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Haneke demuestra que el cine está vivo

Acabo de ver Caché, la última película de Michael Haneke, mientras caía sobre la ciudad un granizo tan blanco como violento; no puedo imaginar escenario más adecuado.

Mi debut con la obra de Haneke tuvo lugar con Funny Games, una de sus primeras películas, realizada en Austria. Me pareció uno de los filmes más inquietantes que vi en muchísimo tiempo. No sólo por su argumento, que ya lo es de por sí: una familia (padre, madre, hijo) llega a su casa de fin de semana, al borde de un lago idílico. Pronto reciben la visita de dos jóvenes educados y bien vestidos, a quienes identifican como huéspedes de sus vecinos, que se presentan en la casa solicitando el préstamo de algunos huevos. Casi de inmediato toman a la familia como rehén y la someten a una serie de juegos sádicos. Esta historia, que en manos de un cineasta hollywoodense se habría limitado a un ejercicio de género, es empleada por Haneke para dinamitar las convenciones a que nos hemos habituado después de tanto ver cine basura. No hay happy ending, no hay psicologismo (nunca se explica nada respecto de las motivaciones de los agresores), ni siquiera hay catarsis; el único momento catártico se revela enseguida como falso, porque además a Haneke le gusta jugar con las superficies del relato: uno de los victimarios se dirige de tanto en tanto a cámara (nos dice, por ejemplo, que todavía no hará tal cosa, porque aún no se llegó a la duración promedio de un largometraje), pero la ruptura del realismo no disminuye en nada la violencia de la narración –que es espeluznante, incluso cuando transcurre casi siempre fuera de cuadro.

Caché reitera la mayor parte de esas marcas de autor. Aquí hay otra familia acomodada (padre, madre, hijo) que comienza a recibir en su casa videos de alguien que, de esa manera, les demuestra que los está vigilando. Ese alguien no pide nada, no reclama nada: se limita a entregar los videos envueltos por un papel con un dibujo infantil, a veces un niño con sangre en la boca, a veces una gallina degollada. Esta presencia informe colabora a desnudar cuán leves y equívocos son los lazos que unen a este grupo de familia; y a la vez saca a flote una vieja culpa, que dado que Haneke filmó en Francia tiene que ver con un episodio negro de la guerra contra Argelia, pero que –como él mismo ha aclarado en infinidad de entrevistas- podría transcurrir en cualquier otro país que tenga una industria cinematográfica pujante, porque si hay algo que sobra en los países poderosos son los motivos para sentir culpa. El hecho que dispara esa culpa pertenece al pasado, pero sus consecuencias son presentes, porque la cuestión aquí es qué se hace con ese sentimiento –y Georges (Daniel Auteuil, siempre admirable) no hace nada más que seguir huyendo de la culpa, mediante mentiras y si es necesario mediante canalladas. Haneke se cuida, además, de evitar que el espectador se tranquilice atribuyendo ese peso a circunstancias históricas: cuando Georges discute acaloradamente con un ciclista negro, Haneke sugiere cuán vigentes son algunas culpabilidades en esta Francia de hoy, tan aficionada a expulsar extranjeros “indeseables”.

Aquí también juega Haneke con los tiempos (aunque no existe nada tan radical como la interminable, por terrible, escena de Funny Games en que el padre lucha por deshacerse de las ataduras) y asimismo con las superficies del relato, confundiéndonos gracias a la existencia de las cintas grabadas en el argumento del filme: al negarse a representar el video con grano, nos roba la posibilidad de identificar cuándo estamos viendo algo “real”, y cuando algo grabado por aquel que vigila a la familia.

Haneke no hace películas de esas que lo mueven a uno a salir bailando del cine. Pero tampoco es de esos autores que confunden inteligencia con aburrimiento: sus películas lo agarran a uno por el cuello y no lo sueltan. Lo que yo le agradezco es que me recuerde cuán participativo puede ser el rol del espectador. En sus películas no hay seguridades, nunca nada va hacia donde parece ir y la mayoría de las preguntas quedan sin respuesta. (Sin respuesta predigerida y regurgitada, quiero decir.) La mayoría de los cineastas considera que el espectador es un apéndice de la butaca, como el posavasos que hoy es tan habitual en los multiplexes; Haneke, en cambio, me invita a participar de su juego. Ya no recuerdo si alguna vez me ocurrió algo parecido a lo que me produjo el plano final de Caché, un plano fijo y general que me obligó a preguntarme una y otra vez qué era lo que estaba viendo. Menos mal que la vi en DVD: tuve que volver hacia atrás para cerciorarme.

Tengo entendido que Haneke está rehaciendo Funny Games para el mercado en inglés, con Naomi Watt como protagonista. Tendría que haberla hecho con Tom Hanks y Meg Ryan, para devastar de una vez y para siempre la mirada del espectador cautivo de Hollywood.

