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Narrar para vivir

Ayer domingo me quedé enganchado con dos fotos, que reproducían tanto Página 12 como Clarín. Se trataba de fotografías tomadas por Helen Zout, que desde 1999 viene realizando un trabajo llamado Huellas de desaparecidos durante la última dictadura militar que le valió en la ocasión una beca Guggenheim, y que está en exhibición en Buenos Aires hasta el 28 de octubre. La intención de Zout fue “mostrar las terribles secuelas que dejó en cada uno de los retratados el exterminio que se llevó a cabo” en los años del gobierno de facto. Entre esas fotos, por ejemplo, hay algunas protagonizadas por las muñecas que Chicha Mariani fue comprando por el mundo entero para su nieta Clara Anahí, que le fue secuestrada a los tres meses de edad y a quien hasta el momento no ha vuelto a encontrar. Zout dice que empezó a utilizar la cámara durante la época del terrorismo de Estado, “cuando fui privada de la palabra, porque estaba escondida… Tenía necesidad de sobrevivir y a la vez de no enloquecer… (Y por ello sentía) la necesidad de expresarme a través de otro medio que no fuese la palabra”.

Las dos fotos de las que hablo tienen por protagonista a Jorge Julio López, el albañil que lleva casi un mes desaparecido, después de haber declarado contra el genocida Miguel Etchecolatz. La primera foto es un retrato de López. Zout lo muestra con los ojos cerrados, pero no se trata de la cerrazón del que duerme, o del que está en paz con su alma, sino de los ojos apretados de aquel que lucha para aguantar el dolor, o bien del que busca dentro de su memoria un recuerdo quemante pero imprescindible.

La segunda foto reproduce un dibujo hecho por López. Con una letra grandota y torpe, que uno asocia a la infancia pero que en López debe tener que ver con la elementalidad de su educación formal, el albañil titula la escena: mujer gorda de V. Eliza, refiriéndose a la localidad de Villa Elisa. La mujer en cuestión está dibujada como una persona ancha, en efecto: sentada sobre el suelo, desnuda, las manos en lo alto y encadenadas a un poste de mediana altura. De sus pechos y del garabato de su vello púbico surjen líneas que no pueden ser otra cosa que cables. Los cables están conectados a una caja que sugiere una suerte de batería, usada para producir la electricidad necesaria para la tortura. La tortura está siendo practicada por dos hombres de uniforme, a los que López describe como grupo de t, por grupo de tareas. Pero existe un cuarto personaje en el dibujo, que domina el ángulo superior derecho de la escena. Su figura es notablemente más grande que las otras, y su uniforme tiene botones y correajes más vistosos. Está sentado en una suerte de trono, que tiene más de trono celestial que de dominio terreno: no tortura, pero supervisa los hechos. A sus pies dice jefe.

La cara de la mujer es una cara normal. En cambio los rostros de los otros tres son negros y ominosos, con ojos desorbitados. Quizás López haya querido decir que llevaban capuchas; o tal vez subrayaba que seguía viéndolos como demonios. Tres hombres uniformados que torturan a una mujer desnuda no pueden ser, eso está claro, ninguna otra cosa.

Lo de López me recordó los dibujos que hacían los niños palestinos bajo tratamiento psicológico, y que vi en Belén, al visitar las oficinas del doctor Elia Awwad, a cargo del departamento de Salud Mental de la Cruz Roja Palestina. Los niños dibujaban tanques, cielos plagados de bombarderos, llamaradas de fuego, la destrucción de sus hogares, soldados que les ponían esposas y los desnudaban. En la simpleza de sus líneas, una simpleza que el trazo de López comparte, no hacían otra cosa que subrayar el dramatismo de la escena: uno ve esos garabatos y comprende de inmediato que están describiendo una escena tan terrible como la de los fusilamientos de Goya.

Tanto como el dibujo y la foto, me impresionó la comprobación de que López necesitaba expresarse (de hecho escribió una suerte de diario durante años) para poder lograr lo mismo que Zout ansiaba: sobrevivir, y a la vez no enloquecer. Situaciones terminales como las que vivió esta gente evidencian la importancia que tiene para nuestra especie la posibilidad de expresarnos -¿o debería decir, para ser más preciso, la posibilidad de narrar?

