Javier Rioyo
Hace no muchos días visité la exposición fotográfica de Pablo Pérez-Mínguez, uno de los más creyentes en aquello que se llamó “la movida”. Tiene razones para creer porque si Pérez-Mínguez existe cómo fotógrafo, sobre todo existe por ser el más paciente en el seguimiento fotográfico de aquella tribu. Sus fotos tienen, cuando menos, el mérito de un catálogo de las caras, los cuerpos, las poses y las modas de un grupo en el que pocos han sobrevivido a su corta, efímera, divertida y colorista fama. Algunos cayeron en el camino más o menos salvaje, otros volvieron a sus asuntos varios en sus oficios familiares, otros consiguieron seguir superviviendo en renqueantes carreras en el cine, la música, el periodismo, la moda o la fotografía. Del catálogo de Pérez-Mínguez, siempre que dejemos a Almodóvar y sus chicas/os al margen o algunos escritores que pasaron por allí como Andrés Trapiello, Juan Manuel Bonet o Luis Antonio de Villena, de pocos nombres sabemos ahora qué hacen, incluso de muchos de ellos tampoco supimos que hicieron. Yo conocí ese mundo. Yo estuve en aquel zoológico, pero estuve de mirón. Al margen. Tomando nota visual, contando algo por la radio, escribiendo y, muchas veces, la verdad, disfrutando y cantando aquellas chorradas tan divertidas. No nos venía mal a los progres relajarnos un poco, cantar chorradas, salir de noche y volver al amanecer. No fuimos al estudio de Pérez Mínguez, no fuimos de la tribu pero lo fueron muchos amigos de entonces y de ahora. Los veo ahora, veinticinco años después, y lo primero que me llama la atención es lo delgados que fuimos.
Sonrío ante estas extravagancias, tan caseras, tan de burguesía madrileña de toda la vida y con el talento comprado, alquilado, asimilado de muchos chicos y chicas que vinieron a Madrid para entender o entendiendo. Otros para seguir sin entender nada. Vuelvo a reír recordando una frase muy popular, muy tradicional y convencional que decía una de aquellas excéntricas que fueron durante unos años, unos meses, las reinas de las noches blancas de aquellos tiempos -no confundir con las noches blancas de ahora, noches para todos los públicos subvencionadas por el ayuntamiento o la comunidad de los mandatarios populares-, la chica se hacía llamar Eva Lyberten. No recuerdo de qué provincia, de qué pueblo, había llegado. Era atrevida, más graciosa que guapa, se desnudaba sin muchos problemas y estaba empeñada en tener un hijo con el más gay de toda la movida, con Fany MacNamara, también conocido como Paty Difusa. Y lo tuvo, tuvo una hija que surgió de una de aquellas noches locas. Pero lo que me hacía reír de aquella Eva era que, sin darse cuenta, decía una y otra vez: “¡Angela María!”…Y yo, estúpido de mí, inspector de alcantarillas, corrector de frases populares, adaptador involuntario de correcciones del lenguaje de la movida, me empeñaba en que si quería ser verdaderamente provocadora no debería repetir aquello de “¡angelamaría!”. Que eso quedaba muy vulgar, muy paleto.
Ahora, pasados los años, detenido el tiempo, vista la movida en exposiciones, en catálogos, me doy cuenta que lo más extravagante, lo más excéntrico y, también, lo que mejor definía esa mezcla de pijos de toda la vida y chicos de pueblo que se habían travestido en malditos de una cosmopolita ciudad al norte de la Mancha, era aquella frase de ¡ángelamaría!…¿Quién dice hoy expresiones tan exóticas como aquella? ¿Dónde aquellas populares extravagancias?… En los museos.