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LA SELECCIÓN ANACIONAL DE FÚTBOL

La debacle es el probable principio de la lucidez. Todo el resplandor futuro parte de una explosión, todo principio de un final, cualquier concepto vivo nace de la corrupción del anterior.

Así, en apenas veinticuatro horas, la idea sobre el significado de la selección española de fútbol se ha ido a pique para dar ocasión a una nueva flotación. La expectativa nacionalista sobre este equipo y las agrupaciones patrioteras naufragan y el desconcierto lleva a otear el horizonte.

El equipo en manos del más nacionalista de los seleccionadores (puro “aragonés” macho y racial) ha sucumbido sucesivamente ante una nación católica, Irlanda del Norte, y una nación atea, Suecia.

La inmediata conclusión de la experiencia es nuestra doble descaracterización. Ni superamos la fe religiosa de los otros ni triunfamos frente al mal del ateísmo.

En consecuencia, ¿para qué existir? ¿Para qué calentarse la cabeza sobre la sagrada simbología española? Las derrotas favorecen la vista hacia el interior. Y tanto más profundamente cuanto más duras se experimentan. El recibimiento de estos fracasos, sin embargo, ha sido recibido con una extraña suavidad, como si el mal se hubiera abierto camino previamente y el dolor llegara lubricado por lágrimas anticipatorias.

De este modo, el abatimiento de la selección y de sus importantes significados de antaño han venido a quedar en casi nada. Incluso una gran cantidad de aficionados declaran que sólo un entrenador extranjero sería capaz de devolvernos la ilusión. Deshecha la insignia nacional, aparece el recurso a la pragmática tecnológica. Marchitada la sacralización se opta por la instrumentación. Desconfiados de nuestros propios órganos optamos ya por el injerto.

¿Un equipo de fútbol que represente a España? Nadie, empezando por los más patriotas, desearía que tras la experiencia vivida la selección nacional de fútbol figurara entre los estandartes de nuestra posible identidad. Con su mal juego, con su molicie, con sus ridículos, la selección nacional ha logrado desembarazarse vergonzosamente de su misión en lo universal. Ahora se trata, simplemente, de un conjunto que entrena un señor malcarado dentro de la órbita de una Federación donde ha sido excluido el ejercicio de la dignidad y la inteligencia. De este modo, la selección se corrompe y rompe amarras, flota sin rumbo en un espacio anacional, presa de su propia órbita.

¿Un cataclismo? ¿Un fenómeno sin consolación? Casi todo lo contrario. Gracias a la desaparición del peso nacional o su extravío cósmico emerge un alivio excepcional. Ahora sabemos, además, secretos que nunca fueron revelados y que al conocerlos, lejos de espantarnos, nos procuran una paz adicional.

Qué los jugadores sintieran o no sus responsabilidades en defensa de la Patria ha torturado durante muchos años a la hinchada española. Los jugadores de Francia, Italia, Alemania, daban muestras de vivir los colores nacionales y bregaban aguerridamente por ellos. ¿Por qué los españoles no hacían lo mismo? ¿Les faltaba el coraje interior o su falta de arrojo debía imputarse a que, por ejemplo, catalanes y vascos no sentían a España? La respuesta ha llegado en pleno “desastre” con unas declaraciones de Iribar, el portero mítico de la selección nacional y actualmente, no casualmente, entrenador de la selección nacional de Euskadi. Dice Iribar a El País: “Con España nunca tuve la sensación de defender un país. Era (sencillamente) la oportunidad de practicar deporte con los mejores”.

Con esto, está dicho todo. Con esto, apaga y vámonos porque ¿cuántos otros antes y ahora no habrán saltado al campo con la misma actitud?  La sospecha de que a varios de los jugadores del equipo les importaba mucho menos España que a los rusos Rusia o a los portugueses Portugal, había saltado una y otra vez en los comentarios de aficionados. Ahora se ve que esa “falta de sangre” es el correlato de la falta de sentir España, se corresponde con la verdad de que España les importaba un bledo.

Terminado pues el sentimiento de España en plena selección nacional, expandida la propaganda de esta desafección desde la suprema figura de Iribar ¿qué sentir? Una larga y placentera relajación, un impensable wellness. La patria nos estresaba, creaba ansiedad y, además, frustración. Una era apatriótica debe anunciarse en la nueva lasitud feliz puesto que la fórmula magistral del paraíso consiste eternamente en el espacio sin patria.

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9 de octubre de 2006
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TREINTA PENSADORES FRANCESES

Le Magazine Littéraire dedica el informe de su número de octubre a las nuevas apuestas de la filosofía en Francia. No hay que visitar su sitio; Le Magazine es de esas revistas que ponen poco contenido en línea. Vende en el papel. Hay que hojear sus páginas para descubrir algo poco común: un censo de los filósofos franceses, los verdaderos, los que no pertenecen a la clase de los «ideólogos mediáticos» según la revista.

