Marta Rebón
Tras la inquietante ‘El monstruo de la memoria’, Yishai Sarid nos adentra en el complejo clima social del Israel actual a través del debate sobre la implacable movilización bélica del país
Uno de los colores omnipresentes en el paisaje de Israel es el verde oliva de los uniformes que llevan chicos y chicas cuando hacen el servicio militar obligatorio, del que están exentos ortodoxos y árabes israelíes. No hace falta acercarse a los puestos de control para distinguirlos, pues se mezclan con el tejido de la vida cotidiana: ametralladora en ristre y petate en bandolera, están en autobuses de línea, en colas de supermercados, en estaciones de servicio. En un país en estado de alerta permanente desde hace décadas, el ejército se ha erigido como una de sus instituciones centrales, y el servicio militar es un rito de paso que incluye el permiso para matar. Para que el dedo sea capaz de apretar el gatillo, la mano de hundir el cuchillo o de lanzar una granada, se debe forzar la resistencia de un cerrojo interior hasta quebrarla.
Como explica Dave Grossman en El coste psicológico de aprender a matar en la guerra y en la sociedad (Melusina, 2019), se ha constatado en estudios sobre la Segunda Guerra Mundial que la gran mayoría de soldados no disparaban a matar. En la guerra de Vietnam, sin embargo, ya se había logrado invertir esa realidad. He ahí el resultado de aplicar la psicología a la maquinaria militar.
Aprender a matar a cualquier precio
Y a eso se ocupa, con entrega y fascinación, Abigail, teniente coronel del ejército que ejerce como terapeuta, con lo que se ha ganado una puerta de entrada al alma de las fuerzas armadas. Además, es hija de un psicólogo con un cáncer terminal cuyos pacientes son mayoritariamente excombatientes con trastorno de estrés postraumático. Padre e hija tienen visiones opuestas sobre la psicología: si para el primero el objetivo es curar el trauma -en la invasión del Líbano de 1982 el número de bajas psiquiátricas doblaba el de muertos: recuérdese el documental de animación Vals con Bashir-, para la segunda «no hay nada que dañe más la salud mental que la derrota». En otras palabras, lo prioritario es «hacer de los soldados mejores combatientes», para que puedan «matar con mayor facilidad», libres de remordimientos, culpa o miedo».
Victoriosa compone un potente díptico con la novela precedente de Yishai Sarid (Tel Aviv, 1965), El monstruo de la memoria (Sigilo, 2020), para adentrarnos en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación fuerte capaz de defender a sus hijos a cualquier precio, un imperativo que es una carga para las nuevas generaciones. Esto se lo oí decir al propio Sarid en un festival en Jerusalén hace años, cuando se cumplía el cincuenta aniversario de la Nakba, y en el episodio quince se cuelan las protestas en la frontera con Gaza durante esa efeméride a través de la mirilla de los francotiradores israelíes.
Con el fin de mantener viva esa predisposición a matar hay que cultivar un relato radicalizado que, en manos de políticos extremistas, tiene efectos desastrosos. Tanto en esta novela como en la previa, tenemos a un narrador en primera persona que ejerce de instructor, lo que proporciona los mimbres para un debate entre distintos puntos de vista. Si en la anterior nos hablaba un joven historiador que trabajaba de guía en los campos de concentración nazis, aquí Abigail imparte charlas a soldados y mandos. «Mido desde arriba las penurias, el estrés, los amagos de abandono, como una ingeniera del espíritu», dice, sabiendo que sin la manipulación no existirían los ejércitos. La palabra hebrea del título es, además de adjetivo, el sustantivo para designar a un «director de orquesta».
El dolor en carne propia
Sarid, abogado de profesión y con experiencia en inteligencia militar, sabe llevar al límite los argumentos de unos y otros. Uno de los aciertos de la novela es que la guerra siempre aparece lejana -la acción se desarrolla en aulas, campos de entrenamiento, casernas, hospitales, etc.-, y el «enemigo»» sin rostro es un requisito necesario para la anestesia moral: los árabes son «objetivos», «terroristas», «alborotadores», «los malos». Tal es la burbuja donde crecen estos adolescentes y donde aprenden que hay quien «merece morir». Un alto mando le pregunta cómo se puede conseguir que interioricen el acto de matar los jóvenes, más «delicados y blandengues», absorbidos por las pantallas: «esos niños ya casi no juegan en el patio ni se pegan. Su barrio está en el teléfono móvil, todo es simbólico, el mundo real apenas existe».
Al final, todo cuanto rodea a Abigail, madre soltera por decisión propia, tiene que ver con el ejército: el padre de su hijo Shaúli (jefe del Estado Mayor), sus amistades y los pacientes, y así sigue siendo cuando retoma la vida civil. La protagonista es tan atractiva como desconcertante: ¿un producto de la cultura militarista? Está fascinada por los casos anómalos de quienes matan sin remordimientos, y no es fortuito que tenga la libido tan activa, como un reflejo de esos dos instintos fundamentales, Eros y Tánatos, en constante oposición.
Tampoco es casual que al inicio de la novela se sitúe a Shaúli en ese proceso de (de)formación militar. Como hijo único no está obligado a ir al frente y, aun así, va, víctima de las expectativas maternas y su glorificación de la fortaleza. Ella lo ve así: «ha entendido que sólo estás dispuesta a soportar a los valientes, a los duros, que te repugnan las personas débiles». Desde entonces nos quedamos en vilo, expectantes ante cuál será la reacción de Abigail cuando tenga que lidiar con el dolor en su propia carne por medio de su hijo. Sarid vuelve a meter el dedo en la llaga con esta reflexión sobre el papel del ejército en la deriva de su país.
Una herida nunca sanada
Aunque alcanzó el éxito internacional con su segundo libro, Limassol, fue su anterior obra, El monstruo de la memoria, la que ha hecho de Sarid uno de los grandes narradores israeslíes. «Quise escribir una historia sobre la naturaleza de la memoria. Pensar cómo recordamos hoy día la Shoah, cómo esa memoria influencia nuestra vida y cómo es manipulada por aquellos en el poder», ha contado sobre esta novela escrita en forma de carta dirigida al director de Yad Vashem, el instituto israelí encargado de la preservación de la memoria del Holocausto. «El trauma nunca fue tratado ni sanado, nos sigue persiguiendo».