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Super Mann

Hace algún tiempo se me ocurrió inventar aquí mismo una Academia de los Menospreciados, para homenajear a aquellos artistas que no reciben el reconocimiento que merecen. Creo que Michael Mann debería tener allí un sitial de honor –al menos en mi versión personal de esa Academia.

Nadie podría decir que a Mann le va mal. Ha filmado con Daniel Day Lewis (El último de los mohicanos), con Al Pacino (The Insider), con Tom Cruise (Collateral) y hasta ha conseguido la proeza de reunir a Pacino con Robert De Niro en Heat. Pero al mismo tiempo, vaya a saberse por qué factores (¿no garantizarse una corte de periodistas adulones, tal vez? ¿o quizás por no malgastar valiosa energía haciendo lobby con los mandamases de los estudios?), nunca terminan de otorgarle la estatura de autor que con tanta liviandad le conceden a gente como Paul Haggis (ganador del Oscar por la mediocre Crash) o, ugh, Ron Howard (que ganó el Oscar por la mediocre A Beautiful Mind). Para mí, sin lugar a duda alguna, Mann es uno de los mejores cineastas norteamericanos de los últimos diez o quince años –si no el mejor.

Su talento es difícil de sintetizar en un par de frases, porque no le gusta jugar sobre seguro; más bien es de los que prefiere desafiarse a sí mismo con cada nueva película. Saltó del policial stylish que era la versión televisiva de Miami Vice a los horrores del crimen psicopático en Manhunter. (Que, por ciento, significó la primera aparición cinematográfica de Hannibal Lecter: la versión de Brian Cox era menos circense que la de Anthony Hopkins, pero igualmente efectiva.) Después deslumbró con la épica romántica de El último de los mohicanos: bellísima de ver, intensa, salvaje, emotiva; el tándem con Day Lewis señala las alturas a que los Mel Gibson, Tom Cruise, Heath Ledger y demás han tratado de llegar en films similares, pero sin suerte. The Insider estaba basada en la historia real de Jeffrey Wigand, que expuso su vida al denunciar la manipulación criminal de las empresas tabacaleras de EE. UU. Mann logró que el film no cayese en ninguno de los lugares comunes del género de denuncia: hurtó el cuerpo tanto a lo exageradamente expositivo como a la explotación de lo emocional, concentrándose en la narrativa cinematográfica; el hombre tiene un instinto visual afiladísimo, que lo convierte en un narrador nato, económico pero siempre efectivo.

Heat es lo que uno vulgarmente llama un peliculón. Su exterior es el del género policial, presentando el duelo entre un delincuente profesional (De Niro) y un detective (Pacino) consagrado en cuerpo y alma a su trabajo. Pero la verdadera gracia del asunto está en el tiempo que Mann dedica a pintar las vidas privadas –nunca mejor dicho- de la banda de ladrones por un lado y de policías por el otro. Si existe algo parecido a un tema recurrente en Mann, es el precio que se paga por la dedicación febril a una tarea, ya sea como policía, abogado, taxista o boxeador. (O cineasta, debería colegir uno.) El duelo verbal entre Pacino y De Niro, en la única escena del film en que se enfrentan sin armas de por medio, es antológico e ilustra el tema de que hablo; dicho sea de paso, esta es la última gran actuación que De Niro ha dado –y conste que hablo de 1995.

No sería inadecuado decir que Mann se aboca a los géneros con la misma ambición de Kubrick: tratando de hacer estallar su techo, recreándolos en el proceso. Ali, por ejemplo, es una biografía modélica: hay que ver intentos más recientes, como Ray o Walk the Line, para apreciar la diferencia entre la simple ilustración de anécdotas y una película de verdad, cuya ambición narrativa no compromete la historia real, sino que por el contrario, la potencia. Las escenas en las que Ali (Will Smith) trota por las calles de Zaire siempre me llenan los ojos de lágrimas. (Dicho sea de paso, el hombre tiene un buen gusto fenomenal en materia de música).

Y ahora el círculo se cierra, con Mann llevando al cine la serie que significó su primer éxito: Miami Vice, con Colin Farrell y Jamie Foxx como los detectives Crockett y Tubbs. Admito que el tráiler que circula en los cines y en la TV no me mueve un pelo, pero no sería la primera vez que una propaganda no le hace justicia al film. (Recuerdo ver los avances de Apocalypse Now y pensar que iba a ser una porquería). Es que mi corazón está con Michael Mann, el hombre que sabe que el cine es la más demandante de las amantes –y que aun así asume su destino hasta las últimas consecuencias.

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17 de julio de 2006
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JORGE VOLPI DIJO TRES COSAS

Es un artículo cortito, tan corto que provoca una cierta frustración. Pero también es un artículo rico. Lo firma Cecilia García-Huidobro en el último número de la Revista de Libros. Como hay un montón de revistas que llevan este nombre tengo que añadir: suplemento del diario El Mercurio. Pero como hay dos «Mercurios», tengo que añadir: el de Santiago y no el de Valparaíso que, como todos sabemos, es el diario más antiguo de América Latina.

