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COTILLEOS

Me gustan los cotilleos. Siempre me han  gustado. Soy un adicto a ellos y gran parte del día lo entretengo leyéndolos. El último libro de cotilleos que he leído es más que recomendable. Está, desde las primeras páginas hasta su final, cuatrocientas páginas después, lleno de incursiones en la vida privada y en la vida amorosa oculta de los personajes. Y se nos acercan los engaños, pasiones, amores, huidas, trampas y ocultamientos de muchos personajes célebres de nuestra historia cultural, política o dramática. Un libro para no aburrirnos. Es una novela, pero está cargada de verdades posibles, de vidas descubiertas porque nos adentramos en su propia correspondencia. ¡Es como el placer de violar la correspondencia! Como mirar por un agujero secreto a la pared del vecino, como asomarnos por el ojo de la cerradura a vidas privadas a las que no habíamos sido invitados. Una excelente novela de cotilleos acaba de publicar Vicente Molina Foix. Y no disimula su condición, se llama El abrecartas y justamente nos permite, sin complejos, cumplir ese deseo de abrir las cartas ajenas y cotillear en sus vidas. Así crece la literatura, así se hicieron también las grandes historias de la literatura. Los cotilleos de Molina Foix son más o menos cercanos, desde lo singular de un niño rico de Fuentevaqueros y las picardías con otros niños menos ricos de su pueblo hasta las andanzas de dos jóvenes, uno más que otro, guapos y osados chicos de Barcelona llamados Félix de Azúa y Enrique Vila-Matas. Hay muchos más cotilleos, por ejemplo los de Vicente Aleixandre, Gregorio Prieto, Luis Cernuda, Eugenio D’Ors, Ortega, Alberti, María Teresa León, Vitín Cortezo, Oriol Bohigas o Enrique Múgica Herzog…En fin divertidos cotilleos de muchos de los llamados “Epénticos” y de otros que no lo fueron.

Todos dicen que es la mejor novela de Molina Foix, yo también lo pienso y, además, la más cercana a los que somos y nos reconocemos como cotillas. Yo me di cuenta que lo era cuando comencé a leer los poemas homéricos. Desde luego Plutarco fue un maestro de los cotilleos. Y el cotilleo sigue su carrera literaria con los cantares de gesta, con el romancero, con los viajes de Clavijo o Marco Polo. O con los de Saint-Simon o la condesa d’Aulnoy. Sin olvidar las memorias de Casanova, de Lautremont o La Rochefoucauld. Y ya más cerca del libro de Molina Foix, las correspondencias, los epistolarios de Erasmo, Lope de Vega o Madame Sevigne. O esas dos cumbres epistolares recientemente reeditadas entre nosotros, que son las de Juan Valera o Ramón María del Valle Inclán. Claro que tampoco hay que olvidar los grandes cotilleos literarios escritos por Oscar Wilde o Marcel Proust. Desde luego el libro de Molina Foix merece estar entre lo mejor de la literatura del cotilleo. Hay otros, pero son más aburridos.

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11 de octubre de 2006
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DOMÉSTICAS EXTRAVAGANCIAS

Hace no muchos días visité la exposición fotográfica de Pablo Pérez-Mínguez, uno de los más creyentes en aquello que se llamó “la movida”. Tiene razones para creer porque si Pérez-Mínguez existe cómo fotógrafo, sobre todo existe por ser el más paciente en el seguimiento fotográfico de aquella tribu. Sus fotos tienen, cuando menos, el mérito de un catálogo de las caras, los cuerpos, las poses y las modas de un grupo en el que pocos han sobrevivido a su corta, efímera, divertida y colorista fama. Algunos cayeron en el camino más o menos salvaje, otros volvieron a sus asuntos varios en sus oficios familiares, otros consiguieron seguir superviviendo en renqueantes carreras en el cine, la música, el periodismo, la moda o la fotografía. Del catálogo de Pérez-Mínguez, siempre que dejemos a Almodóvar y sus chicas/os al margen o algunos escritores que pasaron por allí como Andrés Trapiello, Juan Manuel Bonet o Luis Antonio de Villena, de pocos nombres sabemos ahora qué hacen, incluso de muchos de ellos tampoco supimos que hicieron. Yo conocí ese mundo. Yo estuve en aquel zoológico, pero estuve de mirón. Al margen. Tomando nota visual, contando algo por la radio, escribiendo y, muchas veces, la verdad, disfrutando y cantando aquellas chorradas tan divertidas. No nos venía mal a los progres relajarnos un poco, cantar chorradas, salir de noche y volver al amanecer. No fuimos al estudio de Pérez Mínguez, no fuimos de la tribu pero lo fueron muchos amigos de entonces y de ahora. Los veo ahora, veinticinco años después, y lo primero que me llama la atención es lo delgados que fuimos.

