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El aforista ante el abismo

Por 29 de marzo de 2023 marzo 31st, 2023 Sin comentarios

Jesús Ferrero

 

Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Ramón Eder.

 

Primero fui cruzando de un lado a otro el pueblo por la calle principal, que va discurriendo entre pasadizos y arcos sobre los que se alzan las casas. A intervalos podía ver el mar entre los edificios, pero si dirigía la vista hacia la izquierda veía los tejados y la frondosa montaña, que caía en picado sobre el pueblo como un jardín vertical.
Dejé atrás los últimos embarcaderos y las escaleras oscilantes que descendían hasta el agua, y aún tuve que cruzar los soportales y los arcos que sostenían un último edificio para acceder a una especie de avenida, de aproximadamente medio kilómetro, cuyo recodo izquierdo limitaba con el acantilado, bajo el que se agitaba el agua.
Dejé atrás la avenida y continué por la carretera del acantilado hasta que vi la casa que buscaba, alzándose por encima de uno de los arcos de una antigua fortaleza ya demolida. Una casa inmensamente azotada por los vientos invernales, que quizá los atraía como un pararrayos al rayo; una casa en la que notar las palpitaciones más severas de la tierra y el agua, y al mismo tiempo sentirse a resguardo tras sus cristales dobles, resistentes al granizo y a las gaviotas que se estrellan en días de niebla contra los ventanales. Una casa para escribir aforismos con el rigor de Sísifo subiendo la piedra y dejándola caer. El anfitrión no salió a recibirme el primero, cuando llamé a la puerta del jardín delantero, fueron dos perros negros los que acudieron a mi. No me ladraron y en cuanto el anfitrión abrió la puerta saltaron para abrazarme y celebrar mi llegada. Eran alegres y apasionados.
– Hola, Ramón.
– Entra, amigo, que la lluvia me ha prometido que va a continuar todo el día.
– ¡Qué contrariedad!
– No aquí, donde la lluvia está absolutamente normalizada y forma parte de la naturaleza del lugar. Ya en el salón de la casa, Ramón me ofreció un whisky. Mientras lo tomaba, estuve contemplando junto a él el panorama desde la galería ubicada en el centro de la casa. La vista de todo el círculo de agua abriéndose al mar por un estrecho entre dos cúmulos de rocas agrandaba el alma y a la vez la achicaba. Desde allí Ramón me condujo hasta el cuarto donde leía y escribía. Me agradó su austeridad. No había imágenes, no había fetiches, no había estampas evasivas: bastaba con lo que se veía desde la ventana. El whisky era excelente y me sentó bien. Mientras lo tomaba recordé que Martin Amis decía que solo un anfitrión de mucha clase podía ofrecerte un whisky a las once de la mañana.
– Aquí trabajo –me dijo, y era como si dijera: “Aquí me sumerjo en el fondo de la existencia, aquí respiro mientras cae la noche, aquí vigilo el aliento de Dios.” Pero en lugar de eso comentó-: En este mismo cuarto meditó en otro tiempo Victor Hugo, y en este mismo cuarto meditó más tarde un asesino. En todo lugar más o menos preservado se ha refugiado lo mejor y lo peor. ¿Nos damos una vuelta por el pueblo?
Y la dimos. Estuvimos primero en una plaza que daba al mar. Su suelo barnizado por la lluvia semejaba una continuación del agua y parecía hecho de la misma sustancia líquida. Era como estar sentado sobre la superficie misma de un lago de estaño y amianto. Allí nos subimos a un pequeño barco que llaman “la motora”, y que antes llamaban “el gasolino”, y nos deslizamos hasta Pasajes de San Pedro, al otro lado del círculo de agua, en una de cuyas tabernas estuvimos bebiendo sidra y comiendo pescado. Mientras lo hacíamos, Ramón me dijo:
– Hace tiempo que no viajo por el mundo. Ahora viajo por mí mismo. Cuando viajas por ti mismo encuentras puertos que no esperabas, arrecifes que desconocías, desiertos cuya existencia ignorabas, mares bravíos, grutas, caminos, senderos, precipicios, bosques que estaban en ti pero que o bien no los habías visitado nunca o bien no los visitabas desde el instante mismo en que se hundieron en el pantano de aguas movedizas de la memoria. Verás, quiero emplear el tiempo que me queda para ahondar un poco en la condición humana, empezando por mi propia condición. Pasajes de San Juan es un buen lugar para las almas que ya no le tienen miedo a sus propios monstruos. Algunas tardes de niebla parece un puerto de otra dimensión que te conduce al Sutra del Diamante: el mundo es no mundo.