“Ese es el motivo por el que escribo este libro”, dice el narrador de Norwegian Wood, la novela de Haruki Murakami. “Para pensar. Para entender. Es la forma en que estoy hecho. Tengo que escribir las cosas para poder entenderlas del todo”. Yo creo que esa es la forma en la que todos estamos hechos, el cableado que llevamos dentro de la cabeza: contamos lo que nos ocurrió, recordamos, pensamos en voz alta, escribimos diarios (¡o blogs!), narramos de una y mil maneras, apelando a mil y un géneros, a mil y una disciplinas (podemos hacerlo sólo con imágenes, como Zout) para sobrevivir, para no enloquecer; y en el proceso damos testimonio de lo ocurrido, para que nadie olvide lo que pasó, para que todos puedan entender lo que ocurre cuando la violencia sustituye a la imaginación, para que con el tiempo nuestro cableado se modifique y la especie venga ya de fábrica vacunada contra la intemperancia.

Como todos los días desde hace un mes, rezo por la aparición con vida de López. La foto de su rostro nos interpela a todos desde cada ómnibus, desde la vidriera de cada negocio, desde los afiches de cada calle, como un mudo pedido de justicia.

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16 de octubre de 2006
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Beethoven para niños

Un Beethoven excéntrico, insoportable y grandilocuente que se divierte atormentando a la poca gente que lo aprecia, un explosivo genio de la música, un director de orquesta sordo, un personaje que ya encarnó Gary Oldman. ¿Qué más puede desear Ed Harris? ¿Qué papel le sienta mejor al actor que fue Jackson Pollock y el poeta con SIDA de Las horas? Si hasta parece que Beethoven hubiese existido sólo para que Harris pudiese conseguir el papel.

Pero por si Harris no destacaba lo suficiente, la directora de la nueva película sobre el músico, Copying Beethoven, se aseguró de ponerle al lado a una Diane Kruger etérea, casi diría uno que sosita, para que no le haga sombra durante sus exabruptos y sus pedos. Es inevitable pensar en Amadeus cuando uno ve esta película, y comparar el punto de vista del narrador: en la película de Milos Forman, la historia está contada por un Salieri viejo, envidioso y enfermo que habla del niño impertinente, escandaloso y peliparado que es Mozart. Los celos, la humillación, la certeza del fracaso, destilan su veneno por la historia y la revisten de una atractiva malicia. En cambio, la lamentablemente casta discípula de esta película se limita a admirar a Beethoven durante dos horas con toda la gracia y la sensualidad de una monja de clausura, sin siquiera regalarnos un asomo de tensión sexual.

Eso le da un aire innecesariamente sacerdotal a un Beethoven, por lo demás, despojado de más atributos que el de genio loco. Y mira que había material para explotar: el hombre era un borracho, no tenía un céntimo, nadie creía en él, estaba decepcionado de la revolución francesa, estaba pasado de moda, llevaba una vida sexual desordenada –con todas sus discípulas menos ésta, por lo visto-; la verdad, daba para un poco más de lo que le sacan.

Pero no nos amarguemos. Copying Beethoven cuenta con una admirable puesta en escena de época: el vestuario y las locaciones son impecables. La banda sonora, por supuesto, inmejorable y algunas escenas, memorables. Hay una arriesgada secuencia de doce minutos que narra el estreno de la novena sinfonía de un modo totalmente inverosímil –y según parece falso- pero visualmente impactante. Y hay una chica rubia, que nunca usa un escote pero tiene unos ojos bonitos.

Lo que no hay es una película. En Copying Beethoven asistimos sólo a un largo homenaje sin verdaderos conflictos, ya que la adoración de la discípula es tan férrea que no deja lugar a dudas o puntos de giro. Así que, en vez de contemplar un interesante fresco de comienzos del XIX encarnado en una personalidad atormentada, nos topamos con un falso documental perfecto para que algún profesor de música lleve a sus alumnos: un cuento didáctico con un regodeo de Ed Harris que, al salir del cine, nos dejará la certeza de que ya sabemos al menos distinguir la novena sinfonía y un par de sonsonetes más, para cuando sus versiones muzak suenen en los supermercados.