Sonrío ante estas extravagancias, tan caseras, tan de burguesía madrileña de toda la vida y con el talento comprado, alquilado, asimilado de muchos chicos y chicas que vinieron a Madrid para entender o entendiendo. Otros para seguir sin entender nada. Vuelvo a reír recordando una frase muy popular, muy tradicional y convencional que decía una de aquellas excéntricas que fueron durante unos años, unos meses, las reinas de las noches blancas de aquellos tiempos -no confundir con las noches blancas de ahora, noches para todos los públicos subvencionadas por el ayuntamiento o la comunidad de los mandatarios populares-, la chica se hacía llamar Eva Lyberten. No recuerdo de qué provincia, de qué pueblo, había llegado. Era atrevida, más graciosa que guapa, se desnudaba sin muchos problemas y estaba empeñada en tener un hijo con el más gay de toda la movida, con Fany MacNamara, también conocido como Paty Difusa. Y lo tuvo, tuvo una hija que surgió de una de aquellas noches locas. Pero lo que me hacía reír de aquella Eva era que, sin darse cuenta, decía una y otra vez: “¡Angela María!”…Y yo, estúpido de mí, inspector de alcantarillas, corrector de frases populares, adaptador involuntario de correcciones del lenguaje de la movida, me empeñaba en que si quería ser verdaderamente provocadora no debería repetir aquello de “¡angelamaría!”. Que eso quedaba muy vulgar, muy paleto.

Ahora, pasados los años, detenido el tiempo, vista la movida en exposiciones, en catálogos, me doy cuenta que lo más extravagante, lo más excéntrico y, también, lo que mejor definía esa mezcla de pijos de toda la vida y chicos de pueblo que se habían travestido en malditos de una cosmopolita ciudad al norte de la Mancha, era aquella frase de ¡ángelamaría!...¿Quién dice hoy expresiones tan exóticas como aquella? ¿Dónde aquellas populares extravagancias?... En los museos.

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10 de octubre de 2006
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LA TERCERA GUERRA MUNDIAL

Corea, la bomba atómica, las radiaciones de Palomares, las emigraciones extremas, el ascenso de la extrema derecha, el asesinato fascista de una periodista en Moscú, las torturas norteamericanas o chinas, la sequía y el sol inclemente, la inflación o el populismo,  son parte de la constelación de signos que parecen pronosticar una siniestra vuelta atrás. 

La inauguración del siglo XXI prometía, en sus primeros años, un paso hacia el más allá pero el miedo cultivado y reproducido ha encogido el desarrollo histórico y la involución ocupa ya el lugar de la evolución.

Se trata solo de una primera impresión puesto que la ciencia ha franqueado  lindes importantes pero en la evocación de los primeros años del siglo XX y en vísperas de la Gran Guerra ¿no sucedía también algo igual?

La ausencia de la tercera guerra mundial se ha instalado en la imaginación colectiva como un horror vacui. Una inconsolable desazón.

Nada obliga necesariamente a una tercera guerra mundial pero ¿cómo negar que en esta relativa calma se masca relativamente la tragedia?

Desde el ataque del 11-M a la guerra de Irak, desde las revueltas islámicas al jugueteo iraní y la actual prueba nuclear corre un vicioso pespunte con el horror.  O todavía más netamente: la difusión universal del temor y el miedo como forma de vida recrea una situación de preguerra que aun siendo una representación provoca un efecto físico incuestionable. ¿Es la tercera guerra mundial el terrorismo según Bush? ¿Es la tercera guerra mundial el choque de civilizaciones de Huntington? ¿Es la tercera guerra mundial el calentamiento del planeta en Gaia? ¿Será la guerra aviar la tercera guerra mundial?

¿Una psicosis de aniquilación brotando de cualquier parte promueve un sistema único de pánico total? ¿Verdadero? ¿Falso? Lo decisivo viene a ser la actitud de la masa ávida por disfrutar el presente a toda costa y escéptica respecto a la llegada misma  del porvenir.

No future clamaban los punkies de los setenta cuando el mundo se quemaba en la crisis de la energía y los límites del crecimiento se antojaban bloques de acero acercándose para aplastarnos. En esa tesitura no había más ventura que la respiración. Y el instante, como en el romanticismo, adquiría categoría eterna. Más o menos como hasta hace poco.

Hoy, sin embargo, la eternidad y su eufemismo han desaparecido incluso del habla. Y no digamos de la vista.

Del mismo modo que los amenazados por el bombardeo inminente encuentran un altísimo sentido en la amistad del otro, la humanidad conectada como nunca antes entre sí parece enredarse en un abrazo  planetario. ¿Estallará La Bomba ya?  Nada parece más improbable y tan probable. Sin futuro no hay predicción y en tanto aumentan las posibilidades crece el azar de la Guerra Mundial.

¿Quién puede esperar algo así?   Y, sin embargo, ¿en cuántas ocasiones al día no se alerta sobre el peligro de destrucción global? O bien, ¿en cuántos de los diagnósticos sociales, políticos, culturales, no se trasluce la voluptuosa observación de la muerte: la muerte de la sociedad, de la política, de la cultura, la absoluta victoria de lo peor.

