid (Tel Aviv, 1965), El monstruo de la memoria (Sigilo, 2020), para adentrarnos en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación fuerte capaz de defender a sus hijos a cualquier precio, un imperativo que es una carga para las nuevas generaciones. Esto se lo oí decir al propio Sarid en un festival en Jerusalén hace años, cuando se cumplía el cincuenta aniversario de la Nakba, y en el episodio quince se cuelan las protestas en la frontera con Gaza durante esa efeméride a través de la mirilla de los francotiradores israelíes.

Con el fin de mantener viva esa predisposición a matar hay que cultivar un relato radicalizado que, en manos de políticos extremistas, tiene efectos desastrosos. Tanto en esta novela como en la previa, tenemos a un narrador en primera persona que ejerce de instructor, lo que proporciona los mimbres para un debate entre distintos puntos de vista. Si en la anterior nos hablaba un joven historiador que trabajaba de guía en los campos de concentración nazis, aquí Abigail imparte charlas a soldados y mandos. "Mido desde arriba las penurias, el estrés, los amagos de abandono, como una ingeniera del espíritu", dice, sabiendo que sin la manipulación no existirían los ejércitos. La palabra hebrea del título es, además de adjetivo, el sustantivo para designar a un "director de orquesta".

El dolor en carne propia

Sarid, abogado de profesión y con experiencia en inteligencia militar, sabe llevar al límite los argumentos de unos y otros. Uno de los aciertos de la novela es que la guerra siempre aparece lejana -la acción se desarrolla en aulas, campos de entrenamiento, casernas, hospitales, etc.-, y el "enemigo"» sin rostro es un requisito necesario para la anestesia moral: los árabes son "objetivos", "terroristas", "alborotadores", "los malos". Tal es la burbuja donde crecen estos adolescentes y donde aprenden que hay quien "merece morir". Un alto mando le pregunta cómo se puede conseguir que interioricen el acto de matar los jóvenes, más "delicados y blandengues", absorbidos por las pantallas: "esos niños ya casi no juegan en el patio ni se pegan. Su barrio está en el teléfono móvil, todo es simbólico, el mundo real apenas existe".

Al final, todo cuanto rodea a Abigail, madre soltera por decisión propia, tiene que ver con el ejército: el padre de su hijo Shaúli (jefe del Estado Mayor), sus amistades y los pacientes, y así sigue siendo cuando retoma la vida civil. La protagonista es tan atractiva como desconcertante: ¿un producto de la cultura militarista? Está fascinada por los casos anómalos de quienes matan sin remordimientos, y no es fortuito que tenga la libido tan activa, como un reflejo de esos dos instintos fundamentales, Eros y Tánatos, en constante oposición.

Tampoco es casual que al inicio de la novela se sitúe a Shaúli en ese proceso de (de)formación militar. Como hijo único no está obligado a ir al frente y, aun así, va, víctima de las expectativas maternas y su glorificación de la fortaleza. Ella lo ve así: "ha entendido que sólo estás dispuesta a soportar a los valientes, a los duros, que te repugnan las personas débiles". Desde entonces nos quedamos en vilo, expectantes ante cuál será la reacción de Abigail cuando tenga que lidiar con el dolor en su propia carne por medio de su hijo. Sarid vuelve a meter el dedo en la llaga con esta reflexión sobre el papel del ejército en la deriva de su país.

Una herida nunca sanada

Aunque alcanzó el éxito internacional con su segundo libro, Limassol, fue su anterior obra, El monstruo de la memoria, la que ha hecho de Sarid uno de los grandes narradores israeslíes. "Quise escribir una historia sobre la naturaleza de la memoria. Pensar cómo recordamos hoy día la Shoah, cómo esa memoria influencia nuestra vida y cómo es manipulada por aquellos en el poder", ha contado sobre esta novela escrita en forma de carta dirigida al director de Yad Vashem, el instituto israelí encargado de la preservación de la memoria del Holocausto. "El trauma nunca fue tratado ni sanado, nos sigue persiguiendo".

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30 de marzo de 2023
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El aforista ante el abismo

 

Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Ramón Eder.