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16 de octubre de 2006
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La próxima vez…

¿Es posible leer un reportaje del año 1880 como si relatara un suceso contemporáneo? Pues eso es lo que me ha sucedido con las sesenta apasionantes páginas de Los ingleses en Egipto, conjunto de crónicas que Eça de Queirós envió al diario brasileño Gazeta de Notícias en 1882, mientras ejercía de cónsul en Bristol (Cartas de Inglaterra, Editorial Acantilado).

Con una prosa incisiva (no en vano sus novelas son las mejores de la península en el ochocientos, por encima de las de Galdós diría yo), da cuenta de la operación militar británica que supuso el cambio violento del colonialismo europeo hacia el imperialismo agresivo: la destrucción de Alejandría y la conversión de Egipto en un protectorado.

Todo el proceso, fascinante, es un prototipo de las dos guerras de Irak, como si los estrategas de ambos Bush, padre e hijo, hubieran dejado el diseño de la campaña en manos de los servicios de inteligencia británicos, los cuales, unos haraganes redomados como siempre los ha descrito Graham Greene, se limitaron a copiar el programa que había aplicado Gladstone a una situación similar cien años antes.

Hay coincidencias incluso en la acusación de ocultar “armas de destrucción masiva”. Entonces eran “fortines secretos” que amenazaban el libre paso de la armada de Su Majestad. Una patraña tan estúpida como la nuestra, ya que era facilísimo comprobar su falsedad. El funcionariado se renueva, pero sigue siendo incompetente.

Cuando el almirante Beauchamp Seymour comienza a bombardear Alejandría sólo consigue que los ejércitos de Arabi Pachá se retiren al desierto, desde donde no cesarán de hostigar a los cuerpos expedicionarios británicos, y que una población enfurecida arrase la ciudad de Alejandría, la perla comercial inglesa del Mediterráneo.

El comentario de Eça es contundente: “Las bombas del almirante quizás no destruyeran más que algunas casuchas árabes, pero a la falta de previsión del Gobierno (inglés) se debe la ruina de Alejandría”. Véase que el problema moral ni se plantea. El problema de la estupidez es previo.

Allí sonó por vez primera la amenaza de una yihad, un alzamiento en masa del mundo musulmán contra Inglaterra. De antiguo le viene, la animadversión musulmana contra los anglosajones.

Naturalmente, el ataque encubría la dependencia estratégica de los navíos británicos: era imprescindible que dominaran el canal de Suez si querían mantener abierta la ruta de la India. Exactamente como nosotros necesitamos el petróleo si no queremos cerrar todas las rutas. El único modo de evitar guerras en Oriente Medio sería eliminar ese capricho que es el automóvil privado, entre otras cosas. La protesta moral es secundaria.

De modo que un prosista de altura, como Eça, es capaz de mantener con vida un episodio bélico remoto y recordarnos que todo se repite. La famosa frasecita de Marx según la cual la primera vez es un drama y la segunda una comedia, peca de optimista como todo lo suyo. La primera, la segunda, la tercera y seguramente también la undécima, es un drama. Para que se convierta en comedia hay que esperar varios siglos.

Entre los sucesos de 1882 y los de 2002 hay otro elemento común y duradero: la inmensa chapuza de aquellos que sólo confían en el aplastante poder de la técnica. Sin hombres que tomen el territorio y reconstruyan la administración, las invasiones se convierten en una pura carnicería. Sorprendentemente, los seres humanos aún tienen cierta importancia.