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10 de octubre de 2006
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Imaginación o violencia

Cristo, qué manera de empezar la semana. El domingo leo en el dominical de El País un artículo sobre Mordejai Vanunu, a quien llaman el Nelson Mandela israelí. Vanunu estuvo preso dieciocho años (once de los cuales pasó en régimen de aislamiento) por haberle revelado al mundo que, contrariamente a lo que sostenía de manera oficial, Israel estaba produciendo bombas atómicas a lo loco. En 1986 Vanunu visitaba Roma, donde fue secuestrado, drogado y subido a un carguero que lo regresó a Israel. (Esto de los agentes israelíes cagándose en las soberanías nacionales, en este caso italiana, es algo que ya contaba la película Munich.) El pobre Vanunu estuvo preso hasta 2004, cuando fue liberado sin que se le concediera permiso para salir del país; también tiene prohibida la comunicación telefónica o personal con extranjeros. (Más información sobre su historia aquí). Hoy se estima que Israel cuenta con 400 bombas atómicas de una potencia de 50 megatones, lo que equivale a casi 4.000 de las bombas arrojadas sobre Hiroshima. Si algún desperfecto o error humano produjese su explosión, Israel se convertiría en un agujero en el suelo que llegaría muy cerca del centro de la Tierra. Pero como tienen la intención de hacer el agujero en otra parte (en partes, para ser precisos, que serían del agrado de los Estados Unidos, que por algo evita presionar a Israel para que firme el Tratado de No Proliferación con el que presiona a tantas otras naciones), no se preocupan en lo más mínimo. Duermen tranquilos porque se sienten fuertes.

El lunes amanezco con la noticia de la prueba nuclear en Corea del Norte. Esta noche el que no dormirá tranquilo seré yo.

Estamos en manos de los peores, eso es indiscutible. Se trata de seres caprichosos y egoístas, que evidentemente no oyeron suficientes fábulas cuando eran pequeños de verdad y que hoy acumulan un poder con el que podrían destruir el planeta no una, sino varias veces. No hay duda de que debemos enfrentarlos. Por fortuna no contamos con arma letal alguna, lo que nos impide entrar en la lógica perversa de lo que ellos llaman disuasión cuando no es más que la dialéctica del matón del barrio: si me tirás un misil, te encajo una atómica y te borro de la faz de la Tierra, a vos y a todos los tuyos. Cuando alguien inventa, produce y fabrica un arma mortífera está haciendo algo más además de disuadir: está tentando a otros a comprar la fórmula y los planos, a emularlo en la producción, a superarlo en el perfeccionamiento del arma. Los argumentos que sustentan este accionar son infantiles en el único sentido malo, el de no alcanzar a considerar las consecuencias del acto en cuestión. (Los niños están excusados porque no están en condiciones de analizar la situación completa; los grandes, en cambio…) Para el resto de los mortales, está claro que la proliferación nuclear es un camino sin retorno. La condición humana lo ha demostrado con creces, nada nos aproxima más a la violencia que el saber que tenemos un arma al alcance de la mano. Por eso mismo un desastre nuclear, aunque sea circunscripto a una zona en particular, es sólo cuestión de tiempo.

A uno le gustaría vivir sin adversarios, pero los adversarios existen. Son los que prefieren romperlo todo antes que compartir una parte, los que prefieren hundir el barco a ceder el mando. Enfrentarnos a ellos es un imperativo. Nuestro único recurso es la imaginación. Imaginación para crear nuevas formas políticas, nuevas formas de protesta, nuevas formas de control republicano. Imaginación para sortear la trampa de las fronteras artificiales. Imaginación para unir, cuando los poderosos apuestan a dividir. Imaginación para crear obras hermosas, que inspiren a la gente a vivir vidas hermosas. Imaginación para vivir a pleno cada día, en la conciencia de que algún día habremos de morir. (Una conciencia que los poderosos, encerrados en su paranoia y su frenesí priápico, parecen no tener). Imaginación para producir alegría, una alegría que necesitamos como el agua para romper el estado de terror permanente al que quieren reducirnos.

Imaginación o violencia. That is the question.

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10 de octubre de 2006
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El regreso

Hace casi veinticinco años que murió y ha pasado ya el trabajo del duelo. Ahora podemos regresar a él sin que nos pese su ausencia. Durante muchos años lo hemos tenido abandonado. Ahora, mientras escribo, estoy escuchando de nuevo el disco que me lo descubrió, un vinilo del sello Columbia en el que da su heterodoxa versión del concierto para teclado BWV 1052 de Bach. Dirige Bernstein, con quien tendría un celebérrimo encontronazo el día en que el americano aceptó dirigirle en el primero de Brahms.