Son treinta y la lista, creo, merece una publicación integral:

Alain Badiou
Etienne Balibar
Luc Boltanski
Jacques Bouveresse
Barbara Cassin
Robert Castel
Daniel Cohen
Antoine Compagnon
Philippe Descola
Vincent Descombes
Georges Didi-Huberman
Jacques Donzelot
Jean-Pierre Dupuy
Marcel Gauchet
François Jullien
Bruno Latour
Dominique Lecourt
Pierre Legendre
Pierre Manent
Jean-Luc Marion
Jean-Claude Milner
Jean-Luc Nancy
Frédéric Nef
Ruwen Ogien
Jean Petitot
Joëlle Proust
Jacques Rancière
Monique Canto-Sperber
Dan Sperber
Isabelle Stengers
Bernard Stiegler

¿Se nota algo? Sí: son treinta y uno. Supongo que era incómodo poner en portada «31 penseurs français pour comprendre notre monde». «30 pensadores franceses para entender nuestro mundo» tiene más impacto. No lo digo de broma, hay que tener valor para decir que se terminó la época de la french theory, aquella empresa de exportación mediática de productos que tenían como marca: Deleuze, Guattari, Foucault, Derrida, Lacan, Barthes, etc.

Hay que tener el mismo valor para quitar de la lista a la única persona que mantiene una verdadera fama internacional: Jean Baudrillard, experto en implosión social, seducción y todo tipo de simulaciones.

Todos los pensadores de la lista tienen más de cincuenta años. Unos cuentan con cierta «exposición» pública: Balibar trabajó al lado de Althusser, Cohen defiende la visión de un economista atípico frente a la mundialización, Gauchet es el director de la revista Le débat, Stiegler trabajó tanto en el desarrollo cultural del centro Pompidou como en el Ircam (Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique).

Claro que no se puede resumir un abanico amplio de pensamientos en unas líneas. La revista lo intenta y propone unos rasgos: abandono de las grandes teorías, dedicación a trabajos más «concretos», retorno de la metafísica, reflexión sobre la democracia y/o lo que puede agrupar una sociedad. Menos ruido, menos luz, más participación en la red mundial de investigadores. Es el final de la grandeur.

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9 de octubre de 2006
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El campo de los sueños

Estamos convencidos de haber superado la edad de las fábulas. Yo lo creía también hasta no hace tanto, cuando me descubrí escribiendo una. (Todo relato que arranca con un lobo que habla en latín puede ser acusado de incurrir en el género.) Desde entonces estoy más sensible ante el asunto, aunque no siempre de modo consciente. La semana pasada, por ejemplo, me compré un libro de Harold Bloom, Jesús y Yahvé, los nombres divinos. Leí unas cuantas páginas y encallé en el capítulo dedicado a lo que Bloom llama “el habla críptica de Jesús”. Según Bloom, “las palabras de Jesús son frecuentemente enigmáticas”. “La palabra enigma viene del griego a través del latín, y el término griego significa fábula”, escribe. Ahora que releo el capítulo, se me ocurre que abandoné la lectura en ese punto porque Bloom esquiva el bulto a último instante, escudándose en la dificultad de saber cuáles son las palabras verdaderas de Jesús. Está claro que Jesús no dejó nada escrito, que su discurso nos llega mediatizado por autores que recogieron el relato de otras voces. Pero lo que resulta incuestionable es que se comunicaba mediante parábolas. Jesús era un narrador. Creía en el poder de la palabra primero, y del relato después, para modificar la realidad. Una parábola es casi lo mismo que una fábula: “Un relato breve, inventado, cuya moraleja o sentido es espiritualmente moral”, dice Bloom. Yo agregaría: nunca demasiado alejado del valor de la oralidad, aun cuando se trate de un texto escrito. Jesús no escribía, hablaba. Las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego nos llegan por tradición antes oídas que leídas. Pero incluso leyéndolas sobre el papel, no pierden la apelación íntima al lector propia de la oralidad: no nos ignoran ni nos dan por sentados, más bien nos convocan y nos incluyen, como si hubiesen sido concebidas tan sólo para nuestro deleite. ¿Y no es eso lo que aspiramos la mayor parte de los escritores: hacer sentir al lector que de no ser por él, nuestras historias no existirían?

El sábado fui a ver The Wind that Shakes the Barley, la película de Ken Loach que ganó el festival de Cannes. A su manera también se trata de una fábula: cuenta la historia de dos hermanos, Damien y Teddy O’Donovan, y de los caminos divergentes que toman en su intención de acabar con la dominación inglesa sobre Irlanda. Damien (Cillian Murphy), que es médico y estaba a punto de aceptar un trabajo en Londres, decide permanecer en su tierra al ser testigo de la violencia de los black & tans, los soldados ingleses de la ocupación. Pronto entiende que la opción por la violencia es un camino sin retorno: uno empieza matando a los soldados enemigos, después mata a inocentes sin querer y termina matando a quien hasta hace poco consideraba amigo. Damien no logra salir de ese espiral, del que por supuesto termina siendo víctima. Loach no verbaliza la moraleja de su fábula (que me hizo pensar todo el tiempo en la Argentina de los 70, en la Palestina de Al Fatah y de Hamas, en la Irak al filo de la guerra civil; esta fábula tributaria de la de Caín y Abel todavía necesita ser contada), pero de cualquier forma la enseñanza es clara: cualquier rebelión cuya lógica acepta que es lícito matar a tu propio hermano está destinada a fracasar. “La fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza”, escribió Harold Goddard en un libro sobre Shakespeare que cité días atrás.