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28 de julio de 2006
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EL VERANEO Y LA REVOLUCIÓN

Este fin de semana partirán de Madrid, de París, de Londres, de Berlín o de Roma, millones de trabajadores y empleados para disfrutar sus vacaciones. El Frente Popular francés inauguró en los años treinta del siglo XX la conquista de las vacaciones pagadas y desde entonces, salvada la segunda guerra mundial y otras guerras, los obreros se sacaron el mono, como en un rito de liberación, durante los veinte o treinta días continuados en los estíos. El verano, la vacación y la liberación se juntaron como cercanas categorías simbólicas en la cultura del capitalismo industrial.

¿Qué sucede ahora con la sociedad del conocimiento y el capitalismo de ficción? Poco más o menos que quienes veranean según el concepto tradicional son cada vez menos y llegarán a ser sólo los miembros de una pequeñísima elite. Los obreros industriales siguen repitiendo la procesión del veraneo cada vez con más oportunidades de traslado puesto que en España, en virtud de la residencia secundaria, se ha llegado a la media nacional de una casa por cada dos habitantes y los viajes valen cada vez menos.

No es necesario hablar de la exigua calidad y peores condición de esas segundas residencias reducidas con frecuencia a la menesterosidad de una construcción indigna y un emplazamiento de vertedero. Con todo, el ejército obrero industrial cambia el sudor de la factoría por las infernales penalidades de la convivencia familiar en los entornos de la playa tórrida. Los campesinos, de su parte, no cambian, en general, prácticamente nada. Su conspicua idea de la tierra sigue decidiendo que su puesto natural se encuentra allí, en el predio donde nació y del que se nutre, trabajo y ocio se entrecruzan en su secular dedicación del mismo modo que paradójicamente está ocurriendo con el más reciente escalón del quehacer productivo.

¿Los nuevos empleos? Douglas Coupland empezó sus novelas reportaje con Microsiervos donde recogía su experiencia de algunos meses dentro de la empresa Microsoft, emblema de la sociedad del conocimiento y de la nueva etapa del capitalismo de ficción (véase El estilo del mundo. Anagrama, 2003)

¿Vacaciones para los microsiervos? El concepto huele en Estados Unidos a rancio y correspondiente a un tiempo donde todavía se aludía a la explotación y la revolución. Hoy la vacación entre los jóvenes empleados norteamericanos se ha desvanecido en las jornadas semanales de casi 60 horas y hasta dos o tres años continuados sin fines de semana ni salidas de excursión netamente extralaboral.

El tiempo de ocio se ha mezclado con el trabajo y viceversa. Se vive sin contraponer la parcela personal a la laboral puesto que la laboral ha llegado hasta las cenas de amigos y matrimonios, la presencia del portátil y el móvil empresarial en cualquier momento del día o del año, del descanso o del viaje.

Pero ¿cómo liberarse de esta esfera absoluta? No ya batallando sindicalmente al modo rotundo del Frente Popular y reivindicando mayor periodo de asueto como pretendió la fracasada semana francesa de 35 horas. El asueto se ha disuelto silenciosamente y en su lugar va creciendo una forma de vida que no será definida propiamente como laboral sino sospechosamente “integral”.

Reclamar, por tanto, mayor calidad de vida no será otra cosa que demandar redundantemente mayor calidad de vida lo que supone, indispensablemente, incorporar los periodos de maternidad, de paternidad, de entretenimiento, de diversión, de curación o de soledad en el contrato general de producción social.

No seremos trabajadores en un momento y veraneantes después. Ni seremos dependientes unos días y otros no. El objetivo a conquistar por el trabajador en la sociedad del conocimiento es hacer valer su imperio sobre los medios de producción, la propiedad de su herramienta decisiva que es el saber y, a partir de esa fuerza determinar la organización, sus ritmos, sus circunstancias, sus necesidades de amor, de creación, de innovación, como base del beneficio para todos. ¿Reaparición de una utopía? Efectivamente. ¿No nos quejábamos de su insoportable ausencia?

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27 de julio de 2006
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Paseando por el bosque de los signos

Creo haber hablado alguna vez de la naturaleza física de nuestra relación con los libros, que comienza con el tacto: nuestros dedos que exploran su naturaleza con timidez, cuando todavía son nuevos, hasta que la relación se va convirtiendo en familiar durante la lectura; les dejamos marcas, así como ellos –los mejores, aunque de manera más imperceptible que la de una mancha de café sobre la hoja- nos dejan marcas a nosotros. ¿Pero qué ocurre con los libros que compramos y no leemos? Muchos languidecen en su estante, jamás obtendrán su oportunidad. Pero otros esperan. Saben que su hora llegará. En algún momento nos reencontraremos con ellos, y recordaremos la razón por la que los compramos, o encontraremos una nueva, y de esa manera esos libros, aunque objetivamente viejos, se volverán nuevos para nosotros. ¡Me ha pasado tantas veces…!