El entusiasmo que provocó Glenn Gould en los años setenta guarda relación con el entusiasmo general de todas las radicalidades en aquella década. De pronto unos tipos raros y desconocidos exponían ladrillos y montones de tierra y telarañas y restos de basura mecánica y fotografías desenfocadas y cartelitos con frases absurdas en garajes del extrarradio neoyorkino. Una auténtica porquería. Pero sabíamos que era un modo de gritar que Pollock y Rothko y Bacon y todas las figuras de galería para millonarios eran la mera continuación de Delacroix y de Puvis de Chavannes y que se había acabado el romanticismo y el idealismo y la metafísica y las burguesísimas vanguardias. Así eran, aquellos años.

Cuando escuché por primera vez aquel vinilo comprado en Londres por mera intuición (me costó el equivalente a cinco horas de lavar platos) creí ver cómo un muchacho insolente expulsaba del reino musical a todos los que habían hecho de Bach un crooner, un romántico, un sentimental, un austriaco aficionado a las tortas Sacher, como mucho más tarde escribiría Bernhard en El Malogrado. Y les expulsaba con un swing prodigioso que el pobre Bernstein soportaba estoicamente. Los siguientes conciertos de la serie los grabó con Golschmann, un director acomodaticio sin las pretensiones de Bernstein.

Lo más sorprendente es que el nihilismo de Gould era perfectamente compatible con el regreso a la autoridad del clave en las grabaciones historicistas de Leonhardt. Los puristas abominaban de aquel Bach tocado al piano y por lo tanto falsificado, pero a los aficionados nos parecía la misma música, unas veces brillaba con reflejos metálicos, otras golpeaba con la caricia de un martillo aterciopelado.

Luego supimos que Gould era un canadiense impresentable, que no daba la mano por temor a los contagios, que no se lavaba porque la mugre le protegía de los microbios, que odiaba dar conciertos, que se había encerrado en un estudio donde grababa constantemente sus caprichos, que cambiaba de piano en la misma pieza para conseguir un mejor legato.

También supimos que escribía y cuando leímos sus textos nos quedamos de piedra. Conocía  y discutía todo lo que Adorno había escrito sobre música. Destruía la opinión (¡tan ingenua!) de Celibidache sobre la grabación y los discos. Tenía un proyecto sobre la música similar al de los conceptuales y los mínimal en las artes visuales, muerte a la subjetividad. Y todo lo que interpretaba era sencillamente glorioso.

Y de repente se murió de un modo tan enigmático como había vivido. En sus últimos años, envejecido por la automedicación, encorvado como un anciano de ochenta años, apenas se alejaba de su cabaña permanentemente rodeado de nieve y desolación. Los últimos documentos gráficos de aquel cadáver de cincuenta años son escalofriantes.

Ya ha pasado el tiempo necesario para poder volver a su música. En un número especial de Le Monde de la Musique la más elegante de las pianistas actuales, Hélène Grimaud, cuenta el deslumbramiento que de adolescente le produjo aquel huracán norteño. E incluso justifica el tarareo (insoportable) con el que Gould se acompaña en las grabaciones. “Era un contrapunto instrumental, para cubrir lo que le faltaba al piano”, dice la encantadora artista.

Ha aparecido también el DVD de Bruno Monsaingeon titulado Glenn Gould. Hereafter (en francés se llamaba Au delà du temps), una bella introducción a la vida y la obra del pianista. Monsaingeon logró ganarse la confianza de Gould y fue uno de sus escasísimos amigos, alguien que tuvo el privilegio de grabar horas y horas de conversaciones y conciertos en estudio. Cuenta que siempre le encontró de buen humor, excepto en una ocasión.

Al pasar la frontera de EE. UU. con el Canadá, la policía sospechó de aquel tipo de aspecto estrafalario y le retuvo durante horas. Desmontaron su coche de arriba abajo buscando alijos de droga y al final tuvieron que dejarle seguir viaje. Según Monsaingeon el problema comenzó cuando, al preguntarle la policía por su profesión, en lugar de decir “músico”, “pianista”, “concertista internacional” o “genio del arte contemporáneo”, se limitó a decir I’m in the recording business. Lo peor que se podía decir entonces en una frontera. Tipo estupendo.

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10 de octubre de 2006
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SAN CERVANTES

Hoy se celebra en mi pueblo, Alcalá de Henares -uno, como dejó sentado Max Aub, es de donde ha hecho el bachillerato- el día de Miguel de Cervantes. No exactamente su nacimiento, que no terminan los biógrafos de conocer con exactitud, sino el de esa fecha marcada por el rito obligado de la España dominada por la tradición católica: el bautismo. Hoy se celebra el día de su bautismo, no el de su nacimiento como tantas veces se viene a confundir. Bien es verdad que solían ser días muy cercanos, se tenía miedo a que el recién nacido muriera a las pocas horas, a los pocos días -algo bastante habitual en los siglos de Cervantes y aún en posteriores- y el bautismo se celebraba inmediatamente después del nacimiento.  Nadie quería que su vástago muriera “morito”. Eran tiempos de creer en el limbo, ¡todavía había limbo! O más bien eran tiempos en que se necesitaba ser y demostrar que se era cristiano viejo. Ni una broma con la religión triunfante.