El círculo terminó de cerrarse ayer, cuando haciendo zapping me reencontré con Field of Dreams, aquella película de 1989 dirigida por Phil Alden Robinson. Allí Kevin Costner es Ray Kinsella, un granjero de Iowa al borde de la bancarrota que cierto día oye una voz que le dice Si lo construyes, él vendrá. Kinsella entiende que la voz le pide que levante un campo de béisbol en su tierra, aun cuando signifique que deberá desatender su cosecha; y pese a que se arriesga a ser considerado loco, decide intentarlo. Field of Dreams es una fábula hecha y derecha. Lo que me asombró ayer fue la forma en que incorporaba temas que me rondaban en los últimos tiempos (el ambiente de intolerancia que la película atribuye al conservadurismo reaganiano, y aquí se vive con los represores que reclaman amnistía; la figura de J. D. Salinger, cuyos cuentos estoy releyendo y a quien el film retrata en el personaje del escritor Terence Mann; y la necesidad de exorcizar demonios personales, que en Kinsella se vinculan a la culpa en la relación con su padre muerto), cuestiones que Alden Robinson entrelaza en un relato perfecto que, lo comprobé ayer, no perdió nada de su capacidad de emocionar. Está claro que yo ya era un converso: en algún sentido Kamchatka fue el campo de béisbol que levanté al oír mis propias voces, y puedo dar fe de que mi madre muerta volvió cuando lo completé, para abrazarme una última vez.

Hoy mis demonios son otros, y todavía espero la voz que me diga lo que debo hacer, por disparatado que suene. Pero al menos entiendo que todavía necesito de las fábulas, que no he crecido lo suficiente para dejarlas atrás, que en algún punto sigo siendo un niño en busca de norte, en espera de la voz amable que me guíe a través del bosque desconocido hasta la moraleja que aun no entendí del todo, o que entendí con la cabeza pero aun no pude hacer carne. Hablando de Shakespeare, Goddard (vaya nombrecito: remite a God –o sea a Dios-, a Godard, a Godot) sostiene que la antinomia es: imaginación o violencia, tan simple y tan complejo a la vez.

Hoy estoy tentado de creerle a Goddard. Tanto como para suscribirlo con mi vida.

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9 de octubre de 2006
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La soledad de los hoteles

El hotel donde me alojo en Madrid tiene enfrente un gigantesco afiche publicitario con una bellísima modelo que mira a mi balcón desde la profundidad de sus ojos azules. A veces salgo, y nos miramos un rato por encima de la Gran Vía. Creo que ella me hace ojitos. Pero no basta para hacerme sentir acompañado.

Este año he conocido unos 28 hoteles. El primero, el día en que me dieron el premio Alfaguara, fue este mismo. Acabé la noche en el cuarto con dos amigos y mi novia, encargando botellas de champán, comiéndonos los chocolates del armario y vaciando el minibar. Sólo por gastar dinero ajeno, dejamos encendido el canal porno durante tres horas, mientras bebíamos y celebrábamos. De todo eso, en el resto de los hoteles del año, lo único que me  quedó fue el minibar y el canal porno.

La mayoría de los hoteles son básicamente iguales, aunque presentan diferencias regionales. Los escandinavos, por ejemplo, suelen carecer de bañera, y a veces incluso de cortina de baño: la ducha es una parte más del cuarto, y debes procurar no mojar el water. Los latinoamericanos de países pequeños suelen tener vista a un centro comercial llamado mall, el mejor paisaje posible. El hotel madrileño tiene poemas de Juan Ramón Jiménez o Machado pintados en las paredes, y cuando bajas al bar, siempre te encuentras con alguna estrella como Enrique Bunbury o Leonor Watling. Es el tipo de hotel que te hace sentir importante y artista, además de solo.

Y es que los hoteles deben estar hechos para que cualquier público se sienta cómodo, sea un cantante de rock, un escritor, un político, un padre de familia o un ingeniero de caminos. Por lo general, las pinturas son acuarelas vagamente figurativas con paisajes difuminados en el lienzo, las alfombras están donde tus pies se posan al levantarte, y hay un sofá en el que nunca te sientas. No hay ninguna señal de un lugar habitado, alterado por la presencia de un ser humano con gustos individuales. Imagino que el decorador es siempre el mismo, y está muerto.

Siempre finjo no fumar. Me quedo en dormitorios de no fumadores, y termino por comprar cigarros que no pago y abrir la ventana para fumarlos. Eso es más difícil en Europa, donde suena la alarma contra incendios. Pero en América Latina, te dejan saltarte las normas. De hecho, en América Latina tus necesidades son más fáciles de resolver. Siempre hay alguien que tiene lo que necesitas. No hay hora en que se cierre el servicio al dormitorio. Todos harán lo que quieras y conseguirán lo que pidas, incluso un látigo sadomaso a las cuatro de la mañana. Y si estás de mal humor, puedes gritarles a los empleados.
Mientras tu cuenta esté al día, puedes portarte como un imbécil si eso quieres. En Europa, pagas por pasar la noche bajo un techo. En América Latina, pagas por ser quien tú quieras.

Pero eso no les sirve a todos. Según el caso, uno va desarrollando estrategias para sentirse bien. Yo, que ando en giras promocionales, he desarrollado un pasatiempo: después de hablar con decenas de personas a lo largo del día, me encierro con mi Ipod y una botella de lo que sea para cantar y beber en calzoncillos. Por alguna razón, la paso realmente bien así.