Ahora bien, el artículo. Se trata de las notas de una conferencia del novelista mexicano Jorge Volpi en Génova, en un acto del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI). Volpi tiene una visión muy clara de su oficio, del papel del comercio y de la comunicación en el éxito de los libros. No por nada se dedicó a redactar el código de procedimientos literarios del «Crack», el grupo literario que armó en los años noventa con amigos de su generación. El código, que tiene como fecha de redacción 10 de julio del 2004, termina con una frase que afirma «El presente reglamento no tiene, pues, validez alguna», pero, en mi opinión, esta broma no quita nada a la existencia del código. Es una visión de lo que tendría que ser la literatura según Volpi. En una cierta medida, dos años después, el escritor aporta unas precisiones a su definición inicial.

En Génova, hablando como mexicano, Volpi entregó la visión de los autores nacidos como él a partir de los años sesenta. Es una visión que se resume en tres puntos:

1. Desvinculación con la política. «En virtud de este desencanto muy pocos continúan la tradición de ser al mismo tiempo escritores de ficción y comentaristas de la actualidad. En este sentido podría decirse que la fuerte tradición del intelectual a la manera de Octavio Paz o Carlos Fuentes está en extinción».

2. Ruptura casi total de los vínculos que antes unían a los autores mexicanos con sus pares del resto de América Latina. La concentración editorial en España, dice Volpi, puede explicar el fenómeno: todos los autores son satélites de un centro que está fuera. Pero también vemos los límites de la globalización.

3. Influencia cada vez más poderosa de la figura de Roberto Bolaño como emblema del escritor latinoamericano. Aquí nos encontramos con un límite del discurso de Volpi: lo mismo lo habría dicho un chileno, un venezolano o, quizás, un gringo del noreste de EE. UU. El autor de Los detectives salvajes se transformó en un icono que se cita de manera automática.

Lo que me gusta de Volpi es su coherencia. Parece que en su conferencia hizo mucho caso a Bolaño, pero también a Sergio Pitol, el último premio Cervantes, y a Salvador Elizondo, quien murió hace poco. Mirando al artículo 6 del título segundo de su Código del Crack, compruebo que citaba a diecisiete autores como miembros honorarios del grupo y que los tres, Bolaño, Pitol y Elizondo, figuran entre los elegidos.

Al leer todo el código en Crack. Instrucciones de uso (Debolsillo) veo también, en el articulo 8, que Volpi nombró a otros once autores que conforman una especie de liga 2 del campeonato literario –no son miembros honorarios, pero aparecen en el código. Por el momento, nadie consiguió subir a la liga 1 y Volpi tiene una buena reserva para más conferencias.

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17 de julio de 2006
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LOS MUERTOS CIVILES

En el Líbano, en Gaza,  en Irak, en Afganistán, en Somalia, los muertos de la guerra son civiles. Mueren algunos militares también pero las noticias registran una creciente  cantidad de víctimas civiles.

Los soldados fueron la materia prima de las contiendas bélicas y su condición de guerreros o piezas funcionales para la  destrucción del bando enemigo camuflaban su condición humana. La muerte de los batallones era lamentable sobre todo en términos de contabilidad militar, en gruesos número sin rostro.

El efecto secundario de ataques y emboscadas, apenas visible en plena narración bélica, sería el llanto de los familiares perdidos en la retaguardia. Con el conflicto en ascuas no había lugar para el  sollozo de los amantes y los parientes, los hijos o los esposos. No se consideraba ocasión propicia para la lamentación individual puesto que lo decisivo consistía en calcular la masiva resistencia del enemigo y el masivo potencial de nuestras fuerzas. El contingente, la tropa, los pertrechos, componían un bloque tecnológico y monstruoso, coherente con la consigna de que las guerras son sustantivamente inhumanas y de por sí encubren continuos casos de crueldad. La guerra abstracta agavillaba el múltiple dolor de la guerra en un dolor a granel,  miles de tragedias particulares apiladas y consideradas  sumariamente.

Hoy, sin embargo, la muerte que produce la guerra llamea más que nunca en estampas individuales. Llamea, como nunca la muerte civil, personal,  absurda, insoportable. A la guerra no hay Dios que la legitime ni bandera que la encubra. Tampoco, sea con bombas o con proyectiles, se ahoga el griterío de los cuerpos destrozados. 

No hay legitimidad para la guerra, sea cual sea. Y, desaparecida su carcasa de honor,  esfumados sus ornatos de deber y de servicio a la patria, queda a la vista su carnicería, la  perversidad de su entraña.

