A raíz de mi blog de ayer, sobre las guerras entre Perú y Ecuador, se puso en contacto conmigo un peruano de más de ochenta años residente en Guayaquil. Me pidió que no revelase su nombre ni los datos que pudiesen identificarlo, pero me autorizó a publicar la siguiente historia, que transcribo en primera persona, del modo más fiel que me es posible:
“En 1941, durante la guerra con Ecuador, yo formaba parte de la Unidad de Paracaidistas del Cuerpo Aeronáutico del Perú, un destacamento que se estrenaba en acción. A mediados de julio, pocos días antes de la batalla de Zarumilla, el comando me ordenó a mí y a otros dos miembros de la unidad una misión de espionaje. La orden era volar más allá de las líneas ecuatorianas que acampaban en X, descender y observar sus equipos y armamento para preparar la ofensiva final. Posteriormente, debíamos desplazarnos hasta un río donde nos recogerían de madrugada para informar sobre nuestros hallazgos en la base de operaciones.
Por entonces, las misiones de paracaídas tenían poca experiencia en el Perú y el mundo. De hecho, sólo se habían efectuado tres veces, todas en el marco de la guerra mundial, y todas por El Eje: los alemanes habían atacado con paracaídas en Narvik en 1940 y en Creta en 1941, y los italianos en Cefalonia en 1941. Lo que trato de decir es que no estábamos bien preparados para el asalto, y como cabía prever, fue un desastre.
Nada más tocar tierra, tuvimos que descolgar de un árbol a uno de mis compañeros, lo cual nos tomó tanto tiempo que cayó la noche. A oscuras, tuvimos que buscar un lugar para pernoctar. Al día siguiente, cuando despertamos, el terreno no cuadraba con nuestros planos. Es probable que hubiésemos sido lanzados desde el principio en el lugar incorrecto, o que el viento nos haya desviado. Como sea, no teníamos idea de dónde estábamos.
Tratamos de buscar algún río para orientarnos. Mientras avanzábamos, escuchamos un disparo. Presas del pánico, devolvimos el fuego rabiosamente. Creo que no dejamos de disparar hasta quedarnos sin munición. Y para cuando nos detuvimos, ya no sonaba nada del otro lado. Nos armamos de valor y penetramos en la selva.
Caminamos una hora o así, y encontramos un campamento militar ecuatoriano ¡Era X, nuestro objetivo! ¡Y estaba vacío! ¡Ni siquiera tenía guardias! Por un instante, pensamos que estaba abandonado, pero estaba claro que los soldados habían salido de ahí con prisa. Aún estaban las armas, la radio, la comida, incluso las fotos de chicas desnudas. Aunque, comparadas con las de ahora, supongo que eran unas fotos muy inocentes.
Encendimos la radio y nos quedamos ahí toda la tarde. Ahora que ya sabíamos dónde estábamos, planeamos partir cerca del anochecer, para protegernos con la oscuridad. Comimos, dormimos una siesta –siempre con uno haciendo guardia- y jugamos dominó un rato. Súbitamente, escuchamos una noticia en la radio. El locutor decía:
-Esta mañana, tras una cobarde incursión del enemigo peruano, nuestros gloriosos soldados fueron desalojados del cuartel de X. Para perpetrar su vil agresión, los peruanos contaron con un contingente superior a los 200 hombres con armamento moderno, con lo que nuestra tropa quedó en inferioridad numérica y táctica, no obstante lo cual, se batió arduamente en defensa de la soberanía patria…
Nos reímos mucho toda la tarde, y luego nos fuimos al río. De regreso, informamos sobre las posiciones enemigas, claro. Aunque siempre me he preguntado por qué no las destruimos o secuestramos. Simplemente, no se nos ocurrió. No teníamos mucha experiencia. Pocos años después, ya durante la paz, conocí a mi actual esposa, que es ecuatoriana. Desde 1951 vivo en Guayaquil”.