Alguna vez, sobre todo al principio, he buscado sexo. El sexo está bien. El problema es la resaca: al día siguiente, sientes un vacío brutal. Por lo general, además, nunca vuelves a ver a esa persona, y si la vuelves a ver te das cuenta de que no tenías mucho en común con ella, lo cual te hace sentir aún peor. Conforme pasan los días y cambias de habitaciones, cada vez te resulta más difícil conciliar el sueño, solo o acompañado.

Supongo que por eso hay canales porno en todos los hoteles.

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9 de octubre de 2006
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Muy bonito, muy bonito… ¡lástima que no sea verdad!

Como suele ser habitual, el comentario de José Luis Pardo al libro de Eagleton recién traducido en España, merece ser recortado y guardado. Apareció en Babelia el 7 de octubre con el título "El poder de la belleza". El ensayo de Eagleton, La estética como ideología, trata sobre un curioso fenómeno que Pardo comenta con agudeza: el irresistible ascenso de los estudios de Estética en las últimas dos décadas.

Cuando comencé a trabajar de profesor de Estética en la universidad española, hará unos veinte años, mi especialidad era la deshonra de los estudios académicos. Los colegas de metafísica, de ontología, de ética, de epistemología, de lógica, nos miraban compasivamente a los de estética, nos invitaban a café, nos pasaban el brazo por el hombro e intentaban averiguar cómo habíamos ido a dar en aquel pozo del vicio. Incluso trataban de ayudarnos a salir. Los del área nos sentíamos en parte como madres solteras y en parte como unos zorrones desorejados.

En la actualidad, y aunque creo que siguen pensando que somos la vergüenza de la academia, nos hemos comido todo el pastel. La estética, como dice Pardo, “se ha convertido en una “reina” (…) con respecto al resto de las materias filosóficas que antaño la tuvieron por esclava y auxiliar y que hoy yacen en el arroyo del desprestigio, el olvido o el arcaísmo cultivado únicamente por eruditos cada vez más desmundanizados, rancios y atávicos”. Toma castaña.

Es cierto. Y no lo constato desde la soberbia (me queda ya poco para abandonar definitivamente la universidad), sino desde un humorismo vago y amable. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, pero jamás habría imaginado que la disciplina socialmente más relevante y con mayor clientela en el siglo XXI fuera a ser la mía. Y no me complace demasiado, la verdad. Preferiría que las reinas siguieran siendo las de siempre. Ahora que las veo remendar sus antaño lujosos atavíos, pasear haciendo volatines con bolsos gastados y contonearse sobre zapatos sin suela por los pasillos de la universidad en busca de un poco de cariño, despiertan toda mi compasión y me hacen sentir culpable.

La causa de esta transformación había sido divisada por Walter Benjamín en los años treinta, cuando advirtió de la inevitable “estetización de la política”. Lo que iba a coincidir con una “politización de la estética”. El uso intensivo de técnicas propiamente estéticas que inauguraron los totalitarismos para manipular a las masas no ha cesado en absoluto sino que ha ido creciendo exponencialmente. En la actualidad la batalla política no enfrenta posiciones morales o éticas, de mayor o menor justicia y libertad, de representación oligárquica o proletaria, sino propuestas crudamente estéticas, pura imagen, puro simulacro, mercancía de tomo y lomo.

Como es lógico, la propaganda política construida con las técnicas de la publicidad, da mucha mayor importancia al impacto sensible que al razonamiento moral o a la descripción funcional. La equiparación del candidato con un paquete de detergente no es en absoluto una broma periodística. Ninguna campaña electoral puede ya razonar, no hay tiempo para ello ni dinero suficiente. Los candidatos a duras penas saben hablar. Los partidos se limitan a presentar un objeto atractivo para un segmento de clientela. Todo lo cual es archisabido, pero no por eso se detiene el proceso.

De ahí la fuerza de los nacionalismos como política máximamente esteticista. La mercancía “pueblo” tiene una enorme capacidad de seducción entre gentes que no quieren acceder a mercancías de mayor complejidad o que rechazan los utensilios intelectuales. El nacionalismo es la playstation más agresiva de la política y en diez años se ha adueñado del mercado. En Europa los partidos nacionalistas ya están diseñando los nuevos partidos de extrema derecha. Aquí tardarán un poco más en enterarse, pero llegarán.

La respuesta de Eagleton a tan inquietante panorama no me parece convincente. Creo que Eagleton es un pensador lastrado por un método, el marxista, que momifica todo lo que expone, incluso lo bueno. Llevado por sus principios propone una “repolitización de la estética”, lo cual es perfectamente inane. No hay en este momento una estética no politizada por las razones que él mismo ha expuesto, es decir, porque la política ya ES tan sólo estética.

Politizar la estética sería algo así como humedecer el mar.

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9 de octubre de 2006
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¿Gratis?… No, gracias

Un lector daba ayer su opinión sobre la injusticia, según él, que se comete en el Círculo de Bellas Artes al cobrar un euro a la entrada. Incluso achacaba a ese cobro el mal funcionamiento de su cafetería. También nos daba una recomendación sobre las bondades de la cafetería del Museo Reina Sofía, ese espacio creado por Nouvelle para mayor negocio de Sergi Arola. No me gusta discrepar, aún haciéndolo muchas veces, con la opinión de mis hipotéticos lectores. Al menos no hacerlo por escrito, cuando de opiniones hablamos. No me gusta convencer de casi nada, tengo pocas convicciones, pero sí me gustaría dar mi opinión sobre el cobrar o no en una actividad cultural, en un museo, una galería o una charla. Y también sobre las cafeterías del Círculo de Bellas Artes. Vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador.

