Félix de Azúa
Aumenta a ojos vista la necesidad de tener algo por seguro, de poder agarrarse a lo que sea, de pisar firmemente la tierra, de confirmar un fundamento indudable. Como es lógico, cuanto más fantástica o fantasmal es la sociedad oficial, cuanto más onírica y alucinada la que describen los medios, más difícil y necesario es pillar algo seguro.
Me parece a mí que cuando aparece algún “realismo” es porque suele coincidir con un delirio general. Zola y Haussman, por ejemplo. El mundo de los humanos analizado en el quirófano con instrumentos de precisión; Zola empinado en el estribo de un tren a punto de emprender sus estudios sobre personal ferroviario que le permitirán escribir “La bestia humana”; y aquel París que estaba en trance de inventar la soñada capital del siglo XIX, levantando la ciudad de arriba abajo, borrando sus viejos barrios milenarios, arrasando la ciudad verdadera con el fin de elevar una metrópolis de fantasía. La novela era real, la realidad era novelesca.
O las andanzas de don Quijote por territorios de peñasco y quebrada, trochas de cabra, desiertos de brezo y zarzamora, posadas siniestras, una desolación punteada con ahorcados a la entrada de aldeas habitadas por aparecidos. Un lugar quimérico que reconoce su irrealidad trescientos años más tarde en “El manuscrito encontrado en Zaragoza” del conde Potoki. ¡Cuánto más fantasmales son el cura y el barbero, el posadero y el bachiller, que los gigantes transformados en molinos de viento! La ficción cervantina pone de manifiesto el realismo del loco.
En la actual carrera hacia lo real, lo seguro y lo verdadero, un grupo de científicos franceses y canadienses ha aportado una contribución muy tranquilizadora: el personaje que figura en el cuadro conocido como “La Mona Lisa”, acababa de dar a luz a su segundo hijo cuando la pintó Leonardo. Menos mal. Por un momento temíamos que fuera una pintura de Leonardo. Se ha salvado: ahora es un documento de obstetricia.
Hace unos años (no tengo aquí la referencia exacta, pero puedo buscarla), otro estudio científico demostraba que la abundancia de pigmento amarillo en la pintura de Van Gogh era debida a la absenta que el holandés bebía inmoderadamente. Aunque quizás la más graciosa era aquella tesis de que las figuras de El Greco eran muy espigadas porque sufría un severo astigmatismo.
Los artistas, en cambio, siempre lo han tenido más claro. En cierta ocasión los amigos invitaron a Degas al hipódromo, pero como conocían la tremenda miopía del pintor le alcanzaron unos prismáticos para que viera la carrera con nitidez. Degas miró por un instante a través de los binoculares, dio un respingo, y los devolvió horrorizado. “¡Qué espanto! –dijo-. ¡Parece un Meissonier!”.
Es casi imposible resignarse a que las pinturas, las novelas, los dramas teatrales y demás constructos artísticos sean imaginarios incluso cuando no quieren serlo. ¡Nos parecen tan verdaderos! No hay manera de convencer a los ingleses de que el retrato de Enrique VIII por Holbein, esa maravillosa pintura en la que aparece un chulo de clase acomodada mirando desafiante a la cámara con las piernas abiertas y los brazos en jarras, es tan fantástico como el retrato de un unicornio.
Un estudio científico puede demostrar, seguramente, que Ana Karenina estaba ya muerta cuando la atropelló el tren. No había querido suicidarse, ni mucho menos: la desdichada caída la produjo un derrame cerebral. Así se deduce tras el riguroso análisis forense de la descripción del cadáver que aparece en la novela. El titular del diario sería: “¡Salvada del suicidio!”.
Naturalmente, la ciencia ha demostrado que Aureliano Buendía nunca tuvo la edad centenaria que erróneamente le atribuye García Marquez. El autor colombiano sufrió una confusión entre tres sucesivos Aurelianos, los tres registrados con el mismo nombre y equivocadamente unidos en la misma ficha de empadronamiento. Ésta sería la causa del exagerado personaje novelesco, el cual, sin embargo, fue real y existió verdaderamente. Así se desprende de un estudio minucioso de los archivos municipales de Macondo. Titular colombiano: “Tres en uno”.
Aunque la mejor de todas las fantasías realistas era aquella maravilla de libro titulado “La Biblia tenía razón”, en el que un alemán de seriedad episcopal demostraba científicamente la realidad del maná, de la zarza ardiente, del milagro de los panes y los peces, de la historicidad de David y Goliat, del caos sexual que puede producirse cuando te cortan el pelo mientras duermes, y así sucesivamente. Titular romano: “Fe y razón unidos por la revelación”.
Como si la realidad deducida a partir de un material imaginario pudiera crear una segunda realidad de la que habría surgido la imaginación. Como si lo imaginario fuera un producto de la realidad. Operación ésta que coincide exactamente con la del barón de Munchausen salvándose a sí mismo de morir ahogado mediante una técnica tan infalible como científica: tirarse de los pelos hacia arriba, hasta sacarse del agua.