Marcelo Figueras
Estar en mitad de la lectura de un libro encantador es una de las sensaciones más disfrutables de la vida. Quizás sea más disfrutable incluso que la llegada al final del texto, porque cuando uno todavía promedia la lectura, todo es posible: estamos fascinados por el acto mismo del descubrimiento, sentimos como si hubiésemos encontrado un universo detrás de una puerta por la que habíamos pasado mil veces, todo es flamante y sugestivo, los personajes, el lenguaje, la forma narrativa. Hoy me está pasando todo esto con Sputnik Sweetheart, de Haruki Murakami. Es mi primer Murakami, e intuyo que no será el último. Tal como insinué, todavía es demasiado temprano para decir nada muy serio al respecto (primero hay que disfrutar, ya habrá tiempo después para las elaboraciones; salvo, vale aclararlo, que se trate de un acto creativo como la escritura, en el cual el disfrute y la elaboración ocurren a la vez), pero aun así encontré dos pasajes que me gustaría compartir. Y los dos son, precisamente, comentarios sobre la escritura.
En el primero, el narrador le cuenta a su amiga Sumire, que aspira a ser escritora, una vieja costumbre china. Dice que siglos atrás se dedicaba gran esmero a la construcción de las puertas de las ciudades. “La gente creía que el alma de la ciudad residía en esas puertas. O por lo menos que debía residir allí”, cuenta. Por eso se las construía siguiendo un rito específico: además de las consideraciones puramente arquitectónicas, los constructores visitaban los campos de batalla para recolectar viejos huesos humanos, que enterraban a los pies de la puerta para que el espíritu de aquellos soldados siguiese protegiéndolos. Después degollaban a algunos perros y regaban el lugar con su sangre, para que el líquido reviviese las almas de aquellos muertos.
El narrador le dice a Sumire que escribir novelas se parece mucho a la construcción de esas puertas. “Uno puede juntar huesos y hacer su puerta, pero por más maravillosa que sea, eso solo no la convierte en una novela viviente, en una novela que respira. Una historia no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere una suerte de bautismo mágico, que ligue el mundo de este lado con el mundo del otro lado”, dice el narrador. No sé a ustedes, pero a mí me encantó la comparación. Yo también creo que existe algo “de otro mundo” en las grandes novelas, una línea de conexión con lo inefable que queda tendida por siempre a nuestra disposición, ignorante del paso del tiempo. De paso, el narrador de Murakami me proporcionó una excelente manera de explicar las características de tanta literatura de hoy. Yo creo, por ejemplo, que buena parte de la literatura argentina contemporánea no vale gran cosa porque es pura construcción, nomás: una puerta sin huesos y sin sangre.
En el otro pasaje el narrador dice a Sumire, angustiada porque no logra escribir, que de una u otra manera todos vivimos dentro de una ficción. No se trata de una ficción al estilo Matrix, ficción como engaño en el cual vivimos inmersos, sino ficción como mecanismo de interpretación de la propia vida –de interpretación, y a la vez proveedor de sentido. “Pensá en términos de la transmisión de un auto,” dice. “Es como una transmisión que está entre vos y las duras realidades de la vida. Tomás el poder crudo del exterior y recurrís a los cambios para ajustarlo, de forma que todo funcione de manera agradable, en sincro”. Lo que el narrador sugiere a Sumire es que de alguna manera ella ha cambiado el relato de su propia vida, la ficción que la rige; y que no podrá escribir más hasta que decida si la escritura forma parte de ese nuevo relato, del nuevo paradigma que configurará su vida de allí en adelante.
¿No creen ustedes que cada uno de nosotros ha elegido, conscientemente o no, una ficción o cuanto menos un género que guía la evolución de nuestras vidas? ¿No dirían que existe gente que vive vidas kafkianas, o vidas de realismo sucio, o vidas proustianas, o vidas de porno-novela? Yo creo que sí. Haciendo un poco de antropología barata, creo que la especie humana ha creado ficciones en todos los lugares y en todos los tiempos como un mecanismo de adecuación a la vida en este planeta. Como la transmisión del auto de Murakami, o la atención a la despresurización que prestamos aquellos que buceamos. Algunas especies han desarrollado branquias para sobrevivir, o espinas, o habilidades camaleónicas. Nosotros desarrollamos nuestra capacidad de crear ficciones, desdoblándolas de la realidad.
Y la termino aquí, al menos por hoy. No para seguir leyendo a Murakami (prefiero saborearlo de a poco), sino porque me llegó la hora de visitar los campos de batalla, en busca de algunos huesos con los que construir mi próxima puerta.