Jesús Ferrero
Una de las ventajas de hacerte el tonto es que ante ti el otro se cree un sabio y empieza a desplegar todas sus carencias en forma de cultura automática. Fulminarle suele ser tan fácil que casi cuesta, en parte porque a los irónicos no les gustan las facilidades.
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La ironía es una de las formas más elegantes de la verdad, la otra es callar.
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Un perdedor de palabras es un perdedor de amigos, decía un filósofo taoísta, a lo que se podría añadir: y un perdedor de amigos es un perdedor de palabras: va dejando palabras infames por ahí sin darse cuenta de que las palabras vuelan y de que tarde o temprano llegan al oído que tienen que llegar. A veces para hacerlo atraviesan continentes y océanos como las aves migratorias. Es imposible imaginar una conducta menos irónica.
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Todas las sonrisas del irónico están motivadas por la piedad.
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Los que hablan de sus otras vidas se colocan a sí mismos en épocas memorables, en momentos estelares de la historia de la humanidad. Mujeres que dicen que fueron cortesanas amigas de Pericles y de Aspasia, en cuya casa tomaban el aperitivo: vino con especias y pan con pasas. Hombres que conocieron a Alejandro Margo, que viajaron con él hasta el Indo, o que estuvieron con Jesucristo poco antes de la última cena, en una callejón de Jerusalén. Pocos dicen que en otra vida fueron una gallina o un salmón. ¡Nos falta ironía con el más allá!
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Humildad zen (para compensar tanto esplendor): “En mi vida anterior/ debí de ser, / como mucho un gorrión.”