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16 de octubre de 2006
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ESPERANDO EL NOBEL

Estaban mis candidatos preferidos al Premio Nobel de Literatura en Nueva York. Cada año, como cuando de adolescente jugaba a intentar adivinar quién ganaría el Festival de Eurovisión, juego a la adivinanza de quién será el Nobel. Admito apuestas, aunque generalmente juego conmigo mismo y pierdo. Soy un experto en perder premios Nobel. En los últimos 15 años solo he ganado tres o cuatro. Aunque solamente con la victoria de Coetzee merecieron la pena las derrotas de Darío Fo, Elfriede Jelinek, entre otras. También he perdido este año, aunque por muy poco. El escritor turco Orhan Pamuk -¡un Nobel de mi generación, de mi año!- era mi segunda opción. El primero, mi particular gran perdedor desde hace ya una década, es mi admirado, querido y cercano Mario Vargas Llosa. Al menos diez años llevo diciendo de este año no pasa. Y pasa. Se olvidan de Vargas Llosa. Menos mal que él no se olvida de nosotros, no se olvida de la literatura y cada año que pasa sin el Premio Nobel nos hace disfrutarlo con algunas de sus obras. Con algunas de las mejores de su ya larga historia que han sido escritas en estos diez años de mis derrotas, La fiesta del chivo, por ejemplo; o con otras que siempre es un placer poder leer. Es como Woody Allen, cada año una película. Unas serán mejores que otras, pero casi todas están por encima de la media de sus contemporáneos. Apuesto una cena que el próximo año será el año de Vargas Llosa. Por las mismas razones que han concedido el Nobel a Pamuk -que casi podría ser su hijo biológico- se lo podrían haber concedido a Vargas Llosa. Ya sabemos que el Nobel también tiene un componente de oportunidad, política, corrección o incorrección que hace que los vientos nos traigan sorpresas.

Demasiados años sin premiar al idioma español. Ya nos toca. Que tomen nota. Y dicho esto, mostrar mi alegría por el premiado. Desde que leí El libro negro, es Orhan Pamuk uno de mis escritores preferidos. Es el novelista que uno hubiera querido para que se escribiera Madrid. Mi ciudad, como todas las grandes ciudades también está construida sobre las ruinas de otras ciudades que estaban en su subsuelo, sobre otras culturas, sobre otros mitos y otros ritos. No hemos tenido la suerte de tener un escritor, un novelista, que sepa penetrar en las contradicciones, la belleza y la fealdad, de este caos que llamamos Madrid.  Cuando me acerco por las obras de Pamuk a ese personaje que es la ciudad de Estambul, siento que no sea madrileño. Me encantaría que un escritor, con su fuerza, su vigor, su pasión por la ciudad que quiere -y a veces odia- se pusiera a escribir de la misma manera sobre ese contenedor de nuestras pasiones, de nuestro pasado y nuestro presente que llamamos Madrid. Estoy contento, casi gano el Premio Nobel. Del año que viene no pasa.

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13 de octubre de 2006
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PAMUK

I

El jueves por la mañana, la pregunta, en la primera pantalla del sitio del periódico Dagens Nyheter, era: “¿Vem tror du får Nobelpriset i litteratur?”. No hay que entender sueco para saber lo que pedía el gran diario de la burguesía de Estocolmo (el equivalente a El Comercio en Lima o a El Mercurio en Santiago de Chile). Era un sondeo sobre el próximo ganador del Premio Nobel de Literatura.

Pero lo más interesante era el dispositivo para votar: el internauta tenía que escoger en una lista de 13 nombres. El diario tenía una gran fe en la calidad de su información como para atreverse a reducir el campo de la oferta. Y de hecho no se equivocó: el novelista turco Orhan Pamuk figura en la lista, al lado de 12 otros apellidos.

Como Dagens Nyheter es el diario mejor informado de Suecia, vale la pena guardar la lista de los 12 “perdedores” para el año que viene. Son:

Adonis
John Ashbery
Inger Christensen
Assia Djebar
Don DeLillo
Nuruddin Farah
Amos Oz
Mario Vargas Llosa
Joyce Carol Oates
Philip Roth
Tomas Tranströmer
Ko Un

Podemos también saludar la prudencia del diario: proponía votar para “någon annan”, que no es unos de estos poetas sin fama que tanto gustan a la academia sueca, sino la manera de decir "otra persona" en sueco. Entre los 12, hay que notar la presencia de cinco poetas y/o de cuatro americanos. La academia no cambia: representación de la poesía y del idioma inglés.