No funcionan mejor las ofertas gratis en el mundo de la cultura. No acude menos gente al Círculo de Bellas Artes, ni siquiera a la cafetería, por cobrar un euro. Si a algunos interesados en las exposiciones, o simplemente en las vistas al mundo madrileño desde los ventanales, un euro les resulta excesivo, realmente podrán ir a pocos espacios. O tendrán que hacer la cola en los museos los días de la gratuidad. No creo que sea un gran problema para los consumidores de cultura el costo de un euro. No creo que la decisión de ver o no ver una exposición lo marque el euro de la entrada. Ni la de pasar a su cafetería que, a pesar de lo mejorable del servicio, es de precio moderado frente a otras de sus características.

Cuando nuestro lector, como ejemplo a la contra, nos habla de la gratuidad de la cafetería del Museo del Reina Sofía, comienzo a pensar que casi nada es lo que parece. Cualquier consumo en la cafetería del Reina es más caro que en la de Bellas Artes. Así, en el Reina te cobran el euro de manera sutil y sin portero. Y las visitas al museo, como es lógico, se cobran religiosa o ateamente. En el Bellas Artes, después del euro, no se cobra nada más. Y realmente hay exposiciones de una calidad y modernidad que muy bien podrían estar en nuestro museo de referencia de lo contemporáneo. Nuestro interlocutor nos habla del restaurante, o del espacio, de Sergi Arola. Pues amigo, usted ha debido tener suerte o es conocido preferente de ese cocinero estrella de los medios. Pocas veces nos hemos sentido tan burlados en un restaurante. Pocas hemos sentido tan descompensadas las relaciones calidad-precio. Y conocemos unos cuantos restaurantes. Es posible que el famoso renovador Arola, tan ocupado con sus negocios, su imagen y sus espacios abiertos para mayor gloria de su peculiar cocina, no pueda atender como se debe ese lugar del museo. También es posible que yo no tuviera suerte la primera vez, que la segunda la tuviera peor… Creo que no lo intentaré una tercera.

Desde luego no se me ocurre ir a comer al Círculo de Bellas Artes, y bien que me gustaría, pero no es un lugar para la gastronomía. Muchas veces lo hemos demandado con nulo resultado. Si alguna vez deciden mejorar la oferta culinaria, espero que la solución no sea que entre uno de esos cocineros modernos, mediáticos y experimentales. Que pongan su nombre y que cobren su marca mientras trabajan en otro de sus laboratorios. Y no estoy hablando de Adriá, ni de Arzac, ni Santamaría ni otros muchos. Hablo de otras elucubraciones con diseño.

Creo que tendría que haber un día en que, por madrileños, nos mereciéramos tener todo gratis allá por donde fuéramos. Algo así como lo que imaginaba Puyal, el pensador, para todos lo catalanes. Pero mientras eso nos llega, no es para tanto pagar un euro por encontrarte con el más hermoso  café del Madrid central y sus exposiciones.

Digo esto después de haber comprobado, para mi alegría y sorpresa, lo que ocurrió en el Festival Hay de Segovia, que se llenaron los foros para escuchar la charla de unos escritores más o menos conocidos y eso después de haber tenido que pagar siete euros. Por eso no va tanta gente a algunas presentaciones del Círculo, porque parecen muy rebajadas por el euro. Creo que deberían subir la entrada.

Dicho esto, confesaré que no pago nunca o casi nunca. Tengo mis trucos, esos sí, inconfesables. A mí, en caliente, también me molesta el euro de la entrada. En frío, me parece razonable, aunque demasiado barato. Tenemos tendencia a desconfiar de lo gratis. ¿No pagaría usted un euro por visitar el Retiro y que sus cafeterías, sus días y sus noches, estuvieran a la altura de nuestros deseos? Incluso, dos.

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6 de octubre de 2006
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EL DESCRÉDITO DE LOS PROFESIONALES

Al descrédito de las instituciones sigue ahora el descrédito de los profesionales. Las instituciones profesionales en cuanto instituciones habían caído hace más de medio siglo y tanto los gremios, como los sindicatos, como los colegios de cualquier especialidad se han manifestado como repetidos espacios de engaños y corrupciones.

Esperar que una institución profesional actue diligentemente, justamente y transparentemente hace tiempo que se convirtió en quimera. Sin embargo, la crisis de los últimos tiempos afecta directamente a los profesionales. E insólitamente porque "ser un porfesional" había constituido por sí mismo un rango fiable. Ahora ya no es así en casi ningún caso.

Ser un profesional de la política, de la comunicación, de la predicación religiosa, y no digamos del derecho, empieza a ser un revés. La gente se fía más de los que considera gentes comunes, vecinos iguales a él y no de aquellos que se yerguen como profesionales del problema. El público sigue con más decisión las recomendaciones de un amigo sobre un restaurante o una película que los consejos del profesional gastronómico o cinematográfico. El éxito de los lugares de encuentro en la red ha creado una enorme esfera de información e influencias  formada por gente del montón, seres anónimos que desplazan a los nombres selectos.