Los civiles parecían hasta hace poco, en cuanto  criaturas inocentes, muertos mudos. En el siglo XXI no han dejado de ser inocentes pero han dejado de ser mudos. Son testimonios aullantes e investidos de una muerte  que refuta la vida de cualquier organización política  y que arrastran consigo, como un enorme y pestilente cadáver, la historia podrida de los peores tiempos.

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17 de julio de 2006
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“Yo salvé la vida de un terrorista”

Ahora, Edilbrando Vásquez es administrador de la embajada peruana en Quito, un trabajo apacible que consiste en garantizar la seguridad y las instalaciones. Al verlo en traje y corbata, parece que toda su vida ha estado sentado tras un escritorio. Pero en cuanto uno escucha su historia, descubre que esa corbata esconde una garganta que podría haber sido abierta por un cuchillo o atravesada por una bala. Y es que Edilbrando participó en el operativo Mudanza 1, uno de los atentados contra los derechos humanos más sanguinarios del gobierno de Alberto Fujimori.

-¿Qué hacía usted ahí?
-Yo era capitán de la policía. En ese momento, actuaba como segundo jefe de una unidad de la Dirección Nacional de Operativos Especiales, con Base en Puente Piedra.
-¿Cuáles fueron sus órdenes?
-Restablecer el principio de autoridad. Según nos dijeron, las fuerzas del orden habían tratado de trasladar a los presos terroristas del penal de Castro Castro, pero los reclusos se habían amotinado. Hacían falta refuerzos.

Un mes antes, Alberto Fujimori había disuelto el Congreso y anunciado la reorganización del poder judicial. Posteriormente, había ordenado ese traslado de presos sabiendo que podía actuar en libertad, que no quedaba nadie para criticar sus métodos. Según una de las versiones del ataque, los policías y militares se apostaron en la azotea del pabellón de mujeres y dispararon bombas lacrimógenas, vomitivas e incendiarias. Según la contraria, las reclusas se resistieron a lo que debía ser un traslado rutinario y pacífico.

-¿Qué encontró usted al llegar a la cárcel?
-Los terroristas tenían bombas caseras y un fusil G3 que le habían quitado a un policía. Tuvimos que sacar a un capitán herido. Había otros cuatro compañeros con lesiones. Los nuestros también disparaban. Reinaba la confusión.
-¿Y entonces?
-El general Hurtado quería acabar con el problema porque se acercaba el día de la madre. De modo que las acciones se intensificaron. En consecuencia, las terroristas se desplazaron al pabellón de los hombres. Y finalmente, se rindieron.
Seis años antes, un motín simultáneo en las cárceles del Frontón y Lurigancho se saldaron con la masacre de más de 250 reclusos. Esta vez, sabiendo lo que les esperaba, los amotinados decidieron salvar la vida.
-Los terroristas empezaron a salir con las manos en la nuca hacia una glorieta conocida como El Gallinero. Pero cuando llegaron, la policía comenzó a disparar desde los tejados. No sé si hubo una orden o fue un producto de los nervios y la crispación. El caso es que los mataron a casi todos. Mientras eso ocurría, yo encontré a Osmán Morote. Estaba herido y arrinconado.   
         
Morote formaba parte de la cúpula senderista, pero corrían rumores de que sus propios compañeros lo habían entregado por diferencias con la dirigencia. Fue el primer senderista de importancia que cayó. Y era, claro, una de las presas más deseadas. Según Vásquez, su encuentro con él fue como sigue:

-Lo tenía boca abajo y le dije: “quédate tranquilo que te voy a salvar la vida”. Él me respondió “¿así me va a salvar la vida?”. Yo me quité el pasamontañas y le mostré mi cara. Le dije: “confíe en mí”. Poco después, llegó un enmascarado con un fusil MP5. No tenía sentido. Los MP5 son de uso militar. Él tenía que ser un infiltrado. Me dio el fusil y me dijo: “toma, mátalo”. Yo me negué. Minutos después, me rodearon mis propios compañeros de la DINOES, para matarme. Pero nadie disparó. No íbamos a matarnos entre nosotros. Entregamos a Morote a la enfermería. Fue el único sobreviviente. Ese día murieron 42 de ellos.

Morote sólo tenía una bala en el glúteo. Desde entonces, muchos senderistas piensan que era un traidor, y que esa bala fue un intento por disimular que él le pasaba información al Servicio de Inteligencia. Otros creen que simplemente lo dejaron vivo para mantener cierta fachada de respeto por los derechos humanos. La supervivencia de Morote ha sido un misterio durante casi quince años. Edilbrando tiene su propia versión.

-No soy un santo, y no me habría importado matarlo. Pero recordaba la matanza de los penales en 1986. Después de eso, más de 200 compañeros fueron encerrados. Yo visité a muchos de ellos en prisión. Salvé a Morote simplemente porque no quería ir a la cárcel.

