Rosa Moncayo
Corazón tan blanco es el mismo libro de todos los inviernos. Vuelvo, una y otra vez, a fragmentos que ya ni recordaba. Fragmentos que parecen melodías, que sólo consigo recordar si empiezan a sonar, tres segundos bastarían para saber cómo siguen. Pedazos de literatura, frases sueltas o páginas enteras, que recuerdo como una película de infancia, la canción de desamor que escuchaba en bucle hace cinco años o el rostro de alguien en quien me fijé con esmero. Forma parte de mi memoria sentimental. Es posible que, para algunos, Corazón tan blanco sea una novela sobre las consecuencias de no usar la razón. Para otros, el resultado de pensarlo todo demasiado.
La escucha escondida de las primeras páginas marca los tiempos de la novela. Escuchar, saber, es peligroso. Se intuye que el gran misterio de la vida es la gente. ¿Por qué hacen lo que hacen? Ese no he querido saber, pero he sabido puede marcar una vida entera. Un corazón tan blanco que poco a poco se va ennegreciendo pues, como bien dijo Marías, no se sabe si es tan blanco por ser demasiado puro o, simplemente, por ser un cobarde. Cada uno libra sus propias batallas, de ahí que el imaginario de Javier Marías, sus divagaciones constantes, logren emocionarnos. Hoy me doy cuenta de una cosa: las pasiones amorosas, diversas, son raras. Sólo funcionan si son sutiles, si se hacen de rogar. Si existe, en la cabeza del apasionado, ese conjunto de posibilidades, imaginaciones varias y muchas dudas, fruto de la incertidumbre.