 

Primero fui cruzando de un lado a otro el pueblo por la calle principal, que va discurriendo entre pasadizos y arcos sobre los que se alzan las casas. A intervalos podía ver el mar entre los edificios, pero si dirigía la vista hacia la izquierda veía los tejados y la frondosa montaña, que caía en picado sobre el pueblo como un jardín vertical. Dejé atrás los últimos embarcaderos y las escaleras oscilantes que descendían hasta el agua, y aún tuve que cruzar los soportales y los arcos que sostenían un último edificio para acceder a una especie de avenida, de aproximadamente medio kilómetro, cuyo recodo izquierdo limitaba con el acantilado, bajo el que se agitaba el agua. Dejé atrás la avenida y continué por la carretera del acantilado hasta que vi la casa que buscaba, alzándose por encima de uno de los arcos de una antigua fortaleza ya demolida. Una casa inmensamente azotada por los vientos invernales, que quizá los atraía como un pararrayos al rayo; una casa en la que notar las palpitaciones más severas de la tierra y el agua, y al mismo tiempo sentirse a resguardo tras sus cristales dobles, resistentes al granizo y a las gaviotas que se estrellan en días de niebla contra los ventanales. Una casa para escribir aforismos con el rigor de Sísifo subiendo la piedra y dejándola caer. El anfitrión no salió a recibirme el primero, cuando llamé a la puerta del jardín delantero, fueron dos perros negros los que acudieron a mi. No me ladraron y en cuanto el anfitrión abrió la puerta saltaron para abrazarme y celebrar mi llegada. Eran alegres y apasionados. – Hola, Ramón. – Entra, amigo, que la lluvia me ha prometido que va a continuar todo el día. – ¡Qué contrariedad! – No aquí, donde la lluvia está absolutamente normalizada y forma parte de la naturaleza del lugar. Ya en el salón de la casa, Ramón me ofreció un whisky. Mientras lo tomaba, estuve contemplando junto a él el panorama desde la galería ubicada en el centro de la casa. La vista de todo el círculo de agua abriéndose al mar por un estrecho entre dos cúmulos de rocas agrandaba el alma y a la vez la achicaba. Desde allí Ramón me condujo hasta el cuarto donde leía y escribía. Me agradó su austeridad. No había imágenes, no había fetiches, no había estampas evasivas: bastaba con lo que se veía desde la ventana. El whisky era excelente y me sentó bien. Mientras lo tomaba recordé que Martin Amis decía que solo un anfitrión de mucha clase podía ofrecerte un whisky a las once de la mañana. – Aquí trabajo –me dijo, y era como si dijera: “Aquí me sumerjo en el fondo de la existencia, aquí respiro mientras cae la noche, aquí vigilo el aliento de Dios.” Pero en lugar de eso comentó-: En este mismo cuarto meditó en otro tiempo Victor Hugo, y en este mismo cuarto meditó más tarde un asesino. En todo lugar más o menos preservado se ha refugiado lo mejor y lo peor. ¿Nos damos una vuelta por el pueblo? Y la dimos. Estuvimos primero en una plaza que daba al mar. Su suelo barnizado por la lluvia semejaba una continuación del agua y parecía hecho de la misma sustancia líquida. Era como estar sentado sobre la superficie misma de un lago de estaño y amianto. Allí nos subimos a un pequeño barco que llaman “la motora”, y que antes llamaban “el gasolino”, y nos deslizamos hasta Pasajes de San Pedro, al otro lado del círculo de agua, en una de cuyas tabernas estuvimos bebiendo sidra y comiendo pescado. Mientras lo hacíamos, Ramón me dijo: – Hace tiempo que no viajo por el mundo. Ahora viajo por mí mismo. Cuando viajas por ti mismo encuentras puertos que no esperabas, arrecifes que desconocías, desiertos cuya existencia ignorabas, mares bravíos, grutas, caminos, senderos, precipicios, bosques que estaban en ti pero que o bien no los habías visitado nunca o bien no los visitabas desde el instante mismo en que se hundieron en el pantano de aguas movedizas de la memoria. Verás, quiero emplear el tiempo que me queda para ahondar un poco en la condición humana, empezando por mi propia condición. Pasajes de San Juan es un buen lugar para las almas que ya no le tienen miedo a sus propios monstruos. Algunas tardes de niebla parece un puerto de otra dimensión que te conduce al Sutra del Diamante: el mundo es no mundo. – ¿Cuál es el mejor aforismo que ha salido de tu cabeza? – Juraría que el que dice que nadie olvida la frase con la que fue expulsado del paraíso. La sentencia cayó sobre mi cabeza como un dictamen. Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Eder. – ¿Ves a mucha gente? – Sólo a la suficiente. Hace tiempo que me persigue un tipo de generosidad muy especial… – ¿A qué clase de generosidad te refieres? – A esa que consiste en regalar tu ausencia. Los dos nos echamos a reír. Fue una tarde alegre y a la vez dramática la que pasé con Ramón, y digo dramática porque Ramón suele dar a sus palabras cierto tono que nunca llega a ser trágico pero que parece lleno de gravedad. A media tarde regresamos a Pasajes de San Juan y estuvimos en una de las casas en las que se hospedó Victor Hugo cuando visitó el pueblo. A la entrada, nos salió al paso un señor que parecía regentar la casa. El hombre tosía y nos miraba como si estuviera a punto de hacernos una revelación sin precedentes. Ramón me apartó de él y nos perdimos entre las sombras de la casa, chocando con muebles venerables que no siempre cuadraban con la época. Refiriéndose al señor con el que acabábamos de hablar, y que seguía nuestros pasos desde el vestíbulo en penumbra, me dijo: – Es un pobre loco que a veces suplanta al encargado del lugar para que le den una propina. Se cree la encarnación de Victor. – ¿Víctor? – Víctor Hugo, quiero decir. – Perdona, no sabía que tratabas al escritor francés de forma tan familiar. – Aquí lo queremos mucho y lo solemos llamar irónicamente así. Nadie ha hablando con tanta autoridad y tanta buena fe de Pasajes de San Juan. ¿Nos vamos? Nos fuimos tras darle una propina al hombre de la sonrisa piadosa y los andares finos que decía regentar la casa, y estuvimos paseando por el pueblo. Cerca de la iglesia, en una calle dominada por una higuera y que concluía en el mar, vimos a una chica bailando sola y la aplaudimos. Luego estuvimos cenando en un restaurante del pueblo cuyos ventanales daban al puerto. Allí Ramón me dijo: – Pasajes de San Juan tiene una intimidad con el agua difícil de relatar. Fíjate lo cerca que están las casas del mar. Más que tocarlo lo besan. Parece la región de las casas flotantes. Le di la razón y me sorprendió que a las tres de la mañana hubiese cierta vida en la calle principal, y es que en los trozos de la calle limitados por el pretil que da al mar se iban sucediendo los pescadores con sus cañas, conformando una alegre y apacible cofradía que me desconcertó. Al día siguiente, poco después de despertarme en la fonda junto al agua donde me hospedaba, recordé un aforismo de Eder que dice: “La alegría convierte el caos en un cosmos”. Ahora comprobaba su verdad. Llevaba días sumergido en la confusión y de pronto, la alegría de hallarme en Pasajes tras haber conversado con Ramón me ordenaba de otra forma las ideas, tornándolas más armónicas las unas con las otras. Abrí el libro de Eder que llevaba conmigo, La vida ondulante, y pensé que su título se conjugaba bien con el mundo de Pasajes, tan ondulante como sus aforismos que, como diría el mismo Eder, no sirven para nada, “excepto para darle sentido a las cosas”, excepto para alegrarte el día, excepto para dejarte a las puerta de alguna revelación, excepto para provocarte la suave sonrisa de la ironía, excepto para estimular el duende del ingenio, excepto para ver estallidos de luz que van jalonando la oscuridad, excepto para sentir continuas chispas de humor en medio del purgatorio, en medio de la soledad, en medio de la oscilación, en medio de la ondulación de Pasajes de San Juan. Había un rumor de aves y barcas envolviendo el invierno cuando abandoné el pueblo comprendiendo por qué Ramón Eder lo había elegido para explorar los abismos más profundos, “que son los interiores”, como dice en uno de sus últimos aforismos.