En Alcalá se conserva esa “joya”, esa partida que da fe del lugar más probable del nacimiento del más universal de los alcalaínos. Y como no había nacido Max Aub, entonces uno era de donde había sido bautizado. Ante lo inconcreto de la fecha de nacimiento, imagino, se determinó que la celebración nacional cervantina fuera en el día de su muerte, el 23 de abril. Pero, ya con la democracia, a los alcalaínos les pareció que se debería conmemorar esa fecha que marca también la historia de la ciudad. La ciudad es muchas cosas. Es Compluto, Alcalá por los árabes, quizá es la ciudad del Arcipreste de Hita -¡tan olvidado!-, es la ciudad del renacimiento, de Cisneros, de la universidad, de las juergas de Quevedo, de la gloria y la decadencia de un país casi siempre convulso. Es también, aunque muchos quisieron olvidarlo y todavía hoy no es orgullo de gran parte de la ciudad oficial, es la ciudad de Manuel Azaña.

No deja de ser curioso, quizá también simbólico, que la vida y derrota de dos alcalaínos que salieron de su pueblo y encontraron el respeto, sin dejar de conocer el desprecio, les una como dos vecinos improbables. La imaginaria casa de Cervantes, una de esas invenciones para dar gusto al turismo cultural, está situada casi haciendo esquina con la real casa de Azaña, con la olvidada y oscura casa de los Azaña. Se enseña la casa de Cervantes y se da la espalda a la casa del escritor, intelectual y Presidente de la República, al más cervantino, al más quijotesco de los alcalaínos aunque con aspecto tan sanchopancesco.

Hoy es fiesta en Alcalá. Muchos la llaman San Cervantes. Ni quiso, ni se le esperaba en el santoral al bueno, vividor, sufridor y poco católico de don Miguel, pero no está mal componernos una suerte de santoral civil. Yo tendría a San Cervantes en el altar mayor de mi templo de santos paganos. Al Miguel de Cervantes católico, al bautizado en la iglesia de Santa María la Mayor un 9 de octubre de 1547, le tengo menos respeto por razones de juegos de niños. Esa iglesia del bautismo cervantino, ubicada en un extremo de la plaza que hoy lleva el nombre del escritor alcalaíno, fue una de las más dañadas en la Guerra Civil. Quedó prácticamente en ruinas. Se salvó el altar donde estaba conservada la pila bautismal del escritor. Cuando yo era un pícaro adolescente que hacía el bachillerato en el instituto que estaba en los nobles edificios de la universidad cisneriana, el único entonces de la ciudad, uno de los refugios más habituales para juegos secretos, para nuestras picardías o nuestros primeros cigarros, era colarnos a la ruinosa iglesia y llegar hasta el refugio del altar donde seguía más o menos entera la pila bautismal de Cervantes. Allí estuvo olvidada, o al menos descuidada, muchos siglos. No se hacían importantes ceremonias para recordar su nacimiento o su bautismo. Y con el tiempo el recuerdo de aquel estado de semiruina, de abandono y olvido de los lugares “sagrados” de San Cervantes, parecía toda una metáfora de la vida tan dura, de los olvidos ciudadanos y políticos, de aquel soldado manco que nos enseñó a escribir.

Mi mejor altar cervantino seguirá siendo aquella pila casi abandonada que vio nuestros primeros juegos prohibidos de adolescentes alcalaínos. Felicidades señor Cervantes.

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9 de octubre de 2006
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LA SELECCIÓN ANACIONAL DE FÚTBOL

La debacle es el probable principio de la lucidez. Todo el resplandor futuro parte de una explosión, todo principio de un final, cualquier concepto vivo nace de la corrupción del anterior.

Así, en apenas veinticuatro horas, la idea sobre el significado de la selección española de fútbol se ha ido a pique para dar ocasión a una nueva flotación. La expectativa nacionalista sobre este equipo y las agrupaciones patrioteras naufragan y el desconcierto lleva a otear el horizonte.

El equipo en manos del más nacionalista de los seleccionadores (puro “aragonés” macho y racial) ha sucumbido sucesivamente ante una nación católica, Irlanda del Norte, y una nación atea, Suecia.

La inmediata conclusión de la experiencia es nuestra doble descaracterización. Ni superamos la fe religiosa de los otros ni triunfamos frente al mal del ateísmo.

En consecuencia, ¿para qué existir? ¿Para qué calentarse la cabeza sobre la sagrada simbología española? Las derrotas favorecen la vista hacia el interior. Y tanto más profundamente cuanto más duras se experimentan. El recibimiento de estos fracasos, sin embargo, ha sido recibido con una extraña suavidad, como si el mal se hubiera abierto camino previamente y el dolor llegara lubricado por lágrimas anticipatorias.

De este modo, el abatimiento de la selección y de sus importantes significados de antaño han venido a quedar en casi nada. Incluso una gran cantidad de aficionados declaran que sólo un entrenador extranjero sería capaz de devolvernos la ilusión. Deshecha la insignia nacional, aparece el recurso a la pragmática tecnológica. Marchitada la sacralización se opta por la instrumentación. Desconfiados de nuestros propios órganos optamos ya por el injerto.