Esta vez me ocurrió con Emperor of the Air, el primer libro de relatos de Ethan Canin. (Hay una edición en español: Salamandra, si no me equivoco.) La edición es de 1989. Sus páginas ya están amarillas. Adentro conservo un señalador de la librería Doubleday de la Quinta Avenida, en New York, que sin dudas es el sitio donde lo compré. No tengo recuerdo cierto de haber leído el libro; tan sólo una vaga sensación de haberlo hecho, por lo menos algunos de los cuentos. Lo único incontestable es que no me dejó marca alguna, por lo menos consciente: todavía no era su momento.

Ese momento le llegó ahora, cuando buscaba material para organizar un seminario sobre guiones cinematográficos adaptados de fuentes literarias. Se me ocurrió que un cuento podía presentar una posibilidad más clara que una novela. Probé suerte con el primer relato, que da título al libro. Sobre el final encontré unas frases que me hicieron pensar en la visión de la vida que depliega Kamchatka, una de mis novelas: “A las tres semanas el embrión humano tiene branquias en su cuello, como un pez; a las seis semanas, las membranas de los anfibios todavía conectan sus rudimentarios dedos. Milagros. Esto es verdad en la naturaleza en general. La evolución de quinientos millones de años es imitada en cada gestación: aves que en el huevo se ven como peces; peces que emergen como sus ancestros carentes de espina dorsal, parecidos a hojas… Cualquiera que haya visto dividirse una célula podría haber inventado la religión”. Un poco más adelante, en Pitch Memory, encontré un personaje que pegaba su oreja a una radio y podía identificar cada nota de las melodías que propalaba, como la niña de La batalla del calentamiento, mi nueva novela. Sentí un escalofrío. ¿Era Canin un hermano del alma, tal como parecía, o alguien me estaba proporcionando secretamente elementos para mi propia ficción? Se me ocurrió un argumento digno de Stephen King: un escritor que descubre un libro viejo en su biblioteca que contiene el germen de todas las historias que ha escrito, y empieza a preguntarse si el libro se las ha “dictado” de alguna forma misteriosa, o algo mucho peor, si simplemente las ha plagiado. ¡Eso sí que podría ser llamado la angustia de las influencias!

La cuestión es que me quedé prendado de Canin, y me puse a googlear. Descubrí que en un momento dudó de su capacidad para ganarse la vida escribiendo y se puso a estudiar medicina, saber que ejerció hasta no hace mucho; y que tiene varios libros más, que me anoté mentalmente para conseguir a la primera de cambio, en especial su última novela, Carry Me Across the Water. Fue cuando espiaba el archivo del The New York Times que descubrí la crítica de este libro, firmada por la pluma más respetada del periodismo literario, Michiko Kakutani. Esta mujer trata a Canin con cierta condescendencia, y no deja de reconocerle valores a la novela (que de cualquier forma me compraré, Michiko o no Michiko), pero le hace una objeción capital que me dejó pensando: “Esta novela sufre de una cierta falta de pasión,” dice. “Es una performance muy profesional y pulida, pero nunca más que eso: una performance compuesta con cuidado, pero de alguna forma carente de sentimiento profundo”.

Ustedes disculpen, pero para mí, un crítico que le reclama al escritor pasión y sentimiento es una novedad. En mi país, una novela que exhibe pasión es una novela que se arriesga a ser destrozada, salvo que pertenezca a un escritor consagrado: se le perdona a David Viñas lo que se castigaría en un advenedizo. Aquí la ambición está proscripta, salvo que se trate de ambición puramente literaria, en un sentido endogámico: la clase de pasión que gana aplausos de los amigos académicos pero espanta lectores. ¿Y “sentimiento profundo”? ¿Qué es eso? Aquí, por definición, una novela elogiada no puede sino ser una novela químicamente desprovista de sentimiento: cualquier efusión de esa naturaleza la convierte en indigna de ser recomendada en los medios.

Yo creo que el pobre Canin tiene sentimiento, mucho más que cincuenta escritores argentinos juntos; pero también comprendo que Kakutani sienta que sus personajes son tan decorosos que pecan por ello, y que por eso les reclame una pasión que los incite a quebrar moldes –lo cual incluiría, creo, moldes literarios.

También creo que esta vida es un bosque de signos (como las bibliotecas, como Canin, como las frases que cierra la crítica de Kakutani), que están al alcance de nuestra mano pero que sólo decodificamos cuando llega su momento.