 

Revista Claves  (marzo-abril 2023)



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29 de marzo de 2023
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De plaza España

 

Yo venía de plaza España, o de sus alrededores. Caminaba rápido. Quería llegar, antes de que anocheciera, al cruce con la calle Logopedia. No porque me esperaran o por ver imperiosamente a alguien, sino por no perder el último tren al pueblo de Galisteo donde entonces yo vivía. La distancia era mayor de lo que pensaba y temí no llegar a tiempo. Maldije haberme apartado tanto del centro y, además, no era capaz de recordar cuál había sido el motivo. Visitaba, en aquellos años, los solares vacíos a observar lagartijas, pero en esa zona no había solares, tan apiñadas estaban las casas y tan apiñados los corrales cercanos al matadero. Quizá faltaran aún diez o doce manzanas y, de repente, un coche descapotable se detiene y su conductora se dirige a mí diciendo, casi gritando, “¡Fernando, Fernando!, ¿te llevo pues?”. Entonces aún no me llamaba Fernando pero vi en el ofrecimiento una solución a mi grave problema. La conductora, Laurita, preguntó “¿adónde vamos?”, y yo intentando aprovecharme de la situación contesté “por favor al pueblo de Galisteo”. Puntualizó ella, “hasta el pueblo no que allí están mi madre y mi esposo Partos, pero puedo dejarte a unos metros de la entrada”. Dije que de acuerdo y entonces me di cuenta que conocía a Laurita, que era famosa por disponer de madres y esposos en toda la comarca, que normalmente luego aparecían ahorcados. E intenté bajar, pero el deportivo ya rugía por la radial R 24 y al abrir la puerta caí sobre el asfalto siendo arrollado por un camión de mudanzas para inválidos, de la empresa José Canuto.

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28 de marzo de 2023
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La lengua que es mi patria

Cerca del lago Xolotlán en Nicaragua, pueden verse unas huellas que quedaron impresas en el lodo hace dos mil años. Pies de adultos y de niños, que atestiguan la huida de una erupción volcánica, ríos de lava, cielos encendidos, la tierra que se estremece.

Desde entonces siempre hemos estado huyendo de algo, terremotos y huracanes, guerras civiles, y tiranos agarrados al poder, el primero Pedrarias Dávila, el Furor Domini, muerto a los 91 años, y quien se hacía cantar cada año una misa de difuntos, yacente en un catafalco en el altar mayor de la catedral de León, del que se levantaba para ordenar que perrearan a los indios insumisos; y quinientos años después, el tirano que es el mismo y es otro sigue envejeciendo en su cama y en su trono, y desvaría en sus mandamientos y arbitrariedades, dueño de vidas y haciendas sigue imponiendo el silencio, llena las cárceles, condena al destierro, un rostro superpuesto sobre el viejo rostro en la fantasmagoría de los siglos.

Los letrados escribieron las constituciones y las leyes de los tiranos iletrados, y las repúblicas de papel encubrieron el aparato siniestro del despotismo que nunca fue ilustrado. Y las armas han cobrado siempre su precio a las letras que pugnan por la libertad, porque el oficio de escribir es libre por naturaleza, y el poder, cuando quiere ser absoluto, mal disimula su inquina contra la imaginación, que es libre, y es crítica del poder, y contradictoria, y rebelde a las servidumbres por naturaleza.

Porque no tienen sentido del humor alguno, las tiranías castigan las burlas y ficciones de las novelas mandando prohibirlas, y quien las escribe debe pagar con el destierro, y enfrentar la pretensión de que te quieran quitar tu país, borrar tu fecha y lugar de nacimiento, tu memoria y tu pasado y tus palabras, porque, en el delirio de las arbitrariedades caprichosas que se adueñan de la cabeza de los tiranos, creen suya la facultad de hacerte desaparecer, como en uno de aquellos conjuros de la Camacha de Mantilla, la hechicera de El coloquio de los perros, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol y, cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”.

Por la libertad de palabra se ha pagado siempre un precio. Y las palabras de los libros quedarán siempre allí, aceradas y punzantes, y siempre volverán a los ojos cada vez que abramos un libro un día prohibido, para decirnos otra vez lo que los tiranos, desde sus sueños maléficos de grandeza y de poder, no quisieron oír, o quisieron prohibir. “Pequeño libro, irás, sin que te lo prohíba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado…”, canta Ovidio en Las tristes, desde su exilio en el Ponto Euxino.

“Los libreros nos rechazarán. Las tropas de asalto de las SS romperán los escaparates…la palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, escribe Joseph Roth en una carta a Stefan Zweig en octubre de 1933, con poder más que adivinatorio de la catástrofe nazi que se acercaba, para cercar y cercenar vidas y hacer arder en hogueras las palabras.

