Vicente Verdú
En el Líbano, en Gaza, en Irak, en Afganistán, en Somalia, los muertos de la guerra son civiles. Mueren algunos militares también pero las noticias registran una creciente cantidad de víctimas civiles.
Los soldados fueron la materia prima de las contiendas bélicas y su condición de guerreros o piezas funcionales para la destrucción del bando enemigo camuflaban su condición humana. La muerte de los batallones era lamentable sobre todo en términos de contabilidad militar, en gruesos número sin rostro.
El efecto secundario de ataques y emboscadas, apenas visible en plena narración bélica, sería el llanto de los familiares perdidos en la retaguardia. Con el conflicto en ascuas no había lugar para el sollozo de los amantes y los parientes, los hijos o los esposos. No se consideraba ocasión propicia para la lamentación individual puesto que lo decisivo consistía en calcular la masiva resistencia del enemigo y el masivo potencial de nuestras fuerzas. El contingente, la tropa, los pertrechos, componían un bloque tecnológico y monstruoso, coherente con la consigna de que las guerras son sustantivamente inhumanas y de por sí encubren continuos casos de crueldad. La guerra abstracta agavillaba el múltiple dolor de la guerra en un dolor a granel, miles de tragedias particulares apiladas y consideradas sumariamente.
Hoy, sin embargo, la muerte que produce la guerra llamea más que nunca en estampas individuales. Llamea, como nunca la muerte civil, personal, absurda, insoportable. A la guerra no hay Dios que la legitime ni bandera que la encubra. Tampoco, sea con bombas o con proyectiles, se ahoga el griterío de los cuerpos destrozados.
No hay legitimidad para la guerra, sea cual sea. Y, desaparecida su carcasa de honor, esfumados sus ornatos de deber y de servicio a la patria, queda a la vista su carnicería, la perversidad de su entraña.
Los civiles parecían hasta hace poco, en cuanto criaturas inocentes, muertos mudos. En el siglo XXI no han dejado de ser inocentes pero han dejado de ser mudos. Son testimonios aullantes e investidos de una muerte que refuta la vida de cualquier organización política y que arrastran consigo, como un enorme y pestilente cadáver, la historia podrida de los peores tiempos.