¿Un equipo de fútbol que represente a España? Nadie, empezando por los más patriotas, desearía que tras la experiencia vivida la selección nacional de fútbol figurara entre los estandartes de nuestra posible identidad. Con su mal juego, con su molicie, con sus ridículos, la selección nacional ha logrado desembarazarse vergonzosamente de su misión en lo universal. Ahora se trata, simplemente, de un conjunto que entrena un señor malcarado dentro de la órbita de una Federación donde ha sido excluido el ejercicio de la dignidad y la inteligencia. De este modo, la selección se corrompe y rompe amarras, flota sin rumbo en un espacio anacional, presa de su propia órbita.

¿Un cataclismo? ¿Un fenómeno sin consolación? Casi todo lo contrario. Gracias a la desaparición del peso nacional o su extravío cósmico emerge un alivio excepcional. Ahora sabemos, además, secretos que nunca fueron revelados y que al conocerlos, lejos de espantarnos, nos procuran una paz adicional.

Qué los jugadores sintieran o no sus responsabilidades en defensa de la Patria ha torturado durante muchos años a la hinchada española. Los jugadores de Francia, Italia, Alemania, daban muestras de vivir los colores nacionales y bregaban aguerridamente por ellos. ¿Por qué los españoles no hacían lo mismo? ¿Les faltaba el coraje interior o su falta de arrojo debía imputarse a que, por ejemplo, catalanes y vascos no sentían a España? La respuesta ha llegado en pleno “desastre” con unas declaraciones de Iribar, el portero mítico de la selección nacional y actualmente, no casualmente, entrenador de la selección nacional de Euskadi. Dice Iribar a El País: “Con España nunca tuve la sensación de defender un país. Era (sencillamente) la oportunidad de practicar deporte con los mejores”.

Con esto, está dicho todo. Con esto, apaga y vámonos porque ¿cuántos otros antes y ahora no habrán saltado al campo con la misma actitud?  La sospecha de que a varios de los jugadores del equipo les importaba mucho menos España que a los rusos Rusia o a los portugueses Portugal, había saltado una y otra vez en los comentarios de aficionados. Ahora se ve que esa “falta de sangre” es el correlato de la falta de sentir España, se corresponde con la verdad de que España les importaba un bledo.

Terminado pues el sentimiento de España en plena selección nacional, expandida la propaganda de esta desafección desde la suprema figura de Iribar ¿qué sentir? Una larga y placentera relajación, un impensable wellness. La patria nos estresaba, creaba ansiedad y, además, frustración. Una era apatriótica debe anunciarse en la nueva lasitud feliz puesto que la fórmula magistral del paraíso consiste eternamente en el espacio sin patria.

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9 de octubre de 2006
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TREINTA PENSADORES FRANCESES

Le Magazine Littéraire dedica el informe de su número de octubre a las nuevas apuestas de la filosofía en Francia. No hay que visitar su sitio; Le Magazine es de esas revistas que ponen poco contenido en línea. Vende en el papel. Hay que hojear sus páginas para descubrir algo poco común: un censo de los filósofos franceses, los verdaderos, los que no pertenecen a la clase de los «ideólogos mediáticos» según la revista.

Son treinta y la lista, creo, merece una publicación integral:

Alain Badiou
Etienne Balibar
Luc Boltanski
Jacques Bouveresse
Barbara Cassin
Robert Castel
Daniel Cohen
Antoine Compagnon
Philippe Descola
Vincent Descombes
Georges Didi-Huberman
Jacques Donzelot
Jean-Pierre Dupuy
Marcel Gauchet
François Jullien
Bruno Latour
Dominique Lecourt
Pierre Legendre
Pierre Manent
Jean-Luc Marion
Jean-Claude Milner
Jean-Luc Nancy
Frédéric Nef
Ruwen Ogien
Jean Petitot
Joëlle Proust
Jacques Rancière
Monique Canto-Sperber
Dan Sperber
Isabelle Stengers
Bernard Stiegler

¿Se nota algo? Sí: son treinta y uno. Supongo que era incómodo poner en portada «31 penseurs français pour comprendre notre monde». «30 pensadores franceses para entender nuestro mundo» tiene más impacto. No lo digo de broma, hay que tener valor para decir que se terminó la época de la french theory, aquella empresa de exportación mediática de productos que tenían como marca: Deleuze, Guattari, Foucault, Derrida, Lacan, Barthes, etc.

Hay que tener el mismo valor para quitar de la lista a la única persona que mantiene una verdadera fama internacional: Jean Baudrillard, experto en implosión social, seducción y todo tipo de simulaciones.

Todos los pensadores de la lista tienen más de cincuenta años. Unos cuentan con cierta «exposición» pública: Balibar trabajó al lado de Althusser, Cohen defiende la visión de un economista atípico frente a la mundialización, Gauchet es el director de la revista Le débat, Stiegler trabajó tanto en el desarrollo cultural del centro Pompidou como en el Ircam (Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique).