«Lengua mía fiel, / te he servido. / [...] Has sido mi patria, porque me faltaba cualquier otra…”, escribía Czesław Miłosz, condenado a la inexistencia en Polonia, porque todos sus libros habían sido prohibidos, y él condenado al destierro.

Pero es imposible borrar las palabras. “La literatura es la única forma de seguridad moral que tiene la sociedad…aunque sólo sea porque trata de principio a fin sobre la diversidad humana y esta es su razón de ser”, viene a recordarnos otro proscrito, Joseph Brodsky.

En América Latina, que es mi patria, y en España, que es así mismo mi patria, sus escritores han fraguado su vida alguna vez en el fuego del exilio, que ha moldeados sus soledades, y sus esperanzas, y ese vislumbre del regreso a la tierra perdida, no cesa en la memoria, ni cesa en la lengua, siempre despierta en la boca.

“País de la memoria donde nací/ morí/ tuve sustancia/huesitos que junté para encender/tierra que me enterraba para siempre”, dice Juan Gelman, exiliado de su patria por otra dictadura, al fin y al cabo, cada quién ha tenido la suya, su pedazo de pan amargo en la lengua estragada.

Y desde aquel lado, de otro lado del vasto territorio de La Mancha océano mediante, adonde tantos españoles fueron a hacer la América en su exilio, Luis Cernuda escribe: “Si yo soy español, lo soy/A la manera de aquellos que no pueden/ Ser otra cosa: y entre todas las cargas/ Que, al nacer yo, el destino pusiera/Sobre mí, ha sido ésa la más dura.

Si yo soy nicaragüense, lo soy a la manera de quien no puede ser otra cosa. Nicaragüense de mi lengua, que es la lengua en boca de todos, desde la que no hay exilio posible, porque la lengua me lleva a todas partes, me quita cárceles y destierros, y me libera. La lengua que nadie puede quitarme de la que nadie puede desterrarme.

La lengua, que es mi patria.

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27 de marzo de 2023
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Acuerdo objetivo entre seres inteligentes

Es obvio que cuando una persona juzga que el líquido que se dispone a ingerir es incoloro e inodoro y cuando, un instante después, juzga además que es insípido, está actuando en conformidad a su condición de ser inteligente. Y caso de que se esté confundiendo y tomando por agua lo que en realidad es vino, diremos que su inteligencia ha fallado por tales o cuales motivos, en absoluto que no había en él capacidad de intelección. Nótese que caso de discusión el objeto mismo es la última instancia, y el soporte del acuerdo entre los seres de conocimiento. De forma si se quiere más sofisticada, la objetividad es también el último criterio cuando la comunidad científica delibera sobre la estructura del átomo de hidrógeno o el spin de un electrón. Y aunque se trate de una objetividad de orden diferente es también objetivo el juicio afirmando que raíz cuadrada de dos es un número irracional, o que (en un espacio euclidiano) todo triángulo tiene como predicado que la suma de sus ángulos equivale a dos rectos. En cualquiera de los tres casos, el ser humano que mostrara desacuerdo sería remitido a la objetividad, y de persistir sería considerado un ser en el que la mera subjetividad prima, y por consiguiente un ser poco apto al acuerdo objetivo, que se incrementa, cabe decir, en la medida misma en la que el peso de la subjetividad disminuye. Pero en la inteligencia humana no todo juicio legítimo es cognoscitivo y, por ende, el criterio de su legitimidad reside en los dos tipos de objetividad que marcan la experiencia y la ciencia.

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24 de marzo de 2023

National Cancer Institute

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Aterrizaje en el planeta cáncer

 

No suelo mirar casi nunca la pantalla del ecógrafo en las revisiones anuales, pero esta vez me encaré con el monitor, transgrediendo la aprensión. Y ahí estaba, engreída y ostentosa, una mancha. “¡Cuánto hacemos en la vida por no mancharnos!”, pensé mientras oía las palabras punción y aguja gorda como si llevara tapones en los oídos. Al salir a la calle, las aceras parecían nubes. Lo urgente se diluía ante la palabra mancha , que colonizaba todos los rincones del pensamiento.