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27 de julio de 2006
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Carlitos y Estados Unidos

Cuando era niño, Lima me parecía horrible. Había bombas y apagones. No podías salir por la calle tranquilamente. Todos los niños de mi edad estaba obsesionados con el sexo y yo ni siquiera sabía qué era eso. Todos jugaban fútbol y a mí me daba miedo. Solía encerrarme a leer en mi cuarto y olvidarme del mundo. Me consideraba más inteligente que los demás, y atribuía a ello mi incapacidad para relacionarme. Hasta que llegó Carlitos.

A Carlitos lo trajo su mamá de la mano una tarde. Había visto que yo vivía en el edificio, y creía que podríamos ser amigos. Me había visto llevar libros, y consideraba que yo debía ser un chico decente. No sé si tenía razón, pero Carlitos y yo nos hicimos amigos rápidamente. Supongo que me hacía falta hablar con un ser humano.

El padre de Carlitos era almirante de la Marina, y la familia había pasado una temporada en la base americana de Naples. Desde entonces, eran fanáticos de los Estados Unidos. Todo lo que viniera de allá les gustaba. Carlitos tenía hasta guantes de béisbol que nadie sabía usar. Y su madre, cuando algo le parecía muy moderno, solía decir que era “como allá”. “Allá” significaba América, el paraíso. Comparaban todo lo peruano con “allá” y lo despreciaban. También el padre tenía esa afición. Llegaba a la casa, bajaba del auto escoltado por dos camionetas de seguridad con cristales polarizados y le decía a Carlitos:

Hey Paul, did you do your homework?

Yes, dad –respondía mi amigo. Nunca los escuché hablar en castellano.

Por supuesto, el hermano mayor de Carlitos fue enviado a estudiar a EEUU. Carlitos siempre hablaba de lo bien que le iba, de cómo se divertía, de todo lo que se compraba allá. Pero tres años después, cuando el hermano regresó, había perdido por lo menos diez kilos. Por entonces, éramos ya unos adolescentes, y al hermano le gustaba alardear de sus juergas en EEUU. Decía que mucha gente se pasaba la vida estudiando y trabajando, pero que él se había farreado cada minuto de los últimos años, y eso lo hacía sentirse satisfecho con su vida.

Meses después, el hermano fue preso. Lo capturaron cuando intentaba pasar cocaína hacia Miami. En atención a su padre el almirante, consiguió una celda especial en el presidio. Murió de SIDA ahí mismo un año después.

Según la cadena de mando, el padre de Carlitos estaba destinado a ser comandante general de la Marina. Su hoja de servicios era impecable, y había hecho una carrera brillante. Pero el gobierno truncó sus planes: se saltó a su promoción para poner a una más afín a sus propósitos. Súbita e injustamente, el papá de Carlitos se encontró en el retiro.

Por supuesto, viajó a Estados Unidos para ver si conseguía un lugar ahí, en alguna escuela naval. Pero estaba acostumbrado a sus honores militares y su estatuto semi diplomático. Esta vez, en cambio, en Houston lo detuvieron y revisaron. Quizá porque llevaba el apellido de su hijo, o quizá por el acoso que los americanos empezaban a hacerle a los militares fujimoristas. No se sabe. El caso es que lo tuvieron cuatro horas en una oficina del aeropuerto, la experiencia más humillante a la que se había sometido. Al final se embarcó en el siguiente vuelo a Miami para regresar, pero su corazón no resistió la experiencia. Murió durante la escala.

Hoy he pasado por la antigua casa de Carlitos, que ha sido reformada y ampliada. Pero mi viejo amigo ya no vive ahí. Me han dicho que está en Carolina del Norte, trabajando para un canal de televisión hispano. Su madre también vive ahí, o más bien, “allá”. Parece que está contenta, al fin.

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27 de julio de 2006
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¿Qué clase de latinos triunfan en USA?

Dice el diario El País que dice la prensa mexicana que dice la revista Fortune (en estos días las cosas son así, la experiencia directa es algo que se trata de evitar: ¡tan desagradable y tan dañina, parece, como los cigarrillos!) que ha confeccionado una lista de los latinoamericanos más ricos de Hollywood y que esa lista está encabezada por Jennifer López, con 225 millones de dólares que equivaldrían a 177 millones de euros. Lo primero que me pregunté fue qué era lo que buscaban en los Estados Unidos, y particularmente en Hollywood, de los latinoamericanos. Está claro que no se trata de talento actoral, cosa que Jennifer López posee tan sólo en dosis homeopáticas. También está claro que no se trata de talento para la música, puesto que Jennifer tiene una voz pequeña y su pop-rock es más que convencional. Se me ocurrió entonces que López encarnaba un tipo de belleza étnica que a los norteamericanos les encanta adosar a su paleta; y después reparé en su característica más saliente, lo cual hizo que la conclusión se volviese inevitable. En Hollywood nos quieren para que pongamos el culo.