II

Todos los periódicos de este viernes recuerdan cómo el novelista Omar Pamuk, galardonado con el Premio Nobel de Literatura, rechazó, hace siete años, la oferta de ser “artista del estado” antes, hace unos meses, de prepararse para un juicio frente al tribunal de Sisli, en Estambul, por un ataque a la “identidad turca”.

Según el artículo 301 del código penal turco, el tribunal podía pronunciar una pena de tres años de cárcel al seguir la petición de un fiscal cuya actividad se inspira todavía en el derecho italiano de la época del fascismo. La base del delito era una entrevista del escritor en 2005 a un diario suizo, Tages Anzeiger; Pamuk decía: “Un millón de armenios y treinta mil kurdos han sido matados en Turquía”.

Lo extraño fue lo que ocurrió en Francia, en la cámara de los diputados, unas horas antes del anuncio del premio a Pamuk. Por 106 votos en contra de 19, los diputados adoptaron una proposición de ley del partido socialista que castiga con un año de cárcel y una multa de 45.000 euros el hecho de negar en público la existencia del genocidio de los armenios por los turcos en 1915. Lo que decía Pamuk (que, al final, no fue juzgado) era un delito en Turquía; ahora decir lo contrario en Francia será un delito si el senado aprueba también esta nueva ley.

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13 de octubre de 2006
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Un día japonés

¿Nunca desearon haber nacido en otro país, nunca se soñaron parte de otra cultura? No hablo de la angustia que sobreviene cuando uno se pelea con su patria, sino de algo más liviano y lúdico, un ejercicio de la imaginación. (La consigna es imaginación o violencia, ya lo hemos dicho.) Por puro amor a las leyendas artúricas llevo décadas imaginando la Edad Media; más allá de las fuentes francesas y de los invasores teutones, el epicentro de mi fantasía han sido siempre las islas británicas. (Que por cierto, han seguido proporcionando combustible a mi alma en los siglos subsiguientes: con Robin Hood, con Shakespeare, con Dickens, con Holmes, con Tolkien, con los Beatles, con The Smiths.) En los últimos tiempos he alimentado el sueño de ser árabe. En parte por empatía, porque me solidarizo con la condición de los condenados de esta tierra, aquellos que son sospechados por el simple hecho de ser y que riegan a diario con su sangre el suelo de este planeta; pero también por amor al desierto, a ese temple que nace del vivir en un vacío perfecto, donde uno no tiene nada que perder más allá de su alma.

En estos días mi fantasía es la de ser japonés. La culpa la tiene Haruki Murakami, que me sedujo primero con Sputnik Sweetheart y ahora me tiene atrapado dentro de Kafka On The Shore, una de esas novelas que no deberían terminar nunca. Ya sé que Murakami es el menos japonés de los escritores japoneses, o el más occidental, según dicen. En todo caso reivindicaría mi derecho a jugar, aun cuando esto suponga seleccionar de la realidad tan sólo aquello que quiero, y como quiero. Pero más allá de ese derecho, creo que existe algo idiosincrático en Murakami, algo a lo que –permítanmelo- habría que llamar japonés con toda justicia, y que Murakami liga a las clásicas historias de fantasmas de su cultura, como The Tale of Genji o The Chrysanthemum Pledge. (En los últimos tiempos, los que más hicieron por traer esa veta a tiempos contemporáneos son los directores de películas como The Ring y Dark Water.)