Claro que no se puede resumir un abanico amplio de pensamientos en unas líneas. La revista lo intenta y propone unos rasgos: abandono de las grandes teorías, dedicación a trabajos más «concretos», retorno de la metafísica, reflexión sobre la democracia y/o lo que puede agrupar una sociedad. Menos ruido, menos luz, más participación en la red mundial de investigadores. Es el final de la grandeur.

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9 de octubre de 2006
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El campo de los sueños

Estamos convencidos de haber superado la edad de las fábulas. Yo lo creía también hasta no hace tanto, cuando me descubrí escribiendo una. (Todo relato que arranca con un lobo que habla en latín puede ser acusado de incurrir en el género.) Desde entonces estoy más sensible ante el asunto, aunque no siempre de modo consciente. La semana pasada, por ejemplo, me compré un libro de Harold Bloom, Jesús y Yahvé, los nombres divinos. Leí unas cuantas páginas y encallé en el capítulo dedicado a lo que Bloom llama “el habla críptica de Jesús”. Según Bloom, “las palabras de Jesús son frecuentemente enigmáticas”. “La palabra enigma viene del griego a través del latín, y el término griego significa fábula”, escribe. Ahora que releo el capítulo, se me ocurre que abandoné la lectura en ese punto porque Bloom esquiva el bulto a último instante, escudándose en la dificultad de saber cuáles son las palabras verdaderas de Jesús. Está claro que Jesús no dejó nada escrito, que su discurso nos llega mediatizado por autores que recogieron el relato de otras voces. Pero lo que resulta incuestionable es que se comunicaba mediante parábolas. Jesús era un narrador. Creía en el poder de la palabra primero, y del relato después, para modificar la realidad. Una parábola es casi lo mismo que una fábula: “Un relato breve, inventado, cuya moraleja o sentido es espiritualmente moral”, dice Bloom. Yo agregaría: nunca demasiado alejado del valor de la oralidad, aun cuando se trate de un texto escrito. Jesús no escribía, hablaba. Las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego nos llegan por tradición antes oídas que leídas. Pero incluso leyéndolas sobre el papel, no pierden la apelación íntima al lector propia de la oralidad: no nos ignoran ni nos dan por sentados, más bien nos convocan y nos incluyen, como si hubiesen sido concebidas tan sólo para nuestro deleite. ¿Y no es eso lo que aspiramos la mayor parte de los escritores: hacer sentir al lector que de no ser por él, nuestras historias no existirían?

El sábado fui a ver The Wind that Shakes the Barley, la película de Ken Loach que ganó el festival de Cannes. A su manera también se trata de una fábula: cuenta la historia de dos hermanos, Damien y Teddy O’Donovan, y de los caminos divergentes que toman en su intención de acabar con la dominación inglesa sobre Irlanda. Damien (Cillian Murphy), que es médico y estaba a punto de aceptar un trabajo en Londres, decide permanecer en su tierra al ser testigo de la violencia de los black & tans, los soldados ingleses de la ocupación. Pronto entiende que la opción por la violencia es un camino sin retorno: uno empieza matando a los soldados enemigos, después mata a inocentes sin querer y termina matando a quien hasta hace poco consideraba amigo. Damien no logra salir de ese espiral, del que por supuesto termina siendo víctima. Loach no verbaliza la moraleja de su fábula (que me hizo pensar todo el tiempo en la Argentina de los 70, en la Palestina de Al Fatah y de Hamas, en la Irak al filo de la guerra civil; esta fábula tributaria de la de Caín y Abel todavía necesita ser contada), pero de cualquier forma la enseñanza es clara: cualquier rebelión cuya lógica acepta que es lícito matar a tu propio hermano está destinada a fracasar. “La fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza”, escribió Harold Goddard en un libro sobre Shakespeare que cité días atrás.

El círculo terminó de cerrarse ayer, cuando haciendo zapping me reencontré con Field of Dreams, aquella película de 1989 dirigida por Phil Alden Robinson. Allí Kevin Costner es Ray Kinsella, un granjero de Iowa al borde de la bancarrota que cierto día oye una voz que le dice Si lo construyes, él vendrá. Kinsella entiende que la voz le pide que levante un campo de béisbol en su tierra, aun cuando signifique que deberá desatender su cosecha; y pese a que se arriesga a ser considerado loco, decide intentarlo. Field of Dreams es una fábula hecha y derecha. Lo que me asombró ayer fue la forma en que incorporaba temas que me rondaban en los últimos tiempos (el ambiente de intolerancia que la película atribuye al conservadurismo reaganiano, y aquí se vive con los represores que reclaman amnistía; la figura de J. D. Salinger, cuyos cuentos estoy releyendo y a quien el film retrata en el personaje del escritor Terence Mann; y la necesidad de exorcizar demonios personales, que en Kinsella se vinculan a la culpa en la relación con su padre muerto), cuestiones que Alden Robinson entrelaza en un relato perfecto que, lo comprobé ayer, no perdió nada de su capacidad de emocionar. Está claro que yo ya era un converso: en algún sentido Kamchatka fue el campo de béisbol que levanté al oír mis propias voces, y puedo dar fe de que mi madre muerta volvió cuando lo completé, para abrazarme una última vez.