  Recorrer el resto de la lista no ayudó a que disipase mi impresión inicial. Después viene Salma Hayek, que sí es una belleza más allá de toda consideración étnica. (Aunque no puedo olvidar, y mucho menos en estos días, el componente libanés de su sangre.) Y un poco más adelante está Shakira, cuyo éxito en los Estados Unidos se debe más a su capacidad de agitar el pandeiro que a sus canciones. A la gran mayoría de los norteamericanos de hoy la música le entra por los ojos. No imagino que Jessica Simpson tenga gran predicamento entre los ciegos.

Menos mal que Salma nos ayuda a conservar la dignidad. Es una chica lista, a quien le gusta jugarse por proyectos que se escapan de lo que el mercado de USA espera de nosotros: la película sobre Frida Kahlo que dirigió Julie Taymor, por ejemplo. Cualquier niño que, como Salma, haya decidido dedicarse a la actuación después de ver Willy Wonka y la fábrica de chocolates (la versión vieja con Gene Wilder, no la de Johnny Depp) merece de por sí todos mis respetos.  Y además parece una mujer sensata: salió de inmediato a desmentir lo de la presunta lista de Fortune, diciendo que no tiene semejante fortuna y que si la tuviese se retiraría para dedicarse a ayudar a los pobres.

Por supuesto, esta tendencia de Hollywood no es nueva. Desde los comienzos los latinos sólo les hemos servido para aportar color, desde Valentino a Antonio Banderas, desde Carmen Miranda a Michelle Rodríguez. Somos el sidekick, el bandido, el pistolero. Somos la bomba sexual de cintura estrecha y posaderas anchas, con Rita Hayworth (nacida Margarita Cansino) como estrella guía. Ella fue la pobre que comentó: “Los hombres se van a acostar con Gilda y se despiertan conmigo”. Por algo su vida la condujo rápidamente a un ocaso de drogas y de alcohol; cómo no entenderla, a esta pobre Margarita devenida Margot. En este sentido me divierte que Salma esté produciendo la versión norteamericana de Betty la fea: si consigue imponer allí la historia de una mujer que va a contrapelo de los cánones de belleza habituales, su triunfo será doble.

En estos días en que el Mercosur aspira a crear un banco que financie a los países que lo componen, prescindiendo del FMI y de los prestamos de las naciones más poderosas; en estos días en que Argentina y Brasil se deciden a sostener su intercambio en una moneda que ya no sean los dólares, me asiste más que nunca la esperanza de que persistamos en nuestro camino individual, por supuesto sin perder la mirada panorámica en un mundo cada vez más interdependiente. Llegó la hora de crear nuestro propio Hollywood, de potenciar nuestra circulación cultural: ¿no tienen ustedes, como yo, la sensación de que se avecina nuestro momento?

Y en la medida de lo posible, repatriemos a Salma.

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26 de julio de 2006
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Hombre que observa

Supe del escritor peruano Daniel Alarcón hace unos tres años, cuando publicó un cuento en The New Yorker, lo cual provocó mi más profunda envidia. Poco después, además, me enteré que era un par de años menor que yo, y eso convirtió mi envidia en hostil fijación. Leí el cuento con la esperanza de que fuese lamentable, y lo peor es que era muy bueno. Así que mi amargura se convirtió en el odio más abyecto.

Finalmente, lo conocí en persona en Madrid, en un congreso de literatura peruana. Fingí ser su amigo con el deseo secreto de empujarlo a una autopista o arrojarlo por las escaleras del metro. Y sin embargo, empezamos a coincidir en muchas cosas, y contra mi voluntad, terminamos haciéndonos amigos. 

Daniel nació en Perú pero su familia viajó a EE UU cuando era un bebé y él se crió en Alabama. Con los años recuperó su español y estudió antropología. Viajó a África y a China y a miles de sitios más. Y pasó unos meses en Perú, residiendo en el barrio popular de San Juan de Lurigancho, donde le decían “el norteamerincaico”. Ahora vive en Oakland.

En consecuencia, lo más extraño de su libro de cuentos Guerra a la luz de las velas es precisamente lo ilocalizable de su autor. Los narradores de estas historias parecen no tener un lugar en el mundo: narran en Nueva York, Yungay o Lima, pero no parecen sentirse cómodos en ninguno de esos lugares, como si los observasen desde Saturno. De hecho, Daniel no sólo narra de lugares a los que no pertenece, sino también de clases sociales que no son la suya ni lo serían de haberse quedado en el Perú: los que viven en el cinturón de miseria, los provincianos sin futuro, los inmigrantes de una Lima despiadada y gris.

Muchos de los cuentos están ambientados en Perú y trata temas sociales. En uno de ellos, un senderista trata de encontrar perros para colgarlos de los postes como acto político. Otro narra la historia de un desaparecido de la guerra contrasubversiva del Perú. Ni siquiera esos personajes parecen poseídos por la convicción que uno les supondría. Más bien, actúan como arrastrados por fuerzas que los superan, y que los llevan de un lado a otro más allá de su voluntad.