La incertidumbre no solo desplegaba sus plumas negras, sino también las misteriosas, ese algo nuevo por vivir. “¿Cómo estás?”, me preguntó mi médico, dos días antes de tener los resultados. “Aterrizando en un nuevo planeta”, le respondí. El mundo seguía encendiendo las luces de sus escaparates, los jóvenes se sentaban en el parque, una anciana con collar de perlas compraba apio a mi lado.

Y ahí estábamos nosotras, casi 300.000 personas al año, andando con nuestro negro diagnóstico. Cómo vas a dejar de oír el rumor de la chiquillada en del patio de colegio, untado del aroma del puchero de las cocinas, después de saber que tienes un adenocarcinoma de mama. ¿Cuál será tu último café, mientras el sol te deslumbra y el día no promete igual para todos?

Esas ideas se plantan en quienes reciben como diagnóstico esa palabra alarmante, vecina de la muerte aunque ocurra en un 66% de los casos. Enseguida releí a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad, uno de los mis libros preferidos –que me recomendó Juanjo Millás–. En su prólogo, Oliver Sacks subraya que el ser humano, cuando enferma, necesita convertirse en narrador, fraguar un relato de su enfermedad. Porque dentro de cada paciente hay un poeta que intenta salir. Y para ello necesitas un médico que sepa llegar a tu carácter.

En el planeta cáncer, cada pequeña noticia que desmiente un mal mayor es una victoria. Así me lo advirtió Miquel H. Bronchud. No comprendía cómo podían felicitarme tanto: “Qué maravilla de anatomía patológica”. “Luminal A, de los más curables”. El lenguaje cambiaba de bando, y amortiguaba un campo semántico grave con palabras felices.

Una de las mejores medicinas me la administró Antonio de Lacy, mientras aguardaba los resultados del PET-TAC Full Body, una prueba de terror para descartar metástasis. Lacy cogió un folio blanco y escribió en mayúsculas la palabra NO. Me agarré al papel junto a la medalla de la Milagrosa, y me puse a observar detenidamente los lugares por donde respira el dolor. Lo olí muy de cerca en las salas de espera oncológicas; allí nadie habla. Miradas bajas, calvicies brillantes, pañuelos incómodos cubriendo la cicatriz de la química. En los boxes, donde te preparan para las pruebas nucleares, no se puede leer ni mirar el teléfono. ¡Si al menos sonara Bach!

“Me fui del Vall d’Hebron porque dejé de coger las manos de los pacientes. Un día, una mujer ingresada quería verme. Estaba muy malita, pero yo tenía un zoom. Al día siguiente murió. No me lo perdoné. Había perdido la esencia de la medicina. Se premia al que publica y se olvida al buen médico”, me confiesa mi oncólogo Javier Cortés, que me coge la mano con su piel áspera, pues la psoriasis ha sido su manera inconsciente de procesar el dolor.

Son legión quienes luchan para humanizar la medicina y quitarle el estigma al cáncer. Pero urgen creatividad y medios. Porque una vez sales del planeta, la vida cambia de relieve, incluso de tamaño. Has sentido el aliento de lo finito, y ello te hace imparable.

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23 de marzo de 2023

'Eneas y su padre abandonando Troya' (1635), de Simon Vouvet, el héroe que inspiró a Virgilio la 'Eneida'.

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Vuelta al clásico

 

Andrea Marcolongo presenta al héroe Eneas como un gran resistente (eso que los cursis llaman ahora “resiliente”)

 

Sucede en Italia, como en la España de mi infancia, que tienen un genio literario nacional y lo imparten en los colegios. El suyo es Virgilio y el nuestro Cervantes. La lectura del Quijote en los colegios era obligatoria y recuerdo los dolores de cabeza que forzaba en nuestras débiles imaginaciones. El idioma de Cervantes, a pesar de no haber cambiado tanto como el inglés de Shakespeare, era inasequible a los bachilleres. La labor de Trapiello, modernizando la escritura del castellano y haciéndolo asequible a la población más sorda al lenguaje del renacimiento, es tan encomiable como los centenares de miles de ejemplares que ha vendido.

Pero en Italia el genio nacional es un poeta y su obra, la Eneida, no puede “modernizarse” porque está escrita en hexámetros latinos. Ya imaginan los problemas que eso provoca, al tiempo que eleva el nivel de la educación italiana varios cientos de kilómetros por encima de nuestra pobrísima enseñanza. Como es de suponer, todo ciudadano de Italia conoce versos virgilianos de memoria y tiene una enormidad de textos de apoyo que van desde los ensayos doctísimos a los cómics.