Por supuesto, no estoy tratando de limitar el encanto de Murakami a los fantasmas que irrumpen en sus historias, ni a sus gatos parlanchines, ni a sus lluvias de sanguijuelas. Lo que me fascina es la naturalidad con que asume que aquello que denominamos realidad es tan sólo una parte –y minúscula, por cierto- de lo que ocurre en verdad, o mejor dicho: de lo que importa; y la gracia con que acepta, en consecuencia, la irrupción de lo maravilloso en esta vida que tanto empobrecemos al ver con anteojeras. Déjenme ser arbitrario y decir que ese aplomo al cual identificamos con lo oriental en general, y con lo japonés en particular, deriva de saber que tenemos puesto apenas un pie en este mundo, porque el otro está posado en una orilla que nuestros ojos no registran; estamos más yéndonos que quedándonos, lo cual nos habilita a tomar la realidad con las pinzas de quien se sabe en tránsito.

Yo encuentro en Murakami, así como en el cineasta Hayao Miyazaki (mi Walt Disney personal, así como el de mis hijas), la celebración de un estado de conciencia superior, y la puesta en práctica de una conexión con lo inefable. Leyendo Sputnik y Kafka, o viendo My Neighbour Totoro y Spirited Away, siento que me confirman que no estaba equivocado al presumir que este mundo –al menos el mundo en que yo vivo- se parece más a La Tempestad y a ciertas historias de García Márquez que a lo que me venden los noticieros. (Imaginación o violencia, otra vez la dicotomía.) Leyendo a Murakami y viendo a Miyazaki siento alivio, porque me permiten dejar de fingir que ya no veo lo que sí veo y que no sé lo que sí sé, aun cuando no cuente con una ciencia que lo avale ni con instrumentos que midan mis intuiciones. Yo soy de los que creen que uno ve con mucho más que sus ojos, y que piensa con mucho más que el cerebro. En mi fantasía, en mi juego, esto es algo que todos los japoneses tienen claro, así como nosotros damos por sentados los encantos de las garotas y la tristeza del tango.

  Así que si me permiten, este fin de semana seré japonés. Y mientras me dure Kafka On The Shore, también seré feliz.

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13 de octubre de 2006
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MÁSCARAS UNIVERSITARIAS

Si no han cambiado las cosas recientemente, en España no existe ninguna ciudad mayor de 50.000 habitantes que no cuente ya con su Universidad. La consecuencia está siendo al cabo de estos años que en diferentes centros haya más profesores de la asignatura que alumnos matriculados en ella.

España todavía invierte en universidades, en investigación, un porcentaje del PIB (1,12%) inferior a la media de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE, (1,3) y, sin embargo, si se trata de hacer turismo visual el número de edificios universitarios a contemplar ha aumentado espectacularmente.

No deberá extrañar que se encuentren semivacíos. La misma política de levantar contenedores sin contenido ha venido aplicándose a los museos, a los auditorios o a los centros policulturales.

El presupuesto no crece en lo más sustantivo pero sí en lo accidental. De este modo se explica lo grotesco de una situación en que deben suspenderse las clases por falta de alumnado o deben dejarse en blanco algunas asignaturas tras la ambiciosa multiplicación de su surtido. Se calcula que para hacer rentable un aula, deberían ocuparla 125 alumnos pero en España, en Humanidades, no es tan extraño que el contingente no rebase la decena.

Entre los factores de invertebración de la España siglo XXI, el desajuste universitario no es menos significativo. ¿Enseñar qué? ¿Enseñar para quién? El remedo acrítico del extranjero norteamericano, la vanidad política y la general tentación de la apariencia ha derivado en esta degeneración del sentido común.

Seguramente contamos en 2006 con una fotografia de España mucho más semejante a la estructura de los modelos europeos que hace dos décadas pero se trata de una estampa en solo dos dimensiones. No calibrada la profundidad, la instantánea se asemeja pero ¿a dónde puede conducir esta escueta fachada de la verdad?

Con alto grado de probabilidad la cosmética no aguantará el paso del tiempo, el tinglado sufrirá deterioro y la universidad misma, que ha preferido ampliarse que fortalecerse, perderá significación. Pronto los títulos serán tan solo papel, si es que no están empezando a valer ya tan solo como máscaras.

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13 de octubre de 2006
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Día fasto y funesto

Muchos son los aficionados a la poesía después de Auschwitz que participan en este blog y todos conocen al poeta de la Liguria, el que ha quedado como compositor supremo de los huesos de sepia, esos rasposos objetos en forma de huso que el mar ha lamido durante meses antes de arrojar a la orilla.