Otros cuentos parecen surgir de experiencias más personales: Ausencia o Suicidio en la Tercera Avenida parecen testimonios más personales en los que se invierte la perspectiva: son extranjeros o descendientes de extranjeros en Nueva York, tan ajenos como los demás a lo que les rodea, tan incapaces de liberarse de lo que son y lo que llevan consigo que ni siquiera se esfuerzan por intentarlo.

Hay una imagen recurrente en el libro que grafica esa visión de la realidad: la del derrumbe que arrasó el pueblo de Yungay. Nada quedó ahí más que el campanario de la iglesia sobresaliendo del lodo. Una aldea a la intemperie, sometida una vez más a fuerzas que escapan a su comprensión, incapaz de nada más que dejarse ahogar por la tierra.

Desde aquella vez en Madrid, he visto a Daniel Alarcón en Miami, Oakland, Perú y Bolivia. Es un hombre discreto y parco, a cuyo lado siempre parezco una especie de chiquilla escandalosa. Pero siempre parece estar observando todo lo que ocurre a su alrededor, en cada nuevo escenario. Supongo que está mirando la paleta con que dibuja su universo particular, un universo ajeno incluso para él mismo, teñido de soledad pero dotado de una aguda representación de la condición humana.

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26 de julio de 2006
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LA INSOPORTABLE LENTITUD DE LA JUSTICIA

Nuevos datos sobre los retrasos de la justicia en España hacen ver que cada día que pasa se amontona un número mayor de casos pendientes o sin comenzar a resolver.

Continuamente emergen en las noticias, como restos de ahogados y pecios, nombres y circunstancias de asesinatos, estafas, violaciones o enormes atentados terroristas cuya resolución ha quedado engullida por el transcurso de procedimientos, arrastrándose por las dependencias de los juzgados. ¿Es justicia esta desidia fatal?

Cualquier democracia debería perder el nombre de tal no siendo capaz de juzgar a su debido tiempo. Las demoras, estas insoportables demoras de la justicia española, convierten la equidad en un trapo viejo y la efectividad de un Estado de Derecho en una retórica de guardarropía.

De la misma manera que un sistema electoral se hace sospechoso de inmoralidad cuando sus resultados no se proclaman a tiempo, los espantosos retrasos en la aplicación de las leyes convierten al poder judicial en un mostrenco y al sistema democrático entero en una representación de madera.

Cuesta trabajo explicar por qué no se aligeran los procesos, por qué no se arbitran los presupuestos necesarios, por qué no se remueve a los jueces holgazanes y no se asista, año tras año al abrumador conocimiento de que millones de casos judiciales (2.178.00 actualmente) se encuentran pendientes y su pila no cesa de crecer. ¿El proceso de Kafka? ¿Las pesadillas ante los anacrónicos términos procesales? ¿El horror de la actuación judicial y su cohorte de personajes de ultratumba?

¿Democracia? No será posible aceptar que se vive en democracia sin vivir con justicia. Y no hay justicia, no importa cómo se defina, si su determinación, su verdad, su definición del inocente y del culpable se extravía años y años en medio de legajos, escritos y métodos arcaicos, menesterosidad profesional, tortuosidades y dilaciones inhumanas.

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26 de julio de 2006
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La ciudad y el perro

Lay Fun no es el tipo de animalito que quieres como mascota. Pesa unos cincuenta kilos y tiene ese sentido de la guerra que caracteriza a los rottweilers. De hecho, ha matado a un hombre. Pero lo más extraño es que, ahí donde lo ven, es un héroe nacional.

La historia comenzó cuando Lay Fun trabajaba como vigilante de seguridad en un estacionamiento de la avenida Abancay, en el barrio del Cercado de Lima. Por lo común, se limitaba a gruñirle a los sospechosos, trabajo de rutina y mal pagado, pero que desempeñaba con eficiencia. Hasta que una noche, un ladrón decidió entrar a robarse los electrodomésticos del lugar.

El plan del ratero era perfecto: soltaría a un gato en el estacionamiento para distraer al guardián y luego entraría. Pero Lay Fun no era tan fácil de engañar: se abalanzó sobre el ladrón con tal ansia que le abrió una arteria femoral a mordiscos. Al delincuente le bastaron unos veinte minutos en el suelo para morir desangrado.

Lay Fun y el gato fueron detenidos poco después, y llevados a un centro antirrábico. La ley considera responsable por las lesiones al dueño del perro. Pero el propietario se había dado a la fuga. La solución habitual en estos casos, como señalaron los periódicos, es sacrificar al perro.

