Juan Lagardera
Hace ya más de medio siglo que John Ford, probablemente el mejor narrador cinematográfico que ha dado la industria del celuloide, predijo la crisis del cine. Ante la cada vez mayor duración de los largometrajes y la consagración del realizador-director como una suerte de genio artístico: el autor, Ford se rebeló para reivindicar el carácter artesanal de su trabajo y los límites del lenguaje fílmico. “Cuento historias que duran hora y media porque las nalgas de una persona no soportan sentadas en una butaca más de ese tiempo”, vino a declarar el cineasta de origen irlandés, un agudo pensador como muestran sus cartas personales pero un sarcástico personaje ante las preguntas intelectuales de Peter Bogdanovich, las indagaciones de Jean-Luc Godard para Cahiers du Cinéma, o ante las alabanzas poéticas de François Truffaut.
Ford fue el creador del western moderno, el último vestigio de la épica en la época actual como lo describe Jorge Luis Borges, aunque el escritor argentino tenía entre sus preferidas otra película, El delator (The informer, 1935), el primero de los cuatro óscar que ganó Ford como mejor director. El propio cineasta confesaría, sin embargo, que su dedicación al género del oeste se debía al hartazgo por las intrigas en los estudios de Hollywood; de ese modo disfrutaba durante la filmación de largas excursiones campestres con amigos, en Arizona, en Colorado o en su espacio favorito de Utah, Monument Valley.
A pesar de que algunos tildaron a Ford de racista, como el virulento Quentin Tarantino, el director de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) evolucionó con las ideas de su tiempo, recreando historias tan honorables como Centauros del desierto (The searchers, 1956), Sargento negro (1960) u Otoño cheyenne (1964), donde dejó bien clara su posición liberal ante cuestiones tan espinosas como el holocausto indio o la xenofobia. Incluso conviene recordar su alegato feminista de la mano de una soberbia Anne Bancroft en la postrera Siete mujeres (1966).
Si el western terminó languideciendo no fue por falta de veracidad como puede sugerir el propio Tarantino, sino por otras aparentes trivialidades. Como explicó en su día Lee Marvin (el actor que encarnaba a Liberty Valance), apenas hay carretas o diligencias ni siquiera en los museos etnográficos, y restaurar o alquilar las pocas que existen en condiciones para una película cuesta una fortuna. El cine, como ha ocurrido con muchas otras actividades creativas, se ve sometido al paso del tiempo, a la precariedad de sus bases materiales y a los cambios que transforman el gusto de los espectadores. Es muy simple de entender: cambiar de época supone multiplicar el gasto de producción.
Fue el éxito del cine, paradójicamente, lo que liquidó la ópera como escenografía preferida del gran público para reducirla a un panteón de exquisiteces elitistas. El mismo cine que dejó sin sentido a la novela de largo recorrido que triunfaba en el siglo XIX, al igual que la fotografía desbordó a la pintura realista. No solo contaba historias, sino que el cine supuso un salto cualitativo a la hora de expresar sentimientos, de retratar y hasta de fijar los modos de los estados de ánimo. Lo supieron los grandes cineastas clásicos, del citado Ford al maestro del suspense Alfred Hitchcock, del afilado lacrimógeno Frank Capra al paisajista Akira Kurosawa, y en especial Howard Hawks, cuya alquimia en los diálogos subvertía cualquier género. Lo explica de modo didáctico Alexander Mackendrick en el libro publicado recientemente en nuestro país por la editorial Alba, Hacer cine, con prólogo de Martin Scorsese.
Mackendrick, autor de magníficas películas como El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) o No hagan olas (1967), se retiró de los rodajes para dar clases en el Instituto de las Artes de California, cuyas lecciones constituyen la esencia del citado volumen. Nos hace reflexionar sobre la importancia que tuvo el cine mudo para configurar el lenguaje cinematográfico, una expresividad no verbal basada en los primeros planos, las largas secuencias, los zooms, la música o la iluminación, por no hablar del montaje, que consigue plasmar el pensamiento y la espiritualidad de los personajes. “El cine trabaja con sentimientos, sensaciones, intuiciones y movimiento –advierte Mackendrick–, cosas que comunican con el público a un nivel no necesariamente sujeto a una comprensión consciente, racional y crítica”.
Luego vendría el apogeo de la televisión, a la que respondió el cine con grandes pantallas y efectos especiales tanto en las propias salas como en la posproducción de las películas, derivando hacia otro tipo de espectáculos, como los IMAX, las multipantallas y hasta las exposiciones inmersivas de fotopinturas que tanto gustan en la actualidad. El cine, convertido en una experiencia sensorial, parece finalmente una especie de viaje lisérgico, una ceremonia de euforización sensitiva más que una expresión artística. En cambio, los personajes actuales, más complejos, relativistas y sin maniqueísmos, necesitados de más minutaje para su comprensión contemporánea, han encontrado refugio en las nuevas series televisivas –cine en pequeño calibre y de duración maleable, en definitiva– que se pueden seguir domésticamente sobre reproductores también cada día más grandes y nítidos. Y a cualquier hora y en duración personalizada.
El penúltimo paso lo acaba de dar el mismísimo Hollywood. En vez de asumir los múltiples formatos audiovisuales en un mundo cada vez más ilusoriamente digital, ha oscarizado una película dedicada al metaverso con protagonistas chinos, cuya tradición cuentista se tiñe siempre de fantasía inverosímil. Todo a la vez en todas partes, es una pamplina caótica que, según sus propios exégetas, busca atraer a las nuevas generaciones hacia las vacías salas de los cinematógrafos, jóvenes y adolescentes colgados del tik-tok y el Instagram, apenas interesados por las historias que duran más de tres minutos. Se trata de la rendición final del cine con los bárbaros a las puertas de Roma y sin trigo para alimentar el pan con el circo.