Acaso el primer fracaso del profesional procede del profundo fracaso de la política donde, en apenas un lustro, podía haberse llegado más lejos en mendacidad y corrupción pero dificilmente tan deprisa.

El político profesional ha perdido tanto crédito que incluso M. Brown, el líder de los conservadores británicos de reconocido carisma profesional, se presenta ante el electorado como un corriente padre de familia ante el electrodoméstico o el fregadero. Y ello mostrándolo a través de un vídeo doméstico que se cuelga en un YouTube cualquiera.

Los profesionales de la reparación en general, desde el mecánico de automóviles al fontanero, fueron de los primeros que sufrieron una prodigiosa mala fama pero hoy la devastación llega hasta los artistas. El amateur o incluso el no artista parece capaz de producir algo de valor o de criticar lo hecho dentro del mundo del arte. Más aún, en la producción general, la universidad de Harvard recomendó hace dos años a las empresas de servicios que no exigieran especiales conocimientos  a sus nuevos empleados. Tanto en este ámbito superior como en los subsectores de comunicaciones e informática parece recomendable no haber recibido una formación demasiado rigurosa puesto que en el extremo podría obstaculizar adaptaciones y cambio. La variabilidad de las funciones o la movilidad de los puestos de trabajo, característicos de la época, hacen más capaces a los que no han calificado demasiado su capacidad.

En general, pues, el demérito que está sufriendo la profesionalización abre una actualidad cada vez más desprovista de guías. El profesional aparece como un corporativista, interesado exclusivamente en su beneficio y tendente a aprovechar su saber abusando de la posición vulnerable de los otros. Explotando la debilidad del cliente en el momento de la separación matrimonial o del embargo bancario, la debilidad del paciente en el trance de la enfermedad, la debilidad del ciudadano temeroso o amedrentado ante el agente de seguros.

¿O qué decir de la crítica profesional en general? ¿De qué modo no recelar hoy de ocultas connivencias? Los periódicos, las emisoras parecen tomar partido por un partido. Y la justicia también. ¿Cómo no dudar de los jueces y de los periodistas? En Estados Unidos donde el descrédito de los profesionales sobrevino antes y los políticos trataron de no parecer como tales desde hace décadas fue best seller hace poco un libro titulado The Wisdom of Crowds, el juicio de la muchedumbre. No de las masas, ni de las multitudes. Tampoco de la muchedumbre en cuanto monstruo sin cabeza sino de la cabeza que se forma, como demuestran las diferentes wikipedias en la red, de las opiniones, conocimientos y sentido común de muchos, todos ellos confundidos y aceptados precisamente en cuanto no infectados profesionales.

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6 de octubre de 2006
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El señor embajador

La primera vez que vi personalmente a Jorge Edwards, paseaba con elegancia por un bar de Segovia con un whisky en la mano. Pasaba la medianoche e iban quedando solo algunos editores y escritores jóvenes, de los que no abandonan el bar hasta que los echen. Pero Edwards, que podía ser el padre de cualquiera de nosotros e incluso el abuelo de alguno, parecía fresco como una lechuga, contaba anécdotas, juzgaba la calidad de las copas, se divertía. A las tres de la mañana, cuando yo no podía más,  abandoné el bar. Edwards aún seguía ahí.

A la mañana siguiente, cuando bajé a remojar en café mi resaca, Edwards ya estaba en el comedor del hotel, tan hablador y simpático como la noche anterior. Por un momento pensé que seguía tomando el mismo whisky, pero estaba desayunando. Recordé entonces que la única palabra que aparece en su libro Persona non grata más veces que el nombre de Fidel Castro es “whisky”. Edwards no solo sabe de política. Sabe beber, que es algo mucho más importante para la vida práctica.

Hoy en día, Edwards se pasea por la política como por el bar. Habla de Cuba con el mismo desparpajo sonriente de viejo zorro que está ya de vuelta de todo. Pero no siempre fue así. De hecho, admite haber sido “un pésimo diplomático”.

-Es que solía decir demasiado lo que pensaba. Y tenía amigos que eran poetas ajenos al régimen, y que despertaban las suspicacias de la revolución. Al final opté por mis amigos. Y creo que hice bien.

Persona non grata es un retrato de la Cuba del 71, cuando la revolución empezaba a montar un Estado policial para contrarrestar el descontento producido por el bajo rendimiento de la economía. Para muchos de sus detractores, Edwards es un paranoico que veía micrófonos por todas partes:

-Cabrera Infante me dijo entonces que no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio. Mucha gente en esos días encontró en la delación –cierta o falsa- la mejor demostración de su lealtad revolucionaria. Y ya delataban tonterías. A veces, ni siquiera los policías les hacían caso.

En el libro, Fidel es retratado como una especie de titánico iluso, un hombre de prodigiosa memoria y una personalidad tan impetuosa como sus fantasías respecto a las posibilidades de la isla.

-Tenía una granja de experimentación en que pretendía producir quesos camembert. Y había miles de proyectos así. Había logrado a fuerza de su voluntad cambiar las leyes políticas de Cuba, y creía poder hacer lo mismo con las leyes de la naturaleza.

-¿Hace mucho que no viaja usted a Cuba? ¿Iría ahora?

-No. Pero no le temo al ataque, sino al abrazo. Creo que los coroneles del libro me tratarían muy bien y se harían fotos abrazándome. Y entonces, perdería a los amigos que no dejaron de hablarme cuando publiqué el libro.