Sin embargo, al día siguiente, había una manifestación enfrente del centro antirrábico. Más de cien personas exigían la inmediata excarcelación de Lay Fun: “sólo ha cumplido con su deber” afirmaban algunos. “La culpa es del ladrón. Total ¿Para qué se mete?” añadían otros. Las pancartas rezaban “Libertad para Lay Fun”, “Lay Fun = héroe”, “Lay Fun, estamos contigo”. Muchos de los participantes en la marcha expresaron su voluntad de adoptar al perro. Algunos activistas de la Asociación Amigos de los Animales trataron de ingresar en el centro antirrábico, pero fueron repelidos sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza. Posteriormente, un abogado se hizo cargo del caso. Según afirmó, representaría también al hermano de Lay Fun, Lay Fa, momentáneamente hospitalizado debido al ataque de un gato.

La historia de Lay Fun y su incierto destino fueron portada de varios diarios de la capital durante toda la semana. El debate oscureció inclusive las fechas previas al cambio de mando. Todo el mundo quería participar en la polémica: ¿debe ser sacrificado Lay Fun?, ¿o debe ser liberado por haber cumplido con su deber hasta las últimas consecuencias? Chats, mails, diarios, foros públicos. Lay Fun es el personaje de la semana.

Y es que, en una sociedad harta de la política y escéptica sobre su futuro, el debate político se traduce en otros ámbitos. En una ciudad insegura y violenta, cunde el miedo. Lay Fun representa la admiración por las soluciones contundentes. Y el ladrón, a pesar del dudoso currículo de ser humano, es sólo un criminal. Nadie sabe siquiera cómo se llama. Para la opinión pública, su vida vale menos que la de un animal. 

La historia tuvo un final feliz para los defensores de Lay Fun: la policía nacional decidió reclutar a Lay Fun para la guardia canina. No sólo le salvaron la vida, sino la pusieron al servicio de la nación. Fue recibido en la escuela policial como un ejemplo.

Mientras tanto, el gato del ladrón permanece olvidado en una jaula del centro antirrábico. En la última imagen que la televisión transmitió de él, lo acompañaba una lata de atún vacía. El propietario de Lay Fun permanece en paradero desconocido. Y el muerto sigue muerto, y aún carece de nombre.

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25 de julio de 2006
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La historia del cine al alcance de la mano

No es justo. Mi hija Agustina, que estudia el primer año de la carrera de cine, vive en estos tiempos en base a una dieta de clásicos. Todos los días me comenta algo parecido. “Hoy vi El perro andaluz”. “Hoy vi Intolerancia”. “Hoy vi El gabinete del doctor Caligari…” Con lo cual me pone en situaciones incómodas, tratándose de un padre que vive del cine y que encuentra en esta sapiencia una fuente importante de autoridad. Er, um, no, yo no vi Alemania año cero. Oj, ah, no, yo no vi Paisá. Al paso que vamos, mi hija sabrá más de cine que yo en muy poco tiempo.

Lo que me mata es la facilidad con que puede hacerlo. Se va al videoclub o al DVD club, y ya: allí lo tiene todo, la historia del cine al alcance de su mano. Cuando yo tenía su edad no había videoclubes, y si los había sólo abundaban en pavadas: los clásicos eran la excepción que confirmaba la regla, la mayoría se limitaba a los cortos de Chaplin y de Laurel & Hardy, que según parece son las únicas películas viejas que a la gente común le gusta ver. Para construir algo parecido a una verdadera cultura cinematográfica había que fatigar salas especializadas como la de Hebraica o la Leopoldo Lugones, del Teatro San Martín, que como imaginarán no quedaban precisamente a la vuelta de mi casa. Si organizaban ciclos, cosa que ocurría muy a menudo, eso significaba que uno repetiría la excursión diariamente, porque hoy daban Sin aliento pero mañana daban Pierrot Le Fou y pasado Alphaville y uno no podía darse el lujo de perdérselas porque no sabía cuándo surgiría otra oportunidad parecida. Todavía recuerdo cuando vi Citizen Kane por vez primera en el cine Arte: éramos cuatro personas y una rata, que antes de que comenzase la función se paseaba por el borde de la pantalla, recortándose contra el fondo blanco.

Que quede claro que estoy bromeando: amo la idea de que mis hijas me superen. Milena, por ejemplo, habla a los catorce mejor inglés que yo. Este logro tiene una razón parangonable a la de Agustina con el cine. Yo aprendí inglés yendo a una academia gracias a la porfía de mi madre, que resistió heroicamente todos mis intentos de deserción, y finalmente gracias a Los Beatles y al deseo de entender mi cine favorito y de leer literatura en su idioma original. Milena fue a un colegio bilingüe desde el principio y creció en un mundo en el que la TV, bendito sea el cable, sonaba casi todo el tiempo en inglés. Todavía no llegaba al metro de estatura y ya se sabía de memoria los diálogos de Friends.