Días después, Vásquez fue designado para escoltar a Morote a su nuevo hogar, la cárcel de Yanamayo. Durante el trayecto pudieron conversar.

-Morote nos acusaba de asesinos. Yo le enrostré las brutales matanzas que había visto cometer a los senderistas en el Alto Huallaga, mientras estaba destacado ahí. Pero él simplemente no me creía. No es algo que me hayan contado. Yo vi con mis propios ojos los asesinatos, a veces con machetes, las masacres a la población. Sin embargo, él no me creía. En Sendero Luminoso había psicópatas, había gente enferma, pero también había gente como él, tan idealista que simplemente no veía la realidad.

Meses después, la unidad del capitán Edilbrando Vásquez fue desactivada y él pasó a retiro. Desde entonces se dedica a la seguridad privada.

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17 de julio de 2006
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Cómplices del silencio

Uno ha perdido la costumbre de encontrar artículos periodísticos que le abran los ojos y que digan con precisión lo que todos los demás están callando. Por eso este domingo me sorprendió el texto que Atilio Borón publicó en el diario Página 12 bajo el título Un silencio repugnante. “El régimen genocida de Israel, siniestro heredero de su verdugo nazi, está perpetrando un crimen incalificable contra el pueblo palestino… El bombardeo a mansalva de poblaciones civiles indefensas, los atentados contra autoridades democráticamente electas de Palestina y la destrucción de todo lo que encontraran a su paso fue la voz de orden del gobierno israelita,” escribió Borón prescindiendo de eufemismos y circunloquios. “El pretexto de esta barbarie: la captura por parte de la resistencia palestina del cabo del ejército israelí Gilad Shalit –captura, no secuestro, dado que Shalit era miembro de un ejército invasor y fue capturado por sus enemigos en combate”. Me pregunto si Shalit podrá dormir en paz el resto de su vida, sabiendo la cantidad de mujeres y de niños que fueron asesinados en su nombre. Esto no es una remake de Salvando al soldado Ryan; en todo caso, la película debería llamarse Usando al soldado Shalit (para justificar una masacre).

“Cuando el presidente iraní exhortó a borrar Israel del mapa, el mundo fue conmovido por una oleada de justificada indignación. Pero cuando el gobierno de Israel lleva a la práctica esa amenaza y borra literalmente del mapa a Palestina, los líderes de las ‘naciones democráticas’ guardan un repugnante silencio,” dice Borón. “Su duplicidad moral es ilimitada. Pueden justificar con su silencio cualquier cosa: inclusive un genocidio como el que está practicando Israel en Palestina”.

Los testimonios de los pobladores de Gaza que el diario español El País reprodujo este domingo también eran elocuentes: gente que sobrevive sin luz, sin agua, sin medicinas, sin comunicaciones, encerrados dentro de sus fronteras y por ende imposibilitados de ir a trabajar, una situación que perjudica ante todo a los más débiles, esto es los ancianos y los niños, a los que tanto bombardeo priva hasta del derecho de dormir. El relator de Derechos Humanos, John Dugard, ha hecho bien al definir este estado de cosas como “moralmente indefendible”. Pero el gobierno de Israel y sus aliados de Occidente ya están habituados a pasarse estas condenas por el forro.

Ayer un amigo me lo puso de forma clara: Palestina es Guantánamo. La oleada de reclamos que se reitera en el mundo ante la barbarie que simboliza esa cárcel es auspiciosa, aunque insuficiente, porque Palestina es infinitamente peor que Guantánamo, es un Guantánamo lleno de mujeres, viejos y niños que en la práctica están siendo tratados como terroristas e inmerecedores de derecho alguno –ni siquiera el más elemental, el derecho a la vida.

Yo ya era consciente de la situación, pero aún así la claridad del artículo de Borón me conmovió. Vaya este texto como mi humilde forma de no adherir a este silencio repugnante que degrada nuestra condición humana.

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14 de julio de 2006
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Parte de combate

A raíz de mi blog de ayer, sobre las guerras entre Perú y Ecuador, se puso en contacto conmigo un peruano de más de ochenta años residente en Guayaquil. Me pidió que no revelase su nombre ni los datos que pudiesen identificarlo, pero me autorizó a publicar la siguiente historia, que transcribo en primera persona, del modo más fiel que me es posible:

“En 1941, durante la guerra con Ecuador, yo formaba parte de la Unidad de Paracaidistas del Cuerpo Aeronáutico del Perú, un destacamento que se estrenaba en acción. A mediados de julio, pocos días antes de la batalla de Zarumilla, el comando me ordenó a mí y a otros dos miembros de la unidad una misión de espionaje. La orden era volar más allá de las líneas ecuatorianas que acampaban en X, descender y observar sus equipos y armamento para preparar la ofensiva final. Posteriormente, debíamos desplazarnos hasta un río donde nos recogerían de madrugada para informar sobre nuestros hallazgos en la base de operaciones. 