La presencia abrumadora del genio nacional hace que, sorprendentemente, su obra se eclipse y no sólo eso, sino que casi no hay estatuaria o monumento en su memoria. De hecho, en España tenemos la suerte de que Cervantes sigue siendo muy grato de lectura y su aprecio entre la población es indudable. No sucede lo mismo en Italia, donde las dificultades del latín virgiliano suponen un obstáculo grande en el aprecio de la epopeya fundacional. Para remediarlo, la simpática Andrea Marcolongo ha publicado un ensayo curioso, ameno y a ratos bromista, sobre Eneas bajo el título de El arte de resistir (Taurus). Ha querido representar al héroe, Eneas, como un gran resistente (los cursis dicen “resiliente”) ya que no se puede exhibir como un héroe de la fuerza, a la manera de Aquiles, o de la astucia como Ulises. Eneas es el héroe del Hado, de la obligación, del deber, el que todo lo sacrifica por el cumplimiento de su destino.

El libro está pensado para italianos, pero también los españoles podemos aprender mucho de la épica latina. Para empezar, Virgilio ha mantenido su presencia a lo largo de miles de años, no sólo como uno de los mayores poetas de Occidente, sino también como profeta del cristianismo, como santo milagrero, como nigromante, como mago… es, en fin, una figura interesantísima y muy bien contada por Marcolongo. Es remarcable el extenso y magnífico capítulo sobre la escena más conocida del poema, los trágicos amores de Dido y Eneas. La reina de Cartago ha sido una de las heroínas más admiradas en todos los tiempos y una de las pocas que tienen en su haber no menos de una veintena de óperas, madrigales, canciones y composiciones varias. Ello se explica por la belleza poética del escenario. A la manera de Ulises y la reina Calipso, Eneas conoce a Dido y de inmediato estalla la carga erótica. Pasarán juntos una temporada de amores volcánicos, pero cuando Eneas decida volver a su deber de resistente, es decir, a la fundación de una patria que sustituya a la perdida Troya, la bellísima reina no podrá soportarlo y se suicidará.

Pasmosamente, Marcolongo, que da muestras de un feminismo muy puesto al día, no llega a justificar a Eneas, pero tampoco se compadece de Dido con la misericordia habitual. Es una muestra más de la inteligencia de esta treintañera que ya ha publicado dos inesperados superventas sobre el clasicismo: La lengua de los dioses y La medida de los héroes, ambas en Taurus.

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21 de marzo de 2023
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El metaverso contra el cine

Hace ya más de medio siglo que John Ford, probablemente el mejor narrador cinematográfico que ha dado la industria del celuloide, predijo la crisis del cine. Ante la cada vez mayor duración de los largometrajes y la consagración del realizador-director como una suerte de genio artístico: el autor, Ford se rebeló para reivindicar el carácter artesanal de su trabajo y los límites del lenguaje fílmico. “Cuento historias que duran hora y media porque las nalgas de una persona no soportan sentadas en una butaca más de ese tiempo”, vino a declarar el cineasta de origen irlandés, un agudo pensador como muestran sus cartas personales pero un sarcástico personaje ante las preguntas intelectuales de Peter Bogdanovich, las indagaciones de Jean-Luc Godard para Cahiers du Cinéma, o ante las alabanzas poéticas de François Truffaut.

Ford fue el creador del western moderno, el último vestigio de la épica en la época actual como lo describe Jorge Luis Borges, aunque el escritor argentino tenía entre sus preferidas otra película, El delator (The informer, 1935), el primero de los cuatro óscar que ganó Ford como mejor director. El propio cineasta confesaría, sin embargo, que su dedicación al género del oeste se debía al hartazgo por las intrigas en los estudios de Hollywood; de ese modo disfrutaba durante la filmación de largas excursiones campestres con amigos, en Arizona, en Colorado o en su espacio favorito de Utah, Monument Valley.