Lo único que me cuestiono es si no se perderán algo, al perderse parte de la dificultad del proceso. Si el hecho de que baste levantar un teléfono para que te traigan The Magnificent Ambersons, la última de Torrente o un video de los Teletubbies no les sugerirá que en el fondo todo se parece, que al final de cuenta se trata de un disquito que viene dentro de una cajita, y listo. Cuando yo tenía su edad (me encantaría no sonar como un viejo, pero resulta inevitable) las estupideces habituales se veían por TV o estaban en los cines de todos los barrios, lo cual significaba que para ver algo especial uno tenía que peregrinar hacia una sala mítica, hacia una catedral del conocimiento. La película tenía su propia magia, pero el viaje y el templo le agregaban mística. La cultura cinematográfica era, pues, cosa de iniciados, ya que obtenerla no era tan fácil como sintonizar a toda hora el canal de Turner Classic Movies.

Me da pena que puedan perderse algo de esta magia. Pero me tranquiliza saber que lo fundamental sigue ocurriendo. Cuando Agustina dice que vio Ladrón de bicicletas y me cuenta cuánto le gustó y cómo la conmovió la historia de ese pobre niño y ese aun más pobre padre, me vuelve el alma al cuerpo. Porque me demuestra que entiende que no todos los disquitos son lo mismo, y que es capaz de superar las barreras del idioma y del tiempo, y de pulverizar el prejuicio contra el blanco y negro que hoy tiene tanta gente, y de conectarse emotivamente con el encanto perdurable del film de De Sica. Entonces siento que estoy en lo correcto, que el buen cine y la buena literatura trascienden todas las épocas, todos los formatos, todas las tecnologías. Y vuelvo a trabajar con bríos renovados, en la esperanza de que alguna vez, en algún tiempo, algún chico le diga a su padre cuánto lo conmovió esa película o ese libro con el que yo tuve que ver.

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25 de julio de 2006
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LA PAREJA Y EL PARAJE

La pretendida orgía del amor libre llevó a la deconstrucción del matrimonio. Esta tarea ocupó a la juventud desde la revolución sexual de los sesenta hasta el intervalo superindividualista de los últimos años del pasado siglo. El principio del siglo XXI presenta, sin embargo, un nuevo giro en la relación de amor.

Sin férreos matrimonios que destruir, sin familia nuclear que explosionar, sin más provisión de sexo que reclamar, la pareja libre, desistitucionalizada, desinhibida reaparece como un inesperado problema de represión.

No es la moral religiosa, la regla institucional o la presión social los que crean obstáculos a la libre satisfacción personal. Todo este aparato ha quedado atrás, reducido o desactivado. Justamente, la nueva crisis de la pareja no procede de un mal atribuible a un desajuste social sino eminentemente individual.

De un lado, la pareja constituye hoy lo más cercano e íntimo en un mundo que se conecta extensamente, a distancia y sin profundidad. De ese lado, la pareja es la exquisita excepción.

Pero, enseguida, tal excepción que hasta hace poco constitituía un bien frente al hiperindividualismo y operaba como un dulce resguardo se revela ahora como un recinto donde se enrarece la circulación, se ralentiza la velocidad de cambios, se reduce la disponibilidad y se limitan las potencias de identidad.

Efectivamente el otro contribuye a afirmarnos y a afianzarnos. Pero ¿hasta cuándo estos buenos regalos no se convierten en hipotecas? ¿Hasta cuando la afirmación y el afianzamiento recibido no significan pérdida de movilidad?

El enamoramiento nos da alas pero más tarde el amor subyacente y sus débitos pueden imitar los caracteres de una traba.

La traba forma parte del amor. La traba enardece y entusiasma en sus principios y también por un tiempo indefinido.

Lo peculiar de nuestra época es, sobre todo, el acortamiento de ese plazo sin definición y, también, en plena cultura de consumo, la aguda conciencia del desgaste.

La conciencia del desgaste del otro, del desgaste de la relación y la insufrible sensación personal de estar erosionándose en la rápida percepción de la rutina. No es preciso pues que la rutina haya acampado por completo para que se tema su efecto mortal o corrosivo. Basta el indicio de la repetición, el pavor a la inmovilidad, el pánico a seguir en la misma vida para que la pareja con la que se está aparezca como la principal representante del mal. Siendo el mal todo aquello que se considere inconveniente para cambiar, ser otro, vivir de otro modo. O vivir con otro.

La revolución sexual buscaba difundir la libertad por todas partes y en su extremo ardería la orgía sexual. Ahora la orgía no se halla en el sexo, demasiado común, ni tampoco en ninguna parte que conquistar mediante la revolución. En el antiguo lugar de la libertad ha crecido el espasmo de la compulsión, en el lugar del amor eterno ha crecido el amor fenomenal y en el acotado lugar de la pareja la inconsolable ansiedad del paraje.

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25 de julio de 2006
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