Hoy mis demonios son otros, y todavía espero la voz que me diga lo que debo hacer, por disparatado que suene. Pero al menos entiendo que todavía necesito de las fábulas, que no he crecido lo suficiente para dejarlas atrás, que en algún punto sigo siendo un niño en busca de norte, en espera de la voz amable que me guíe a través del bosque desconocido hasta la moraleja que aun no entendí del todo, o que entendí con la cabeza pero aun no pude hacer carne. Hablando de Shakespeare, Goddard (vaya nombrecito: remite a God –o sea a Dios-, a Godard, a Godot) sostiene que la antinomia es: imaginación o violencia, tan simple y tan complejo a la vez.

Hoy estoy tentado de creerle a Goddard. Tanto como para suscribirlo con mi vida.

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9 de octubre de 2006
Blogs de autor

La soledad de los hoteles

El hotel donde me alojo en Madrid tiene enfrente un gigantesco afiche publicitario con una bellísima modelo que mira a mi balcón desde la profundidad de sus ojos azules. A veces salgo, y nos miramos un rato por encima de la Gran Vía. Creo que ella me hace ojitos. Pero no basta para hacerme sentir acompañado.

Este año he conocido unos 28 hoteles. El primero, el día en que me dieron el premio Alfaguara, fue este mismo. Acabé la noche en el cuarto con dos amigos y mi novia, encargando botellas de champán, comiéndonos los chocolates del armario y vaciando el minibar. Sólo por gastar dinero ajeno, dejamos encendido el canal porno durante tres horas, mientras bebíamos y celebrábamos. De todo eso, en el resto de los hoteles del año, lo único que me  quedó fue el minibar y el canal porno.

La mayoría de los hoteles son básicamente iguales, aunque presentan diferencias regionales. Los escandinavos, por ejemplo, suelen carecer de bañera, y a veces incluso de cortina de baño: la ducha es una parte más del cuarto, y debes procurar no mojar el water. Los latinoamericanos de países pequeños suelen tener vista a un centro comercial llamado mall, el mejor paisaje posible. El hotel madrileño tiene poemas de Juan Ramón Jiménez o Machado pintados en las paredes, y cuando bajas al bar, siempre te encuentras con alguna estrella como Enrique Bunbury o Leonor Watling. Es el tipo de hotel que te hace sentir importante y artista, además de solo.

Y es que los hoteles deben estar hechos para que cualquier público se sienta cómodo, sea un cantante de rock, un escritor, un político, un padre de familia o un ingeniero de caminos. Por lo general, las pinturas son acuarelas vagamente figurativas con paisajes difuminados en el lienzo, las alfombras están donde tus pies se posan al levantarte, y hay un sofá en el que nunca te sientas. No hay ninguna señal de un lugar habitado, alterado por la presencia de un ser humano con gustos individuales. Imagino que el decorador es siempre el mismo, y está muerto.

Siempre finjo no fumar. Me quedo en dormitorios de no fumadores, y termino por comprar cigarros que no pago y abrir la ventana para fumarlos. Eso es más difícil en Europa, donde suena la alarma contra incendios. Pero en América Latina, te dejan saltarte las normas. De hecho, en América Latina tus necesidades son más fáciles de resolver. Siempre hay alguien que tiene lo que necesitas. No hay hora en que se cierre el servicio al dormitorio. Todos harán lo que quieras y conseguirán lo que pidas, incluso un látigo sadomaso a las cuatro de la mañana. Y si estás de mal humor, puedes gritarles a los empleados.
Mientras tu cuenta esté al día, puedes portarte como un imbécil si eso quieres. En Europa, pagas por pasar la noche bajo un techo. En América Latina, pagas por ser quien tú quieras.

Pero eso no les sirve a todos. Según el caso, uno va desarrollando estrategias para sentirse bien. Yo, que ando en giras promocionales, he desarrollado un pasatiempo: después de hablar con decenas de personas a lo largo del día, me encierro con mi Ipod y una botella de lo que sea para cantar y beber en calzoncillos. Por alguna razón, la paso realmente bien así.

Alguna vez, sobre todo al principio, he buscado sexo. El sexo está bien. El problema es la resaca: al día siguiente, sientes un vacío brutal. Por lo general, además, nunca vuelves a ver a esa persona, y si la vuelves a ver te das cuenta de que no tenías mucho en común con ella, lo cual te hace sentir aún peor. Conforme pasan los días y cambias de habitaciones, cada vez te resulta más difícil conciliar el sueño, solo o acompañado.

Supongo que por eso hay canales porno en todos los hoteles.

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9 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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