– ¿Cuál es el mejor aforismo que ha salido de tu cabeza?
– Juraría que el que dice que nadie olvida la frase con la que fue expulsado del paraíso.
La sentencia cayó sobre mi cabeza como un dictamen. Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Eder.
– ¿Ves a mucha gente?
– Sólo a la suficiente. Hace tiempo que me persigue un tipo de generosidad muy especial…
– ¿A qué clase de generosidad te refieres?
– A esa que consiste en regalar tu ausencia.
Los dos nos echamos a reír. Fue una tarde alegre y a la vez dramática la que pasé con Ramón, y digo dramática porque Ramón suele dar a sus palabras cierto tono que nunca llega a ser trágico pero que parece lleno de gravedad. A media tarde regresamos a Pasajes de San Juan y estuvimos en una de las casas en las que se hospedó Victor Hugo cuando visitó el pueblo. A la entrada, nos salió al paso un señor que parecía regentar la casa. El hombre tosía y nos miraba como si estuviera a punto de hacernos una revelación sin precedentes. Ramón me apartó de él y nos perdimos entre las sombras de la casa, chocando con muebles venerables que no siempre cuadraban con la época. Refiriéndose al señor con el que acabábamos de hablar, y que seguía nuestros pasos desde el vestíbulo en penumbra, me dijo:
– Es un pobre loco que a veces suplanta al encargado del lugar para que le den una propina. Se cree la encarnación de Victor.
– ¿Víctor?
– Víctor Hugo, quiero decir.
– Perdona, no sabía que tratabas al escritor francés de forma tan familiar.
– Aquí lo queremos mucho y lo solemos llamar irónicamente así. Nadie ha hablando con tanta autoridad y tanta buena fe de Pasajes de San Juan. ¿Nos vamos?
Nos fuimos tras darle una propina al hombre de la sonrisa piadosa y los andares finos que decía regentar la casa, y estuvimos paseando por el pueblo. Cerca de la iglesia, en una calle dominada por una higuera y que concluía en el mar, vimos a una chica bailando sola y la aplaudimos. Luego estuvimos cenando en un restaurante del pueblo cuyos ventanales daban al puerto. Allí Ramón me dijo:
– Pasajes de San Juan tiene una intimidad con el agua difícil de relatar. Fíjate lo cerca que están las casas del mar. Más que tocarlo lo besan. Parece la región de las casas flotantes.
Le di la razón y me sorprendió que a las tres de la mañana hubiese cierta vida en la calle principal, y es que en los trozos de la calle limitados por el pretil que da al mar se iban sucediendo los pescadores con sus cañas, conformando una alegre y apacible cofradía que me desconcertó. Al día siguiente, poco después de despertarme en la fonda junto al agua donde me hospedaba, recordé un aforismo de Eder que dice: “La alegría convierte el caos en un cosmos”. Ahora comprobaba su verdad. Llevaba días sumergido en la confusión y de pronto, la alegría de hallarme en Pasajes tras haber conversado con Ramón me ordenaba de otra forma las ideas, tornándolas más armónicas las unas con las otras. Abrí el libro de Eder que llevaba conmigo, La vida ondulante, y pensé que su título se conjugaba bien con el mundo de Pasajes, tan ondulante como sus aforismos que, como diría el mismo Eder, no sirven para nada, “excepto para darle sentido a las cosas”, excepto para alegrarte el día, excepto para dejarte a las puerta de alguna revelación, excepto para provocarte la suave sonrisa de la ironía, excepto para estimular el duende del ingenio, excepto para ver estallidos de luz que van jalonando la oscuridad, excepto para sentir continuas chispas de humor en medio del purgatorio, en medio de la soledad, en medio de la oscilación, en medio de la ondulación de Pasajes de San Juan.
Había un rumor de aves y barcas envolviendo el invierno cuando abandoné el pueblo comprendiendo por qué Ramón Eder lo había elegido para explorar los abismos más profundos, “que son los interiores”, como dice en uno de sus últimos aforismos.

 

Revista Claves  (marzo-abril 2023)

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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