Muchos escritores latinoamericanos de la generación de Edwards viven encaramados en sus pedestales y hablan con sentencias pontificias. A menudo incluso escriben con ellas, o valoran una prosa inaccesible como señal de buena literatura. Edwards no. Tanto en su habla como en sus libros, puede ser profundo y agudo sin dejar de usar un lenguaje transparente y fluido. O quizá más bien por eso. De hecho, es capaz de responder con dos palabras que muchos escritores nunca se atreven a decir:

-¿Y qué cree que pase en Cuba después de Castro?
-No sé.

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6 de octubre de 2006
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Ser o no ser (Hamlet)

Los signos están siempre; lo que varía es nuestra capacidad de leerlos, de encontrar el camino en el interior del bosque que conforman.

Mi hija más pequeña vino a casa con la tarea de leer Hamlet. Nos sentamos juntos con su ejemplar, el mío y media docena de libros de ensayos shakespirianos, de Frank Kermode a Harold Bloom. Le conté de la muerte por ahogamiento de Katherine Hamlet o Hamnet, en Stratford, cuando William tenía sólo dieciséis y una mente impresionable, capaz de registrar de manera indeleble a esa antecesora de Ofelia. Le hablé del pequeño Hamnet Shakespeare, el único hijo varón del poeta, muerto a los once años, y de la inevitable lectura del Hamlet shakespiriano como una suerte de hijo ideal: el príncipe de Dinamarca como el hijo que Shakespeare había soñado y perdió a mitad de camino. (Que William haya interpretado en escena al Fantasma del padre de Hamlet no hace más que agregar leña al fuego de esta intuición.) Le dije de los orígenes de la historia, tal como fue recogida por Saxo Grammaticus y posteriormente por Belleforest: en esas fuentes el príncipe Amleth es el protagonista de una historia de venganza, un claro antecesor del Montecristo de Dumas. Pero la reinvención que Shakespeare obró muestra a un Hamlet que, a diferencia de su versión original, no se lanza presto a la venganza, sino que la demora. En este sentido, Hamlet opera casi como una aporía: propone un camino pero posterga la llegada todo lo que puede.

Después de dejar a mi hija medio mareada, releí el capítulo que Harold C. Goddard dedica al dinamarqués en The Meaning of Shakespeare. Era un capítulo que ya había leído varias veces, como daban prueba los múltiples subrayados en tinta. Pero al leerlo esta nueva vez, lápiz en mano, fue como si nunca lo hubiese hecho antes: el texto me decía cosas que sin duda ya había leído en el pasado, pero que nunca había sabido entender –hasta ahora.

Yo había sugerido a mi hija que la duda hamletiana era una suerte de anomalía dentro de la estructura del drama, orientado desde el comienzo (desde sus fuentes, debería decir) hacia la obtención de la venganza. Goddard alzó entonces la voz, como si el libro mismo me hablase, para decirme que estaba equivocado: la duda no era una anomalía sino el corazón del asunto.

Lo primero que hace Goddard es describir las cualidades del personaje Hamlet. “A la vez un héroe y un soñador, duro y suave, cruel y gentil, brutal y angélico, como un león y como una paloma. Uno por uno, estos juicios están todos equivocados. Juntos son todos correctos,” dice Goddard. Para después rematar: “Y este hombre es convocado para matar. Es casi como si Jesús hubiese sido reclutado para desempeñar el rol de Napoleón”. Goddard sostiene que Hamlet era el negativo de su padre, un guerrero bestial; y que la misión que ese padre vuelto Fantasma encarga a su hijo entraña una violación, en tanto el asesinato, por más disfrazado de venganza que esté, es algo que repugna a la conciencia del príncipe.

Para probar esta interpretación Goddard revisa las obras que Shakespeare escribió antes y también después de Hamlet. “Injuria privada, disputa doméstica, revolución civil, conquista imperial: en cada una de sus obras Shakespeare demuestra que el derramamiento de sangre fundado en esas causas provoca aquello mismo que quería evitar; cómo, al igual que semillas que propagan su misma especie, la fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza,” dice Goddard, y al hablar parece referirse a Palestina, a Irak. “Las demoras en que Hamlet incurre, pues, no dan lugar a que se lo condene, sino por el contrario, le abren crédito”. Hamlet no duda porque sea pusilánime, duda porque busca razones que le permitan rechazar esa misión que aborrece, duda porque necesita argumentos de peso para negarse a cumplir los deseos de su propio padre: “La dramática lucha de Hamlet simboliza el intento perenne de la vida, enfrentada a fuerzas que quieren hacerla retroceder, por ascender a un nivel superior”.

Goddard contrasta ese Hamlet agónico con aquel que recibe a los actores en el castillo de Elsinore, “un hombre feliz como sólo puede serlo alguien en presencia de aquello para lo que fue hecho”. Este, dice Goddard, es “el Hamlet de Dios”. El artista. El poeta. El devoto de la imaginación como fuerza divina.