A pesar de que algunos tildaron a Ford de racista, como el virulento Quentin Tarantino, el director de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) evolucionó con las ideas de su tiempo, recreando historias tan honorables como Centauros del desierto (The searchers, 1956), Sargento negro (1960) u Otoño cheyenne (1964), donde dejó bien clara su posición liberal ante cuestiones tan espinosas como el holocausto indio o la xenofobia. Incluso conviene recordar su alegato feminista de la mano de una soberbia Anne Bancroft en la postrera Siete mujeres (1966).

Si el western terminó languideciendo no fue por falta de veracidad como puede sugerir el propio Tarantino, sino por otras aparentes trivialidades. Como explicó en su día Lee Marvin (el actor que encarnaba a Liberty Valance), apenas hay carretas o diligencias ni siquiera en los museos etnográficos, y restaurar o alquilar las pocas que existen en condiciones para una película cuesta una fortuna. El cine, como ha ocurrido con muchas otras actividades creativas, se ve sometido al paso del tiempo, a la precariedad de sus bases materiales y a los cambios que transforman el gusto de los espectadores. Es muy simple de entender: cambiar de época supone multiplicar el gasto de producción.

Fue el éxito del cine, paradójicamente, lo que liquidó la ópera como escenografía preferida del gran público para reducirla a un panteón de exquisiteces elitistas. El mismo cine que dejó sin sentido a la novela de largo recorrido que triunfaba en el siglo XIX, al igual que la fotografía desbordó a la pintura realista. No solo contaba historias, sino que el cine supuso un salto cualitativo a la hora de expresar sentimientos, de retratar y hasta de fijar los modos de los estados de ánimo. Lo supieron los grandes cineastas clásicos, del citado Ford al maestro del suspense Alfred Hitchcock, del afilado lacrimógeno Frank Capra al paisajista Akira Kurosawa, y en especial Howard Hawks, cuya alquimia en los diálogos subvertía cualquier género. Lo explica de modo didáctico Alexander Mackendrick en el libro publicado recientemente en nuestro país por la editorial Alba, Hacer cine, con prólogo de Martin Scorsese.

Mackendrick, autor de magníficas películas como El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) o No hagan olas (1967), se retiró de los rodajes para dar clases en el Instituto de las Artes de California, cuyas lecciones constituyen la esencia del citado volumen. Nos hace reflexionar sobre la importancia que tuvo el cine mudo para configurar el lenguaje cinematográfico, una expresividad no verbal basada en los primeros planos, las largas secuencias, los zooms, la música o la iluminación, por no hablar del montaje, que consigue plasmar el pensamiento y la espiritualidad de los personajes. “El cine trabaja con sentimientos, sensaciones, intuiciones y movimiento –advierte Mackendrick–, cosas que comunican con el público a un nivel no necesariamente sujeto a una comprensión consciente, racional y crítica”.

Luego vendría el apogeo de la televisión, a la que respondió el cine con grandes pantallas y efectos especiales tanto en las propias salas como en la posproducción de las películas, derivando hacia otro tipo de espectáculos, como los IMAX, las multipantallas y hasta las exposiciones inmersivas de fotopinturas que tanto gustan en la actualidad. El cine, convertido en una experiencia sensorial, parece finalmente una especie de viaje lisérgico, una ceremonia de euforización sensitiva más que una expresión artística. En cambio, los personajes actuales, más complejos, relativistas y sin maniqueísmos, necesitados de más minutaje para su comprensión contemporánea, han encontrado refugio en las nuevas series televisivas –cine en pequeño calibre y de duración maleable, en definitiva– que se pueden seguir domésticamente sobre reproductores también cada día más grandes y nítidos. Y a cualquier hora y en duración personalizada.

El penúltimo paso lo acaba de dar el mismísimo Hollywood. En vez de asumir los múltiples formatos audiovisuales en un mundo cada vez más ilusoriamente digital, ha oscarizado una película dedicada al metaverso con protagonistas chinos, cuya tradición cuentista se tiñe siempre de fantasía inverosímil. Todo a la vez en todas partes, es una pamplina caótica que, según sus propios exégetas, busca atraer a las nuevas generaciones hacia las vacías salas de los cinematógrafos, jóvenes y adolescentes colgados del tik-tok y el Instagram, apenas interesados por las historias que duran más de tres minutos. Se trata de la rendición final del cine con los bárbaros a las puertas de Roma y sin trigo para alimentar el pan con el circo.

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20 de marzo de 2023
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