Francisco Ferrer Lerín
Yo venía de plaza España, o de sus alrededores. Caminaba rápido. Quería llegar, antes de que anocheciera, al cruce con la calle Logopedia. No porque me esperaran o por ver imperiosamente a alguien, sino por no perder el último tren al pueblo de Galisteo donde entonces yo vivía. La distancia era mayor de lo que pensaba y temí no llegar a tiempo. Maldije haberme apartado tanto del centro y, además, no era capaz de recordar cuál había sido el motivo. Visitaba, en aquellos años, los solares vacíos a observar lagartijas, pero en esa zona no había solares, tan apiñadas estaban las casas y tan apiñados los corrales cercanos al matadero. Quizá faltaran aún diez o doce manzanas y, de repente, un coche descapotable se detiene y su conductora se dirige a mí diciendo, casi gritando, “¡Fernando, Fernando!, ¿te llevo pues?”. Entonces aún no me llamaba Fernando pero vi en el ofrecimiento una solución a mi grave problema. La conductora, Laurita, preguntó “¿adónde vamos?”, y yo intentando aprovecharme de la situación contesté “por favor al pueblo de Galisteo”. Puntualizó ella, “hasta el pueblo no que allí están mi madre y mi esposo Partos, pero puedo dejarte a unos metros de la entrada”. Dije que de acuerdo y entonces me di cuenta que conocía a Laurita, que era famosa por disponer de madres y esposos en toda la comarca, que normalmente luego aparecían ahorcados. E intenté bajar, pero el deportivo ya rugía por la radial R 24 y al abrir la puerta caí sobre el asfalto siendo arrollado por un camión de mudanzas para inválidos, de la empresa José Canuto.