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Blogs de autor

Hombre que observa

Por 26 de julio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Supe del escritor peruano Daniel Alarcón hace unos tres años, cuando publicó un cuento en The New Yorker, lo cual provocó mi más profunda envidia. Poco después, además, me enteré que era un par de años menor que yo, y eso convirtió mi envidia en hostil fijación. Leí el cuento con la esperanza de que fuese lamentable, y lo peor es que era muy bueno. Así que mi amargura se convirtió en el odio más abyecto.

Finalmente, lo conocí en persona en Madrid, en un congreso de literatura peruana. Fingí ser su amigo con el deseo secreto de empujarlo a una autopista o arrojarlo por las escaleras del metro. Y sin embargo, empezamos a coincidir en muchas cosas, y contra mi voluntad, terminamos haciéndonos amigos. 

Daniel nació en Perú pero su familia viajó a EE UU cuando era un bebé y él se crió en Alabama. Con los años recuperó su español y estudió antropología. Viajó a África y a China y a miles de sitios más. Y pasó unos meses en Perú, residiendo en el barrio popular de San Juan de Lurigancho, donde le decían “el norteamerincaico”. Ahora vive en Oakland.

En consecuencia, lo más extraño de su libro de cuentos Guerra a la luz de las velas es precisamente lo ilocalizable de su autor. Los narradores de estas historias parecen no tener un lugar en el mundo: narran en Nueva York, Yungay o Lima, pero no parecen sentirse cómodos en ninguno de esos lugares, como si los observasen desde Saturno. De hecho, Daniel no sólo narra de lugares a los que no pertenece, sino también de clases sociales que no son la suya ni lo serían de haberse quedado en el Perú: los que viven en el cinturón de miseria, los provincianos sin futuro, los inmigrantes de una Lima despiadada y gris.

Muchos de los cuentos están ambientados en Perú y trata temas sociales. En uno de ellos, un senderista trata de encontrar perros para colgarlos de los postes como acto político. Otro narra la historia de un desaparecido de la guerra contrasubversiva del Perú. Ni siquiera esos personajes parecen poseídos por la convicción que uno les supondría. Más bien, actúan como arrastrados por fuerzas que los superan, y que los llevan de un lado a otro más allá de su voluntad.

Otros cuentos parecen surgir de experiencias más personales: Ausencia o Suicidio en la Tercera Avenida parecen testimonios más personales en los que se invierte la perspectiva: son extranjeros o descendientes de extranjeros en Nueva York, tan ajenos como los demás a lo que les rodea, tan incapaces de liberarse de lo que son y lo que llevan consigo que ni siquiera se esfuerzan por intentarlo.

Hay una imagen recurrente en el libro que grafica esa visión de la realidad: la del derrumbe que arrasó el pueblo de Yungay. Nada quedó ahí más que el campanario de la iglesia sobresaliendo del lodo. Una aldea a la intemperie, sometida una vez más a fuerzas que escapan a su comprensión, incapaz de nada más que dejarse ahogar por la tierra.

Desde aquella vez en Madrid, he visto a Daniel Alarcón en Miami, Oakland, Perú y Bolivia. Es un hombre discreto y parco, a cuyo lado siempre parezco una especie de chiquilla escandalosa. Pero siempre parece estar observando todo lo que ocurre a su alrededor, en cada nuevo escenario. Supongo que está mirando la paleta con que dibuja su universo particular, un universo ajeno incluso para él mismo, teñido de soledad pero dotado de una aguda representación de la condición humana.

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