Hay una hermandad que no puedo explicar entre las asperezas de la poesía de Montale y la prosa de Benet. Ambos se sentían atraídos por aquellas palabras que designan objetos, ámbitos, cosas, espacios, que hacen de un lugar algo agreste, hosco y desolado. Si Morandi persiguió toda su vida mantener en pie el aire de un recipiente sin recipiente, el contenido de un vaso sin vaso, el espíritu de un búcaro sin búcaro, Montale trató tercamente de crear un universo áspero en el que habitaban unos humanos ausentes.

“Escarcha en los cristales; unidos
siempre y siempre separados
los enfermos; y en las mesas
los largos soliloquios de los naipes”.

Incluso en aquellos poemas en los que modera su habitual oscuridad y describe escenas, también en ellos hay una ausencia inexplicable que encoge el ánimo, como en el comienzo de “Dora Markus”.

Fue donde el puente de madera
lleva a Porto Corsini mar adentro
y pocos hombres, casi quietos, hunden
o recogen las redes. Con un gesto señalaste
en la invisible orilla opuesta
tu verdadera patria. Luego
seguimos el canal hasta la dársena
de la ciudad, refulgente de hollín
en los bajíos donde se estancaba
una primavera inerte, sin memoria.

La poesía, toda la poesía, es intraducible. Lucida di fuliggine apenas se mantiene en “refulgente de hollín” y además se ha disipado como humo el juego líquido de “lú” y de “lí”. Sin embargo, la tarea de Fabio Morabito es admirable y magnífica. Ha traducido la totalidad de los libros de Montale y ha justificado con inteligencia sus opciones en una larga y muy lúcida nota sobre la traducción. Galaxia Gutenberg está publicando los más colosales libros. Mil cien páginas de poesía intensa, con el original di fronte, es una fiesta rotunda.

De Montale se editó en 1973 una antología seleccionada, prologada y traducida por Francisco Ferrer Lerín y nunca más se volvió a imprimir. Un poeta difícilmente puede traducir a otro poeta sin cambiarle las huellas dactilares y Paco corregía al italiano cuando le parecía necesario y sin que le temblara la mano. La traducción era sensacional (de hecho, Morabito la ha consultado, hay giros inconfundibles), pero más sensacionales eran las notas a pie de página. En el verso Nel chiuso dell’ortino svolacchia il gufo (“en el cerrado huerto revolotea el búho”), Paco, que es tan ornitólogo como ironista, puso esta nota:

“Se refiere al búho chico (Asio otus) o quizá al autillo (Otus scops) que aunque en Italia se llama comúnmente assiolo parece un búho en miniatura y es el más antropófilo de la familia”.

Que era, a  su vez, otro poema añadido al poema. Lástima no ver la cara de Montale, que leía el español, al constatar que en su poema no había quedado en absoluto claro si se refería al Asio otus o al Otus scops.

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13 de octubre de 2006
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El psicópata aplicado

Brian de Palma no mata a la gente de cualquier manera. Si necesita un tiroteo, por ejemplo, no se limita a poner a dos personas en un callejón: las coloca en los extremos de una escalera con un carrito de bebé cayendo por los escalones. Si opta por abrirte la cabeza, no te da un martillazo: hace que caigas desde un décimo piso y te des de cara contra una fuente de mármol. Si quiere algo más impactante, puede rajarte el rostro de parte a parte o ametrallarte después de que aspires una montaña de cocaína. Así que agradece que de Palma se limite a hacer películas, en vez de buscar un espacio más real para sus fantasías.