Por entonces, las misiones de paracaídas tenían poca experiencia en el Perú y el mundo. De hecho, sólo se habían efectuado tres veces, todas en el marco de la guerra mundial, y todas por El Eje: los alemanes habían atacado con paracaídas en Narvik en 1940 y en Creta en 1941, y los italianos en Cefalonia en 1941. Lo que trato de decir es que no estábamos bien preparados para el asalto, y como cabía prever, fue un desastre.

Nada más tocar tierra, tuvimos que descolgar de un árbol a uno de mis compañeros, lo cual nos tomó tanto tiempo que cayó la noche. A oscuras, tuvimos que buscar un lugar para pernoctar. Al día siguiente, cuando despertamos, el terreno no cuadraba con nuestros planos. Es probable que hubiésemos sido lanzados desde el principio en el lugar incorrecto, o que el viento nos haya desviado. Como sea, no teníamos idea de dónde estábamos.

Tratamos de buscar algún río para orientarnos. Mientras avanzábamos, escuchamos un disparo. Presas del pánico, devolvimos el fuego rabiosamente. Creo que no dejamos de disparar hasta quedarnos sin munición. Y para cuando nos detuvimos, ya no sonaba nada del otro lado. Nos armamos de valor y penetramos en la selva.

Caminamos una hora o así, y encontramos un campamento militar ecuatoriano ¡Era X, nuestro objetivo! ¡Y estaba vacío! ¡Ni siquiera tenía guardias! Por un instante, pensamos que estaba abandonado, pero estaba claro que los soldados habían salido de ahí con prisa. Aún estaban las armas, la radio, la comida, incluso las fotos de chicas desnudas. Aunque, comparadas con las de ahora, supongo que eran unas fotos muy inocentes.

Encendimos la radio y nos quedamos ahí toda la tarde. Ahora que ya sabíamos dónde estábamos, planeamos partir cerca del anochecer, para protegernos con la oscuridad. Comimos, dormimos una siesta –siempre con uno haciendo guardia- y jugamos dominó un rato. Súbitamente, escuchamos una noticia en la radio. El locutor decía:

-Esta mañana, tras una cobarde incursión del enemigo peruano, nuestros gloriosos soldados fueron desalojados del cuartel de X. Para perpetrar su vil agresión, los peruanos contaron con un contingente superior a los 200 hombres con armamento moderno, con lo que nuestra tropa quedó en inferioridad numérica y táctica, no obstante lo cual, se batió arduamente en defensa de la soberanía patria…

Nos reímos mucho toda la tarde, y luego nos fuimos al río. De regreso, informamos sobre las posiciones enemigas, claro. Aunque siempre me he preguntado por qué no las destruimos o secuestramos. Simplemente, no se nos ocurrió. No teníamos mucha experiencia. Pocos años después, ya durante la paz, conocí a mi actual esposa, que es ecuatoriana. Desde 1951 vivo en Guayaquil”.

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14 de julio de 2006
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BLOGS INFECTADOS DE PUBLICIDAD

La publicidad busca nuevas fórmulas para gustar.  La televisión, que fue durante decenios el medio más directo y eficaz, ha estallado en tantas pantallas paralelas que resulta difícil acertar dónde se encuentra realmente el receptor.

Hasta hace apenas diez o quince años casi todos los que se situaban ante una pantalla eran televidentes. Ahora las pantallas se encuentran multiplicadas en la navegación de Internet y se amplían en los móviles, los videojuegos, el iPod.

Conocer dónde se encuentra el potencial consumidor se ha convertido en el problema central de los profesionales del marketing pero el asunto resulta tan complejo que las empresas de marketing han recurrido incluso a implantar chips en el producto, en el anuncio y en el potencial consumidor para constatar si efectivamente ha producido efecto el reclamo publicitario. Una joven compañía,  Erin Media, puede llegar a deconstruir la audiencia para cada programa de televisión entre cientos de canales y ofrecer a sus clientes –operadores de cable, estaciones de televisión o compradores de espacios publicitarios- un informe completo de la audiencia en cualquier momento. Pero, obviamente, apenas sirve para una gran proporción del público joven que ya se encuentra en diferentes paraderos, y cada vez menos sentado en un diván ante los televisores convencionales.

En realidad, no solo los receptores se mueven, los emisores han emigrado en masa:  la radio se ha desplazado a la web, la televisión aparece por los móviles, la web viaja hacia el televisor o a otros destinos como son el VOD (vídeo sobre demanda), el iPod o la PlayStation portátil.

Pero, además, por si no fuera ya ardua la pesquisa, el público se ha hecho crecientemente desleal a las marcas y altamente desconfiado respecto a los mensajes. Con ello, la publicidad, trata de investirse con todos los ropajes posibles que borren su carácter interesado y mercantil.