¿Y qué es lo que determina, entonces, la caida de Hamlet? Su falta de confianza en aquello que más ama, su falta de fe en el arte. Organiza la obra-dentro-de-la-obra, The Murder of Gonzago, para enfrentar a su tío Claudio a la culpa que debería sentir por haber muerto a su propio hermano, el ahora Fantasma. Pero cuando esa pequeña pieza dramática llega a su climax, Hamlet la interrumpe para anticipar su final y así impide que su tío contemple su crimen en el espejo del arte. La misma incitación con que Hamlet apura al actor que interpreta el crimen: Begin, murderer, es casi una exortación a sí mismo. Comienza, asesino, se dice, desplazando la mejor parte de sí mismo para abrir paso a la peor –al Hamlet del demonio, al asesino, al digno hijo de su padre genocida. Al completarse la venganza, Fortinbras solicita que se le concedan al príncipe muerto honores de guerrero. Es la ironía final: “Hamlet, que aspiraba a cosas más nobles, es tratado en su muerte como si fuese tan sólo una imagen de su padre”, dice Goddard. “Imaginación o violencia, Shakespeare parece decir: no existe otra alternativa”.

Al releer el ensayo de Goddard creí entender al fin el motivo por el que Hamlet me conmovió desde pequeño, la razón que me impulsaba a releer la obra tantas veces a lo largo de los años a pesar de –ahora era evidente- no entenderla del todo. Goddard me enseñó que Hamlet nos insta a perseverar en el intento por ascender a ese nivel superior de la conciencia –aun cuando nuestro embajador más brillante, el príncipe de Dinamarca, haya fracasado en el intento. Por algo el Hamlet moribundo solicita a Horacio que cuente su historia: porque entiende que su destino, aunque aciago, encierra la más valiosa de las enseñanzas. “Dos guerras mundiales en tres décadas –escribió Goddard, que moriría antes de ver su libro publicado y por ende antes de que ocurriesen tantas otras guerras- deberían habernos enseñado que no hemos interpretado la historia con la profundidad suficiente. Pero la poesía sí lo ha hecho. La más grande poesía describe al mundo como una pequeña citadela de nobleza amenazada por una barbarie inmensa, una vela temblequeante rodeada por una noche infinita”. Para Goddard, esa es la función última de la poesía, y por extensión del arte: “Defender al hombre de su propia brutalidad”.

Les pido perdón por la extensión de este texto. Es que creí encontrar lumbre en esta noche infinita, y no se me ocurrió otra cosa que compartirla.

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6 de octubre de 2006
Blogs de autor

EL PRECIO DE LOS LIBROS

Es poco común ver a un presidente que se dice progresista vetar una «Ley para el fomento de la lectura y el libro». Es lo que ocurrió en México y, al pasar unos días allá, el debate me pareció un ejemplo extremo de la diferencia entre dos mundos. Todo es posible, todavía, en México; en Francia no existe la ilusión de un posible cambio.

En el caso de México el tema sigue abierto por razones obvias: todos los grupos parlamentarios votaron a favor del precio único; Fox se va de la presidencia dentro de unas semanas. Queda pendiente una nueva iniciativa parlamentaria. La revista Letras Libres afirma que el 94% de los municipios del país no tiene librerías y el 40% de las existentes se concentra en la Ciudad de México.

Fox tomó su decisión para defender la libre competencia. Es decir que planteó el debate de manera muy clásica. Todos los profesionales del libro están a favor del precio único. Un debate del diario El Universal lo demuestra muy bien, al reconocer también lo que todos sabemos: el precio único no elimina las diferencias de tamaño entre las grandes cadenas comerciales y las pequeñas librerías.

Francia tiene una experiencia de un cuarto de siglo con el precio único. Fue instaurado por Jack Lang, ministro de cultura, unos meses después de la llegada de los socialistas al poder, y empezó a funcionar a principios de 1982. Es un precio más o menos único pues, a través de tarjetas de fidelidad de diversos tipos, que no rebajan el precio en el momento de la compra, se puede reducir en un 5% lo que es el precio definido por la casa editorial en el momento de la publicación. Esta diferencia influye en la compra de los libros caros (como la colección de La Pleiade o los libros de arte) que se venden sobre todo en grandes almacenes tipo Fnac. Otra consecuencia de la ley: los editores agotan las existencias en los almacenes para tener el derecho a cambiar el precio después de un cierto plazo; esto provoca la desaparición provisional de ciertas obras en el mercado.

Existe (en francés) un balance muy positivo y a veces triunfante de la política del precio único hecho por el ministerio francés de la cultura. En realidad, un cuarto de siglo después, es difícil ver una gran diferencia entre países europeos según su política del libro. En todas partes se nota la misma tendencia: desaparición de librerías independientes y/o con pequeña facturación, a pesar del precio único. Es curioso descubrir que se busca el precio único en México para amplir el número de librerías. Pero creo que es una buena idea: la tendencia en Francia se explica por otras razones. El precio no es el único elemento de competencia. La ubicación del lugar de venta y su tamaño (es decir, el número de clientes potenciales y el costo por libro de la instalación del producto en una tienda) influyen mucho. Esto para no hablar de la promoción.

Extrañamente, se habla muy poco de lo que fue la otra ambición de la ley sobre el precio único en Francia: mantener la diversidad editorial. En este aspecto, sí, creo que la ley tuvo un papel importante al permitir un negocio mínimo alrededor de los «pequeños» autores. Es algo que favorece también la venta de libros en línea, según la teoría de la «larga cola» de Chris Anderson, que ya comenté en el blog. En realidad un autor que tiene pocos lectores se apoya hoy en dos amigos: el precio único e Internet.

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6 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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