Su última película, La dalia negra, tiene todos los elementos morbosos que hacen feliz al director, incluso un cadáver partido por la mitad con los intestinos arrancados. Y todos flotan en la cenagosa atmósfera de la novela original de James Ellroy, una ácida Los Ángeles como la que lucía L.A. Confidencial, con actrices de cuarta prostituyéndose por dos centavos, polis corruptos, boxeadores derrotados y rubias fatales fumando con boquillas. El mundo de la película es duro y torcido, pero afortunadamente, un policía duro y recto está dispuesto a hacer las cosas bien, aunque eso signifique hacerlas mal. En suma, la orquestación habitual del cine negro, con la cámara de De Palma planeando virtuosamente de un cadáver a otro sin cambiar de plano.   

El único problema quizá sea esa manía de embutir las complicadísimas tramas de la novela en una película sin pasarse de las dos horas reglamentarias. Llega un punto en que el espectador está tan ocupado tratando de desenredar el ovillo que ya no puede asimilar más información y se pasa media hora preguntándose: “¿el último muerto corresponde al caso de la chica rajada o al del mafioso que maltrataba a la novia del policía que le tumbó los dientes al protagonista en el cuadrilátero después de los disturbios de los marineros?” Para cuando llega el grand finale y convergen todas las historias, tienes la sensación de que pueden estar diciéndote cualquier cosa porque tampoco te darías cuenta. De hecho, el final llega con tal carga de incestos, deformaciones múltiples y balazos imprevistos que haría falta toda una película nueva sólo para explicarlo.

Y sin embargo, claro, eso no es lo más importante. Dedicarse a descifrar el argumento es la opción del control freak, como tratar de seguir el árbol genealógico de Cien años de soledad. Puedes perderte en eso o disfrutar de lo demás, que no es poco. La película no va a cambiar tu vida, pero se regodea con eficiencia en las virtudes del género, virtudes que paso a enumerar: 1) Scarlett Johansson con el cuerpo marcado a hierro -como las vacas- en el centro de un triángulo amoroso entre dos policías amigos. 2) Hilary Swank contando cómo se acostó con una descuartizada solo por el morbo de que se parecía mucho a ella. 3) John Kavanagh sentado frente a su esposa esquizofrénica y diciendo “Hitler era un poco excesivo”. Un ramillete de detalles tiernos, en fin.

De Palma, pues, sabe lo que busca y conoce bien el terreno que pisa. La película tiene momentos absolutamente vibrantes, delineados con la mano segura de un maestro torturador que pasa revista a los calabozos en los que encierra a sus personajes. Ante la cantidad de violencia sin sentido estético que destilan las pantallas últimamente, es agradable encontrar de vez en cuando un psicópata que hace sus tareas.

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13 de octubre de 2006
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2015

Tenía que aparecer, tarde o temprano. Lo descubrí hoy. Es EPIC 2015. EPIC significa “Evolving Personalized Information Construct”: una arquitectura personalizada y evolutiva de la información. Es una obra de Matt Thomson y Robin Sloan. Dos visionarios que ya provocaron un choque al sacar hace un par de años en Internet un pequeño módulo de tecnología Flash (no hay que tener miedo a la palabra; se parece a un vídeo) con el título: EPIC 2014.

La primera obra contaba la muerte de los medios de masas. Incluyendo el momento de la renuncia del New York Times a seguir como diario, pues no es rentable publicar un periódico en el siglo XXI. Lo interesante de EPIC 2014 (cuyo guión existe en español era su manera de mezclar en una historia continua hechos reales y apuestas sobre el futuro de las compañías. En el relato gana Googlezon, imperio de la información personalizada nacido de un monstruoso coito entre Google y Amazon.

Con EPIC 2015 vamos más lejos. No se trata de añadir un año más sino de una historia que cuenta una invasión más completa, más definitiva de la vida privada. Ya sabemos que habrá un momento en que no tendremos que elegir nuestra próxima lectura. Un algoritmo, creado y desarrollado por Googlezon, lo hará de manera mucho más sofisticada. Pero faltaba la idea de un involucramiento de cada uno en una obra común de vigilancia y análisis. EPIC 2014 era la versión Internet de lo que dice Orwell: al final, terminaremos por amar al gran hermano. Ahora, con EPIC 2015, he descubierto la verdad última: somos todos el gran hermano y esto nos hace estúpidamente felices.

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11 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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