Marcelo Figueras
No es justo. Mi hija Agustina, que estudia el primer año de la carrera de cine, vive en estos tiempos en base a una dieta de clásicos. Todos los días me comenta algo parecido. “Hoy vi El perro andaluz”. “Hoy vi Intolerancia”. “Hoy vi El gabinete del doctor Caligari…” Con lo cual me pone en situaciones incómodas, tratándose de un padre que vive del cine y que encuentra en esta sapiencia una fuente importante de autoridad. Er, um, no, yo no vi Alemania año cero. Oj, ah, no, yo no vi Paisá. Al paso que vamos, mi hija sabrá más de cine que yo en muy poco tiempo.
Lo que me mata es la facilidad con que puede hacerlo. Se va al videoclub o al DVD club, y ya: allí lo tiene todo, la historia del cine al alcance de su mano. Cuando yo tenía su edad no había videoclubes, y si los había sólo abundaban en pavadas: los clásicos eran la excepción que confirmaba la regla, la mayoría se limitaba a los cortos de Chaplin y de Laurel & Hardy, que según parece son las únicas películas viejas que a la gente común le gusta ver. Para construir algo parecido a una verdadera cultura cinematográfica había que fatigar salas especializadas como la de Hebraica o la Leopoldo Lugones, del Teatro San Martín, que como imaginarán no quedaban precisamente a la vuelta de mi casa. Si organizaban ciclos, cosa que ocurría muy a menudo, eso significaba que uno repetiría la excursión diariamente, porque hoy daban Sin aliento pero mañana daban Pierrot Le Fou y pasado Alphaville y uno no podía darse el lujo de perdérselas porque no sabía cuándo surgiría otra oportunidad parecida. Todavía recuerdo cuando vi Citizen Kane por vez primera en el cine Arte: éramos cuatro personas y una rata, que antes de que comenzase la función se paseaba por el borde de la pantalla, recortándose contra el fondo blanco.
Que quede claro que estoy bromeando: amo la idea de que mis hijas me superen. Milena, por ejemplo, habla a los catorce mejor inglés que yo. Este logro tiene una razón parangonable a la de Agustina con el cine. Yo aprendí inglés yendo a una academia gracias a la porfía de mi madre, que resistió heroicamente todos mis intentos de deserción, y finalmente gracias a Los Beatles y al deseo de entender mi cine favorito y de leer literatura en su idioma original. Milena fue a un colegio bilingüe desde el principio y creció en un mundo en el que la TV, bendito sea el cable, sonaba casi todo el tiempo en inglés. Todavía no llegaba al metro de estatura y ya se sabía de memoria los diálogos de Friends.
Lo único que me cuestiono es si no se perderán algo, al perderse parte de la dificultad del proceso. Si el hecho de que baste levantar un teléfono para que te traigan The Magnificent Ambersons, la última de Torrente o un video de los Teletubbies no les sugerirá que en el fondo todo se parece, que al final de cuenta se trata de un disquito que viene dentro de una cajita, y listo. Cuando yo tenía su edad (me encantaría no sonar como un viejo, pero resulta inevitable) las estupideces habituales se veían por TV o estaban en los cines de todos los barrios, lo cual significaba que para ver algo especial uno tenía que peregrinar hacia una sala mítica, hacia una catedral del conocimiento. La película tenía su propia magia, pero el viaje y el templo le agregaban mística. La cultura cinematográfica era, pues, cosa de iniciados, ya que obtenerla no era tan fácil como sintonizar a toda hora el canal de Turner Classic Movies.
Me da pena que puedan perderse algo de esta magia. Pero me tranquiliza saber que lo fundamental sigue ocurriendo. Cuando Agustina dice que vio Ladrón de bicicletas y me cuenta cuánto le gustó y cómo la conmovió la historia de ese pobre niño y ese aun más pobre padre, me vuelve el alma al cuerpo. Porque me demuestra que entiende que no todos los disquitos son lo mismo, y que es capaz de superar las barreras del idioma y del tiempo, y de pulverizar el prejuicio contra el blanco y negro que hoy tiene tanta gente, y de conectarse emotivamente con el encanto perdurable del film de De Sica. Entonces siento que estoy en lo correcto, que el buen cine y la buena literatura trascienden todas las épocas, todos los formatos, todas las tecnologías. Y vuelvo a trabajar con bríos renovados, en la esperanza de que alguna vez, en algún tiempo, algún chico le diga a su padre cuánto lo conmovió esa película o ese libro con el que yo tuve que ver.