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Arte y cultura

Por 28 de septiembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Habrá que ir extendiendo la campaña. Como toda campaña, requiere una cierta conspiración de los iguales. Con sosiego, pero sin pausa, habrá que conspirar.

Aquellos que confiados en nuestra larga experiencia, nos pregunten sobre lo que hay que visitar aquí o alla, qué monumentos, qué museos, gente joven casi siempre, deberán recibir una respuesta honesta. Por ejemplo, desaconsejar muy seriamente cualquier visita de los museos parisinos. En realidad, de cualquier museo nacional masificado, a menos de que sea para estudiar una sola pieza, un solo autor. Dos, como mucho. Pero ni siquiera con esa condición deberá visitarse un estadio deportivo como El Louvre, o, todavía peor, el Quai D’Orsay. Han sido destruidos. Son irrecuperables.

En cambio, se impone decir la verdad sobre lo que queda de la llamada “cultura occidental”. No está agotada, ni mucho menos, pero ha cambiado de rumbo. Lo que ahora puede hacernos mejores, instruirnos, apagar el hervor de la sangre indignada, prepararnos a la meditación y el estudio, darnos paciencia para soportar la embestida de la estupidez oficial, en fin, mejorarnos por dentro y por fuera, son los lugares en donde todavía no han intervenido los funcionarios de la valoración artística, tanto políticos como mediáticos. Son tan difíciles de encontrar como lo eran, hace doscientos años, los Vermeer.

He aquí un ejemplo que acabo de recibir, un modelo de investigación artística, aplicable, naturalmente, a miles de lugares contemporáneos:

Hemos hecho un viaje por Eslovenia, este paisito de aquí al lado que, literalmente, me emociona. Fui feliz la mañana del sábado en el mercado de Maribor, con montones de puestecitos donde los hortelanos traían lo poco que tenían, unos nabos, unos tarros de miel, manzanas, zanahorias feas y verrugosas… Cada puesto era un bodegón de Sánchez Cotán, cada cara de vendedor un rostro de Rembrandt. Nos trajimos pimientos macedonios, polen, pipas de calabaza, deliciosas manzanas… En Lubliana comimos corzo con guindas y sopa de cebolla metida, como lo lees, en una hogacilla de pan. Había una dignidad extraña en muchas cosas y no acabaría nunca de mirar esas casas con sus tejados inmensos, desproporcionados a todo lo que no sea la lucha con los elementos (y por lo tanto bellos), con sus ventanucos puestos en sitios raros, sus aleros, sus zaguanes…

Naturalmente, se trata de un maestro y no hay que aspirar a tanto, él sabe dónde encontrar las piezas de caza mayor, lleva muchos años de estudio, análisis, comparación, concentración y reflexión. Sin embargo, todos, con nuestras modestas fuerzas, podemos alcanzar a ver piezas de cierta entidad.

Siempre recordaré con sumo agradecimiento la primera lección artística que recibí en mi vida. Fue en Venecia cuando todavía no soportaba más turismo que el habitual en las capitales europeas de los años sesenta. Mi cicerone, espléndido personaje que deseaba por encima de todo recibir la alternativa de manos de Ordóñez (aunque años más tarde sería catedrático de ontología), me paseó arriba y abajo por la ciudad, hasta que, llegado el momento decisivo, bajó la voz, miró con cuidado a derecha e izquierda, y me dijo que íbamos a visitar lo más importante que se conservaba en la antigua capital de la Serenísima. Su valor y belleza eran supremos, pero no resultaba fácil verlo en razón de su ocultamiento.

Me condujo al mercado de Rialto en cuyos sombrajos y bajo los arcos góticos relucían las berenjenas cardenalicias, las montañas de esa rúcola que sabe a humo de castaño, los quesos como ruedas de molino, las enormes rayas desmayadas sobre hielo y hojas de col, las siete calidades de pera otoñal con sus diferentes aromas tan bien analizados por Charlus en “La Recherche”, la incomparable riqueza, la cultura de una sociedad que sabía desde hacía siglos que el valor de una ciudad se mide en el mercado, como dicen los economistas.

Desde entonces, cada vez que llego a un lugar desconocido acudo a los mercados para tener un juicio de base, sólido, fundamental, sobre el cual todo lo demás será edificado como pura consecuencia. Ya lo decía Marx. Aunque ahora mismo no recuerdo si era partidario.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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