Una opción en auge es la publicidad promovida boca a boca, utilizando grupos de jóvenes, sobre todo, para divulgar las bondades y la pertinencia simbólica de marcas determinadas.

Este método que se inscribe en lo que ahora se llama “marketing viral” busca difundir  por contagio entre iguales lo que antes se pregonaba desde un altavoz central. El “marketing viral” ha logrado éxito  gracias a que la gente se fía cada vez menos de las instituciones –sea la Política, la Justicia, la Iglesia, la FIFA-  y más de las demás gentes. De este modo la publicidad ha llegado fácilmente  hasta los blogs.

Agencias como MindComet pagan a los bloggers por referirse favorablemente a uno u otro artículo cuya productora le ha encargado la promoción. BlogStar Network, que empezó el año pasado, paga una tarifa de 5 a 10 dólares por plasmar una imagen que favorezca el conocimiento de algo o alguien. Naturalmente los blogs más concurridos son los más solicitados y mejor retribuidos pero, a la vez, son los que mayor resistencia oponen a su mercantilización.

Todo blogger queda autorizado a declarar que la posible promoción de su contenido está siendo pagada pero pocos de ellos lo hacen por el momento. La publicidad se cuela así muy sutilmente y en complicidad con un agente no profesional. Lo no profesional es “no institucional” siendo lo personalizado de mayor valor que lo profesionalizado.

Finalmente,  la publicidad va colándose en general como una atmósfera y el llamado product placement o presencia del producto dentro del plano de la película y el vídeo, la secuencia del videojuego, la letra de las canciones o la búsqueda en la red, que antes escandalizaba mucho ha venido a ser casi habitual. Nuestro entorno va tapizándose de marcas que componen y hasta protegen el medio ambiente, auspician los acontecimientos humanitarios, procuran nombre a los estadios, los equipos, las fiestas populares y los grandes conciertos pop. Por su mediación nos orientamos, nos designamos, nos entendemos, nos entretenemos, practicamos la caridad.

“Yo, marca registrada” fue el título de una sesión de Davos hace dos años donde se consideraba que el valor individual, más allá incluso del estricto ámbito del mercado, se formaba con ingredientes y estrategias semejantes a las que guían el mundo del marketing. O incluso peor.

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14 de julio de 2006
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DREYFUS

Nadie puede interesarse en Francia o intentar entender el extraño papel que buscan los intelectuales franceses sin dedicar un poco de atención al centenario de la rehabilitación de Alfred Dreyfus. El diario El País lo comenta como nada menos que «uno de los episodios más relevantes del proceso de configuración de las sociedades occidentales modernas». Por ser francés, no sé si es cierto, pero estoy seguro de que Francia tendría otra cara sin la pobre historia de aquel oficial judío que provocó tantas pasiones hace más de un siglo.

Dreyfus fue condenado por traición, por un tribunal militar que le acusó de espiar a favor de Alemania. Pasó cinco años en la Isla del diablo, un horroroso presidio cerca de Cayenne, territorio del continente suramericano que todavía pertenece a Francia. Al final de siete años más de peleas jurídicas y mediáticas, Dreyfus consiguió, hace un siglo exacto, no solo una amnistía sino el reconocimiento formal de su inocencia.

Un doble dibujo famoso de Caran d’Ache recuerda lo que fue Francia durante los doce años de trámite del caso Dreyfus. A la izquierda se ve una mesa con una familia que se dispone a almorzar para una fiesta. Hay como quince personas y una de ellas dice «n’en parlons pas» (ni hablar del tema). En el segundo dibujo, la misma mesa sostiene el enfrentamiento físico de la misma familia. «Ils en ont parlé» (hablaron del tema) dice el pie de dibujo que no tenía que citar el apellido Dreyfus para que los lectores de principios del siglo veinte supieran de qué se trataba. Francia se dividió, incluso dentro de cada familia, debido a una alternativa sencilla entre el destino de un hombre que podía ser inocente (y de hecho lo era) y el honor del ejército cuya justicia podía haberse equivocado (lo que ocurrió).

Dreyfus era judío y la violencia del antisemitismo, cuya expresión en Francia, en esa época, no era un delito, fue una dimensión importante del caso. Para muchos, su culpabilidad demostraba que los judíos no son plenamente franceses. El corresponsal del New York Times en París publicó hace poco un artículo que recuerda aquella dimensión del episodio. Se puede leer, también en inglés, un excelente relato del caso, de Ronald Schechter, especialista en la historia de los judíos en Francia, que camina en la misma dirección. Ambos autores intentan asemejar la historia de Dreyfus con el secuestro y el asesinato, hace muy poco en Francia, de un joven judío, Ilan Halimi. La víctima fue escogida por la sencilla razón de que era judío, lo que quería decir “rico” para los autores de su secuestro.

Pero el caso de Dreyfus va más allá del antisemitismo. Fue un claro caso de enfrentamiento entre un individuo y las instituciones del Estado que llevaban la tremenda carga de prejuicios de la época. En su largo discurso de homenaje a Dreyfus, el presidente Chirac habla de un episodio en la historia de la «conciencia humana». Le Monde reproduce su intervención (en francés, claro), lo que es muy raro pero confirma, en este caso, el estatus del diario como periódico de los intelectuales.

La triste historia de Dreyfus es la historia de la llegada de los intelectuales franceses al primer rango de la vida pública. En muchos países se cree que un fontanero o un ingeniero tiene tanto derecho a opinar sobre lo que pasa que un novelista o un filósofo. No es el caso en Francia, desde el fenomenal editorial que publicó Emile Zola en el diario L’aurore el 13 de enero de 1898: «J'accuse» (Yo acuso). Antes de su artículo, que gritaba la inocencia de Dreyfus y la mala fe de la justicia militar, había un posible error judicial; después de su artículo existía un asunto de Estado.

Los intelectuales franceses aprendieron del episodio que una intervención en la vida pública les podía regalar una posible legitimidad (Zola actúa a favor de la verdad) y una postura de héroes (Zola parecía luchar como Gary Cooper en Solo ante el peligro).

A los que se preguntan cómo es posible que Francia hoy no se muera de la risa frente al espectáculo de sus intelectuales, opinando un día sobre fútbol, al día siguiente sobre Afganistán, Bush o lo que pasa en los suburbios de París, donde no entran por temor a los inmigrantes, la respuesta es sencilla: el caso Dreyfus estableció a los miembros de la clase intelectual francesa como voceros auto-designados de cualquier causa que les apetezca.

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13 de julio de 2006
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La clave de mi éxito en el gimnasio

Los gimnasios son sitios muy extraños. El mío está siempre lleno de gente enfrascada en actividades que por lo general se desvían –nunca mucho, pero sí lo suficiente- del objetivo del lugar. Luchar contra las máquinas, por ejemplo. (Aquellos que pretenden trotar sobre cintas endemoniadas. Aquellos que batallan contra poleas que nunca responden como quieren). Fingir que hacen abdominales, por ejemplo. (Tumbarse sobre una colchoneta y alzar un codo no es lo que yo llamo un abdominal). Quedarse contemplando los televisores, por ejemplo. (A veces la excusa es un partido de fútbol. Pero por lo general contemplan a las hembras que se exhiben en los videoclips). Conversar animadamente, por ejemplo. (Los profesores con las chicas nuevas, siempre. Y también las chicas lindas entre sí, como si su atractivo fuese un poder magnético que las obligase a congregarse). Y mirarse en los espejos, por supuesto. O aprovechar sus pulidas superficies para mirar a alguien más sin que se entere. 

Yo soy de los que no habla con nadie. (En esto, mi comportamiento dentro y fuera del gimnasio no varía mucho.) Pero después de varios años de ir al mismo club al menos tres veces por semana, me conozco el sitio y su fauna como la palma de mi mano. No sé los nombres de nadie, pero a muchos de los que constituyen el elenco estable los bauticé como quise. Por ejemplo Hércules y Megara, que son idénticos a sus homónimos del dibujo animado de Disney y se quieren de la misma manera. O Frasco Chico, que es la mujer más pequeña y mejor proporcionada que conozco: podría ser un clon de Betty Boop, si tuviese los ricitos. U Olive Oyl, que es flaca hasta la exasperación y aun así no deja de correr: siempre pienso que un día se va a evaporar encima de la cinta.

Por lo general la gente no cambia. Transpira, gruñe y adopta poses que jamás se atrevería a repetir fuera del gimnasio, pero no cambia. Por supuesto, hay excepciones. Me consta que algunos traseros femeninos han adquirido perfección y firmeza marmórea, eso sí, después de meses durante los cuales sus dueñas dedicaron el ochenta por ciento de su actividad física a esa parte de su anatomía. No negaré que mi costado estético se solaza, pero después de verlas desvelarse tanto por su trasero, no puedo menos que recordar lo que Dorothy Boyd le dice a Jerry Maguire en la película de Cameron Crowe, hablando del amor y no de trastes pero de todas formas produciendo una frase pertinente: Si requiere tanto esfuerzo, es posible que quizás no valga la pena.

Mi relación con el esfuerzo físico siempre fue esquiva. Nunca me gustaron los juegos, porque era miope. (Ya no lo soy.) Y la pura gimnasia, o el correr, me aburrían. Terminé encontrándole la vuelta al asunto ya de grande. Aprendí a correr mientras imaginaba Kamchatka, porque se me ocurrió que el protagonista también debía aprender a correr, lo cual hacía imprescindible que aprendiese a respirar. (Una de las tantas cosas que se supone hacemos naturalmente, y que por lo general hacemos naturalmente mal). Y después me enganché con este gimnasio y con su fauna. Soy un cliente fiel. A veces busco ángulos en sus espejos, a veces imagino la conversación entre Frasco Chico y el profesor que la triplica en tamaño, a veces me imagino lo que pasaría si un fenómeno atmosférico magnetizase todos los aparatos. Lo cual me sugiere la razón por la que conseguí integrarme a la fauna del lugar: porque mientras transpiro y me esmero en hacer abdominales bien hechos, me entretengo haciendo exactamente lo mismo que hago afuera del gimnasio, tanto despierto como dormido.

Esto es, imaginar.

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13 de julio de 2006
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LA REVOLUCIÓN O LA FUENTE ABIERTA

Ahora todos escribimos blogs. Nos atareamos de acuerdo con el estilo de  los tiempos donde el open-source es la fórmula en boga para una actividad cualquiera.

Hace quince años Linus Torvalds colgó  su proyecto de sistema operativo en la red, no con el fin de hacerse rico con su invento sino para hacer partícipes de adicionales invenciones a otros usuarios y mejorarlo con su ayuda.  El imperio de la jerarquía hoy posee mala fama mientras el sistema horizontal, la organización flat, la idea de participación recoge la  ideología de los tiempos. 

Los medios de comunicación tradicionales se abastecen diariamente de la incesante opinión de los lectores, de los SMS en  directo, de las llamadas a la emisora.  El mensaje rehuye su aspecto direccional y se enmascara en esta clase de orgía del receptor que introduce su voz y hasta su mano.

La coartada del diario, de la radio o de la televisión son aquellos  programas cuya bondad o maldad pierde relevancia gracias  a la ruidosa participación de los clientes.

De esa manera la opinión pública no juzga el contenido como un producto ajeno que se le sirve sino que su  contenido se forma mediante una interacción que anula la distancia crítica. Ciertamente, no sabremos con la debida exactitud qué porcentaje de mensajes expuestos en la pantalla o lanzados por las ondas tienen su origen real en el público o son fabricados  para que lo parezcan. Lo importante, en suma, es sustituir la decadencia de la imaginación creadora del emisor por el auge de la acción participativa. Pero, además, ponerse al loro de lo que se lleva: en la moda, en la política, en el marketing, en el conocimiento.

El sistema operativo que propuso Linus Torvald en 1991,  conocido como Linux, constituye el ejemplo triunfante de la convocatoria a la participación horizontal de cualquier público. El dispositivo  ha ido mejorándose y ya el número de ordenadores que lo usan se va acercando a los 35 millones con pronósticos de crecer hasta los 43 millones en 2008.

Otro ejemplo más de éxito participativo es la Wikipedia, la enciclopedia abierta, expuesta a correcciones, sugestiones e innovaciones espontáneas que a estas alturas ha asumido  un millón de artículos de los temas más diversos en sus apenas cuatro años de vida.

La vida se hace comunidad gracias a la red. Cada blog debe su naturaleza y su existencia a la  presencia de los otros,  de la misma manera que nuestra identidad, nuestra vitalidad, nuestro sentido, en general, se encuentran en la relación y la comunicación con los otros. Y ahora –con las emigraciones, la multicultura, las fusiones- de forma cada vez más clamante.

Un libro aparecido en 2004,  The Wisdom of Crowds, de James Surowiecki, alcanzó la categoría de best seller en la lista de The New York Times refiriéndose a este fenómeno de la participación y a los posibles beneficios que podrían derivarse -para las empresas, ante todo- abriéndose a la opinión de socios y accionistas. Unos y otros en el proyecto TBE (The Business Experiment) de Surowiecki, proponían rectificaciones, innovaciones, cortes o derivaciones que, a juicio, de algunos líderes de empresa están contribuyendo a mejorar el rendimiento de la compañía.

Saber tratar con la suma de sugestiones, apartar el trigo de la paja, el delirio de la sensatez, filtrar la lucidez y no la estupidez sigue siendo –como en la prensa- un trabajo a cargo de los directores.  Sin embargo, ¿cómo no pensar en que tendencialmente el dirigente sea un grupo inducido y formado a imagen y semejanza de la masa?  ¿Cómo no pensar, en fin, que la democracia, una vez contagiándolo todo, explosionando como epidemia,  no infecte los cuerpos de decisión?

Producir, gobernar, crear para el gran público es el sueño de la industria, los servicios, la cultura.  Para hacer realidad este anhelo ¿no será indispensable procesar e  incorporar el deseo, el criterio y hasta el tufo existencial de esa amalgama? La Revolución, por cierto, ¿no consistía en promover algo por el estilo?

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13 de julio de 2006
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